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El algoritmo mató a las redes sociales - Miguel Ángel Santamarina - Zenda
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El algoritmo mató a las redes sociales

Desde que se estrenó en el Festival de Cine de Sundance, a principios de 2020, El dilema de las redes sociales ha suscitado encarnizadas polémicas y virulentos enfrentamientos digitales, una cuestión que ha ido a más desde que pasó a engrosar el catálogo de la plataforma Netflix. Aunque en la película se eche en falta...

El dilema de las redes sociales es una reunión de exyonquis diciendo lo malo que es el cannabis —Instagram—, cuánto daño hace la heroína —Twitter—, cómo mata la cocaína —Facebook— y lo difícil que es salir de la metanfetamina —YouTube—. Con esta frase, a mitad del documental, ya dejan claro a qué nos enfrentamos: «Hay dos industrias que llaman a sus clientes usuarios: la de las drogas ilegales y la del software«.

Desde que se estrenó en el Festival de Cine de Sundance, a principios de 2020, El dilema de las redes sociales ha suscitado encarnizadas polémicas y virulentos enfrentamientos digitales, una cuestión que ha ido a más desde que pasó a engrosar el catálogo de la plataforma Netflix. Aunque en la película se eche en falta a un par de fanáticos de las redes como contrapunto a tanto «renegado», y a pesar de la horrible dramatización que acompaña a los testimonios de los antiguos gurús del bisnes social, el resultado es interesante y, sobre todo, inquietante, muy inquietante.

"Todos los testimonios coinciden en quién es el culpable de esta situación: el maldito algoritmo"

Jeff Orlowski es el responsable de este largometraje, en el que participan destacados profesionales que han tenido puestos muy relevantes en las más importantes páginas web y redes sociales en los últimos años. Tristan Harris —Google—,  Justin Rosenstein —Facebook—, Jeff Seibert —Twitter— y Bailey Richardson —Instagram— son algunos de los exejecutivos de Sillicon Valley que explican aquí su proceso, cómo se cayeron del caballo —el de San Pablo, no el de primer párrafo— y de qué manera ahora quieren convertirse en reverendos de tecnologías digitales indoloras e inodoras. En algunos momentos de la película este halo new age que adquiere su discurso da el mismo —o más— miedo que las malas praxis que denuncian. No olvidemos que ellos crearon al monstruo

Las respuestas de los entrevistados se mezclan con una ficción, la historia de una familia que sufre los peligros de la nueva era digital. Esta es la peor parte con diferencia, las interpretaciones son pésimas —¿qué te ha pasado, Vincent  Kartheiser? ¿En qué momento dejaste de ser el gran Peter Campbell en Mad Men y te convertiste en un actor tan nefasto?—, y el guion parece salido de un programa cutre de telerrealidad, que relata a su narcotizada audiencia cómo hordas de niños magrebís esperan a que saques dinero del cajero para darte el palo, quitarte los euros y vender tus órganos a las mafias chinas.

El maldito algoritmo

Todos los testimonios coinciden en quién es el culpable de esta situación: el maldito algoritmo. Hablan de él como de un virus manipulado que se les fue de las manos a sus creadores. Ninguno sabe precisar en qué momento la utopía —de un mundo maravilloso interconectado para hacer el bien— se hizo distopía, una de las chungas, peor de lo que ninguno de estos pioneros digitales pudiese adivinar hace cinco años.

"¿Cuál es el precio del producto? Tú eres ese precio porque tú eres el producto; tú y tu tiempo"

Justin Rosenstein creó el botón de «me gusta» en Facebook. Además trabajó en Google. Él tiene claro que todo este entramado de empresas sociales —muchas de ellas con el mismo jefe, como Instagram y Whatsapp, que pertenecen a Facebook— tiene un único objetivo: hacernos adictos, crear esclavos que pasen el mayor tiempo posible enganchados a sus aplicaciones. 

Según un estudio de 2018 —el Pleistoceno casi— las fake news se propagan seis veces más rápido que las noticias verdaderas. «La verdad es aburrida», sentencia uno de los entrevistados. Da la sensación al ver el documental de que el algoritmo fue diseñado para privilegiar la mentira.

Tú eres el producto

Mark Zuckerberg tuvo una idea y consiguió llevarla a cabo. Creó una red social para universitarios. Cada vez se fue haciendo más y más grande, hasta que en 2006 se abrió el mundo. Y con esa transformación a lo global, además de las fotos empezaron a cobrar protagonismo las noticias, las de los medios de comunicación y las de los blogs, y quedó abierta una puerta de atrás —quizá de forma deliberada— a las medias verdades, las casi mentiras y las falsedades absolutas, los bulos, las fake news.

"Esta infantilización de la recompensa no es el único efecto nocivo: quizás el más preocupante es la polarización del pensamiento"

Pero, y aquí viene la gran pregunta, ¿cómo consiguió una empresa como Facebook crear un imperio de millones de dólares con algo que no cuesta dinero, que aparentemente no tiene valor, que es gratis? ¿Cuál es el precio del producto? Tú eres ese precio porque tú eres el producto; tú y tu tiempo. Cuantas más horas pasas navegando, leyendo, comentando, dando likes, comprando, más te expones, mejor información y más completa tienen de tus hábitos y de tu vida; y eso cuando se puede vender a terceros —empresas, gobiernos, partidos políticos…— les hace ganar cheques con un montón de ceros. Ahí está el detalle, que diría Cantinflas.

A través de «chupetes digitales» —notificaciones de los likes a tus publicaciones; validaciones que dan felicidad momentánea— y falsas recompensas, generaciones de personas han cambiado su forma de comportarse y de afrontar sus problemas. Y es que el algoritmo ha sido diseñado para darnos una buen dosis de dopamina. El problema, según nos relatan sus creadores, es que este ha escapado de control. Los daños colaterales empiezan a ser visibles: individuos cada vez más solitarios y necesitados de afecto, aunque como paradoja estén todo el día conectados a plataformas que supuestamente fomentan la socialización.

Y esta infantilización de la recompensa no es el único efecto nocivo: quizás el más preocupante es la polarización del pensamiento —que ha llenado nuestro mundo de pastillas rojas, como nos cuenta Julia Ebner en su interesante libro La vida secreta de los extremistas— y cómo las afinidades —concebidas por los likes a publicaciones y comentarios— hacen que visualicemos más, y de forma casi exclusiva, los posts de los amigos que piensan como nosotros. Esta endogamia solo puede acabar en enfrentamiento. En un momento del documental, el creador del sistema de publicidad en Facebook lo suelta sin reparos, con cara de pánico: este algoritmo descontrolado puede acabar en una guerra civil en Estados Unidos. QAnon ha logrado una influencia con las redes sociales que nunca hubiera conseguido en un mundo analógico; lo saben, lo explotan y se felicitan por ello.

La pandemia social

El algoritmo mató a las redes sociales y amenaza con devorarnos a todos. Los últimos diez minutos del documental provocan un gélido escalofrío, que te recorre el espinazo y te deja con la respiración entrecortada. «Quizá no sea para tanto», pienso al despertarme a la mañana siguiente; creo que esa frase ya la había dicho antes, a principios del mes de marzo de este 2020.

La pandemia de la COVID-19 nos ha hecho adelantar cientos de casillas en la carrera por la digitalización. La ley de Moore ha explotado por los aires con el Coronavirus. El futuro fue el 14 de marzo y lo que estamos viviendo ahora no sabemos de qué distopía se trata. Todo lo malo que estaba pasando en las redes sociales se ha elevado la enésima potencia. Hagamos examen de conciencia. ¿Cuántos de nosotros hemos compartido un contenido falso en estos meses? ¿Cuántos hemos comentando con mala baba en una publicación solo con haber leído un titular? Cada vez más ignorantes, más expuestos y dependientes. De la droga se sale —eso dicen—, pero ¿y de las redes sociales?

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Miguel Ángel Santamarina

Nací en Burgos, y ahora vivo bajo las palmeras de Almuñécar. Estoy prisionero en Zenda desde sus comienzos. No me canso de darle a la tecla. En breve, publico un libro de historia, mientras le sigo dando vueltas a mi primera novela.

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