Mueve los ojos todo el tiempo, golpea la mesa con los dedos y asiente en alto mientras hablas, como si quisiese saltar sobre tus palabras: Carla Nyman (Palma de Mallorca, 1996) se mueve rápido y nerviosamente, tratando de no dejar pasar ningún lance de lo que sucede a su alrededor. Ha publicado Elegías sobre un avión común (Torremozas), su primer poemario —sobre premios: fue finalista en el Adonáis y terminó haciéndose con el Gloria Fuertes de Poesía Joven—, pero insiste e insiste en que lo que a ella le gusta es escribir teatro. Ambicionando así la perpetuación del movimiento, este libro se erige como una anomalía dentro de su carácter: un espacio abierto y arenoso, un intento de reconciliar la idea del cambio con un cierto sentido del final. En el breve lapso entre lo que acaba y lo que está por comenzar, el lenguaje poético se abre paso para brindarle una nueva percepción del espacio que la rodea; para permitirle suspender el tiempo —aunque la suspensión sea breve, brevísima—.
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—Carla, empiezas despidiéndote: ¡un primer libro fundamentado en una serie de elegías!
—Es verdad que yo buscaba, temáticamente, despedir una etapa de mi vida. Creo que la infancia es un tema trágico porque su final implica una ruptura importante —respecto al diseño de un mundo perfecto, marcado por una serie de expectativas que más adelante no se corresponden con la realidad—. Elegías para un avión común arranca, para mí, en ese instante luminoso del cambio: la infancia se disponía como algo eterno, una suerte de paraíso perdido, mientras que ahora el cambio se convierte en la constante. Mi aproximación al asunto, pese a todo, buscaba escapar de lo trágico a través de la forma: es inevitable que lo elegíaco contenga ese elemento triste inherente a una despedida, pero yo quería trabajarlo desde cierta inocencia formal, un poco siguiendo la estela de poetas como Ada Salas, Berta García Faet o Ángela Segovia.
—El libro parte de un lugar en el que la infancia constituye todo el mundo conocido: el pasado es lo único que el poema conoce. La voz poética se coloca en un estadio de suspensión en el que el sujeto empieza a cobrar consciencia del otro y a ejercer como observador. Es curiosa la tensión que se plantea entre la agitación propia de este momento vital de cambio que describes y, frente a ella, un posicionamiento poético mucho más sereno que comprende que esa agitación también se está dejando cosas fuera.
—Creo que esto sucede porque el esfuerzo que hago se centra en observar la infancia desde fuera y meditarla. Trabajo mucho a partir de metáforas y la del avión común, que es un ave similar al vencejo, me sirvió como punto de partida para el libro. La particularidad de este pájaro es que, debido a la longitud de sus alas, cuando cae al suelo ya no puede reemprender su vuelo. Una vez, cuando mi hermana y yo vivíamos con mi madre en una urbanización de Sevilla, recogimos un avión común y lo lanzamos al aire para que pudiese volar de nuevo. Si lo pienso mucho caigo en que quizá pueda resultar una metáfora un poco blanda y cliché, pero me ayudó mucho a vertebrar lo que sería el ritmo del poemario, ese estado de suspensión al que te refieres. Es cierto que cada uno ha experimentado la infancia a su manera, pero yo la recuerdo como un espacio de desconocimiento de los códigos del mundo en el que, en esencia, todo estaba bien. Llegado cierto punto, uno entra en contacto con esos códigos; con la idea de la muerte, las formas en que la sociedad se estructura, las vías de las que disponemos para relacionarnos con los demás. Todo eso yo lo asimilo con la caída del pájaro al suelo. Cuando escribí el poemario creo que me encontraba en ese punto: me costaba mucho esfuerzo recuperar la inocencia previa, reemprender el vuelo.
—Me gustaría incidir en ese apunte que introduces sobre la infancia: es cierto que se dan unas condiciones materiales que condicionan tu mirada; así se filtra tu realidad sociopolítica en el poema. Como dices, no todas las infancias son iguales —sin necesidad de abandonar nuestro propio contexto geográfico, podemos encontrarnos con obvias problemáticas económicas o de violencia familiar—, pero tu manera de observar la tuya propia desde la lejanía revela también lo paradójico del privilegio llegado el momento en que las expectativas rebotan contra ti. Creo que esta cuestión es central a la hora de afrontar las condiciones materiales de nuestra generación, un tanto desvalida al no haber construido su identidad de forma funcional.
—Mi tutora en la Fundación Antonio Gala, María Zaragoza, subrayaba justo esto: mi mirada en exceso idealizada sobre la infancia. Me recordaba, en efecto, que no todas las infancias son tan bellas. Sin embargo, volvemos al tema de la infancia como limbo: creo que entonces viví una serie de acontecimientos cuya dimensión no comprendí porque no dominaba sus códigos. Simplemente me dedicaba a jugar con mi hermana; juntas en la habitación montábamos nuestras cosas y el tiempo se aplanaba. Con el paso del tiempo empecé a reconocer que sí habían sucedido una serie de cosas a lo largo de mi infancia gracias a la asimilación de esos códigos, y creo que es también por ello que surge la necesidad de volver la mirada hacia ella una vez fuera de su cápsula, ser capaz de reconocerse a una misma en aquellos años a pesar de estar ya en otro lugar distinto.
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—Formalmente, todo el libro se construye en base al choque entre el sujeto, la voz poética, y el mundo como manifestación de su experiencia concreta. De este modo se configura un universo particular que, pese a tener la capacidad de acercarse a una serie de elementos más o menos estructurales, está siempre ceñido a tu mirada.
—Esto me daba un poco de miedo. Me gustaría, en mi caso, que el yo poético pudiese fusionarse algo más con todo lo que sucede en el exterior, que no se plantease exclusivamente como una acumulación de vivencias personales. Creo que en algunos poemas busco de forma manifiesta volcar una mirada más neutra sobre la naturaleza, porque es cierto que me sobrevino con frecuencia el pánico a redirigir mi propia voz hacia mí misma constantemente. Esto puede parecer anecdótico, pero cuando escribía el poemario atravesé un momento complicado de ansiedad y empecé a hacer yoga con regularidad. Esa actividad me ayudó mucho a la hora de abrir un diálogo con mi entorno y con el silencio, dado que en mi cabeza ha habido siempre mucho ruido.
—Creo que logras que el yo poético no se ensimisme, sino que sea consciente de su marco como espectador y sujeto vivencial. Es un asombro de ida y vuelta: te asombras ante la grandiosidad de la naturaleza y de aquello ajeno a ti, y al mismo tiempo eso te descubre un asombro ante tu propio cuerpo que te permite abandonar un posible estado de apelmazamiento mental.
—Considero que vivimos una realidad muy frenética que hace que tengamos la cabeza muy embotada y llena de preocupaciones, que se vuelva muy complicado proyectar pensamientos más allá de nuestro día a día, de nuestras rutinas. También en aquella época, y buscando abandonar esa pesadez mental en la medida de lo posible, iba mucho a pasear a un parque que hay en Sevilla Este. Con el ejercicio de estas pequeñas rutinas buscaba, precisamente, desplazarme de los cauces prefijados de pensamiento, tomar distancia y aclarar ciertas cosas para darme cuenta de que todas estas preocupaciones y ansiedades distorsionan con violencia nuestra mirada sobre el mundo; también poner en valor el diálogo entre la quietud y ese movimiento constante.
—Más allá de la dialéctica entre el yo y la naturaleza, también propones otra —de índole similar— con el tú, que juega una importante labor a la hora de reanudar el movimiento en ese momento de tránsito entre la infancia y la vida adulta. El hecho de disponer de un tú sobre el que anclar tu mirada sobre el mundo en un momento dado también cobra importancia, es decir: la figura del otro se construye también como una entidad habilitante, capaz de configurar aquello que el yo acabará siendo.
—Me gusta, a través de la poesía, indagar acerca de temas como el vacío o la soledad. Creo que una manera pertinente de estudiar la soledad es en contraposición con una suerte de hedonismo que consiste en ofrecerte al otro y atender a sus reacciones, en trabajar la construcción del yo en espejo con lo que el otro pueda entregarte. Sin esa figura como contrapunto, las indagaciones sobre la soledad o la pérdida pueden provocar que el ensimismamiento crezca y, de pronto, te encuentres solo en medio de una serie circular de preocupaciones y problemáticas imposibles de desentrañar. Por eso considero que es tan importante abrir el poemario a todos los diálogos posibles.
—Volviendo a la paradoja inicial, este es un poemario elegíaco que, sin embargo, se encuentra invadido absolutamente por la vida: invitas, de hecho, a desbordar los límites del poemario, planteando la posibilidad de que las estructuras lingüísticas de la poesía no puedan contener aquello que tú pretendes referenciar. Todo esto está en diálogo con la escritura pero se halla fuera de ella, perteneciendo a un campo de acción que la literatura no puede hacer más que referenciar o acaso estudiar, pero nunca apresar. La vida trata de acceder al libro pero se encuentra con la barrera del lenguaje.
—Me haces pensar en el poema que dedico a mi hermana, en el que incluyo un verso entre paréntesis que dice (no su hermano de papel). Lo escribí antes de entrar en la Fundación Antonio Gala y en un momento en el que me encontraba al borde de abandonar el propio ejercicio de la escritura precisamente por esto que comentas: sentía la necesidad de experimentar la vida a través de unos códigos que la escritura no podía contener. Es cierto que la literatura es un proceso de descubrimiento, pero supongo que vivir es otra cosa más parecida a aquello que decía Huidobro: Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas! Hacedla florecer en el poema. Me planteaba entonces el sentido del acto de la escritura, buscaba comprender una serie de cosas y consideraba que escribir sobre ellas podría no ser la manera más adecuada de lograrlo. Al entrar en la Fundación Antonio Gala comprendí que la vida y la escritura no se excluyen entre sí. Volviendo a lo metafórico, ahora me gusta ver la creación poética como una especie de escalera de caracol a través de la cual, a medida que asciendes, te vas acercando lentamente al núcleo, al centro de aquello que tratas de comprender, aun sin llegar a comprenderlo del todo nunca.
—Tu libro, en lugar de estar pensado desde la superficie del poema o su disposición estructural —algo que la poesía joven española pone mucho en práctica—, se centra en trabajar un conjunto de campos semánticos propios a través del empleo de la metáfora y de un lenguaje muy específico que te permite acercarte a las cosas no frontalmente, sino por una especie de accesos supletorios hacia la realidad. Así, te encuentras periféricamente con las cuestiones que afrontas: la infancia, el amor, la muerte, el cuerpo o la naturaleza. No los explicitas, sino que los contienes en ese particular universo poético que habilitas mediante unos usos específicos de la lengua.
—Creo que, en general, trabajo mucho con imágenes y metáforas porque las considero formas muy próximas a los mecanismos mentales con los que trabajamos durante la infancia. Entonces jugábamos mucho por asociación, y creo que mi intento es más o menos ese, el de generar una duda constante sobre el lenguaje y replantearme si las palabras que solemos emplear nos proporcionan una vía directa a aquel lugar al que queremos llegar o si, al contrario, nos colocan una barrera delante. Me da mucho miedo explicitar las cosas precisamente por esto, por acabar cayendo en el lugar común, por acabar no diciendo nada.
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—Tu relación con la literatura evoluciona a través del poemario, mitificándola primero y arrebatándole después su posición privilegiada. Este proceso de desencanto conlleva una liberación correlativa: te distancias de la idealización y aproximas la literatura a un lugar más terrenal, relacionándola necesariamente con aquello que sucede fuera de ella.
—Es cierto que yo, desde muy pequeña, mitificaba la literatura e intuía que dentro de ella podrían hallarse todas las respuestas que buscaba. Al final, supongo que te das cuenta de que ni siquiera el que escribe sabe muy bien, en el momento de hacerlo, cuál es su propósito real. Tras la publicación de Paradiso, Cortázar escribió una carta entusiasta a Lezama Lima en la que hacía una lectura específica del texto y éste respondía que, más allá de lo que el libro le hubiese sugerido, lo que él pretendía era justamente eso: despertar lecturas diversas en cada lector, hacer que su trabajo interactuase con aquel que se aproximaba a él. Yo considero que los textos son muy porosos y que muchas veces escribimos sobre algo que un lector determinado puede conectar con otra cosa totalmente distinta. Con todo esto quiero decir que, al final, la literatura no es sino un dogma más; ¡la literatura no debe ser un lugar seguro!, más bien un diálogo abierto con una inquietud respecto al mundo. Creo que la literatura te devuelve un vistazo a todas las cosas que ella no puede contener.
—Sobre el tiempo: en Elegías para un avión común, el pasado juega un papel muy importante a la hora de maquetar e incluso someter al presente, pero hacia el final proyectas una suerte de futuro en el que todo el aprendizaje viniese dado, curiosamente, a través de un proceso de desaprendizaje, de un intento por recuperar los instintos de la infancia pero pulidos por un recorrido intermedio. Dibujas un horizonte de posibilidad que la voz poética pretende alcanzar en el que el tú, la naturaleza y el yo se integran para convivir con el recuerdo de la infancia de una manera saludable.
—Creo que es en los últimos poemas del libro cuando todo eso se ve de forma más clara: todo lo anterior ha sido un proceso intenso, lleno de agitaciones y cambios profundos; pero eventualmente llega el momento de reconocerse, de practicar un reconocimiento del yo en un contexto que, efectivamente, incluya al otro, a la naturaleza y al cuerpo de una misma. Es entonces cuando llega ese momento de paz. Por eso el libro se cierra diciendo las aves cuando migran / sobrevuelan el pacífico. Quiero reconocerme en ese lugar migratorio, en esa inquietud que implica no estancarse pero tampoco perderse en la ansiedad, sino encontrar la paz en su interior, en las aguas móviles de su propia agitación.
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Autora: Carla Nyman. Título: Elegías para un avión común. Editorial: Torremozas. Venta: Todos tus libros, Amazon, y Casa del Libro.
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