Fotograma de Pasión de los fuertes, de John Ford.
«Si por azar se tiene la película de una muerte, eso no obliga a emitirla; como conocer un secreto no obliga a revelarlo, ni poseer un conocimiento a divulgarlo siempre», sostiene Javier Marías en este artículo publicado en el año 2000.
En una de las mejores películas de John Ford y por tanto de la historia del cine, Pasión de los fuertes o My Darling Clementine, los hermanos Earp, que acarrean ganado, hacen un alto cerca de Tombstone. Los tres mayores se acercan hasta la ciudad a afeitarse y tomar un trago, y dejan al cuidado de sus reses al más joven, James. Al regresar en medio de una furiosa tormenta, encuentran su ganado desaparecido y al joven James muerto con una bota aún enganchada al estribo de su caballo. Desmontan alarmados los tres mayores, y lo primero que hace Virgil es soltar el pie del benjamín. Lo primero que hace Wyatt (Henry Fonda) es agacharse y poner su mano sobre la cara de James, sin tocarlo, como protegiéndola de la lluvia. A continuación Virgil o Morgan se quitan su chubasquero y cubren con él el cadáver. El gesto de Wyatt Earp o Henry Fonda es no de los más delicados que he visto en una pantalla, quizá por ser puramente instintivo y uno de los más inútiles: lleva la lluvia cayendo violentamente quién sabe cuánto tiempo, el rostro y el cuerpo del joven caído están empapados; la mano protectora que Fonda alza un instante para que las gotas no golpeen más las mejillas del muerto, en realidad no impide nada, como un paraguas en medio de un tifón marino. El gesto de Virgil o Morgan lo hemos visto mil veces en el cine, y alguna, por desdicha, también en la realidad. Lo primero que se hacía siempre a los muertos era cubrirles la cara.
He dicho bien, se hacía; ya no, en esta época infame. Recordarán que dos semanas atrás el comisario de policía Jesús García sufrió un infarto fulminante en medio de su declaración sobre el caso Lasa-Zabala. Y como las televisiones estaban presentes, filmaron —sin querer; no lo creo— su breve agonía y su muerte in situ. Después casi todas, incluidas unas cuantas extranjeras que en modo alguno seguían las vicisitudes de ese juicio, emitieron esas imágenes (luego, además de todo, unas vendieron y otras compraron). Las he visto en varias cadenas, la primera vez en el Telediario de TVE de las tres de la tarde, cuyos locutores advirtieron que eran «muy duras». Algunas, al parecer, las dieron íntegramente; otras la abreviaron o «suavizaron»; hubo la que «veló» el rostro del comisario en el momento de su muerte. Todas con más o menos hipócritas remilgos y dengues. También he leído artículos y declaraciones sobre el «conflicto ético» planteado, en periódicos que no tuvieron el menor reparo en reproducir en primera plana la foto del muerto en su muerte (El País, dígase en su honor, no la sacó, ni en portada ni en el interior). Hubo columnista perplejo, que se preguntaba si los responsables de un medio tenían «derecho a decidir lo que deben o no ver sus espectadores» y a vulnerar el de éstos «a una información veraz». Hace falta ser hipócrita e imbécil, las dos cosas juntas, porque todas las televisiones y radios y revistas y diarios están decidiendo continuamente qué dejan ver u oír o leer; y no sólo están en su derecho, sino que tienen el deber de hacerlo. Otro hipócrita imbécil, subdirector de informativos de no sé qué canal, manifestó: «Ha muerto un testigo mientras declaraba y tenemos la noticia. Hay que darla, pero sin editarla» [un anglicismo de imbécil para decir «montarla»]. «Hemos limpiado lo que… podría herir la sensibilidad de los espectadores y hemos hecho un edición» [de nuevo: «montaje»] «lo más respetuosa posible».
Resulta fatigoso y aun detestable vivir en una época en que hay que explicarlo todo. Esos imbéciles hipócritas estaban mucho más preocupados por la «sensibilidad» de sus clientes y la «dureza» de su mercancía que por el muerto mismo. ¿Ya no se acuerdan de por qué se ha tapado siempre el rostro a los muertos, de por qué Wyatt Earp protegió inútilmente de la tormenta el suyo, y Virgil lo cubrió con un chubasquero, cuando nadie más que ellos podía ya verlo? Un muerto está indefenso; un muerto no controla su aspecto, su último gesto, su expresión, su rictus, su putrefacción más tarde. Es el ser más indefenso, y nadie tiene derecho a mirarlo así, desprevenido. No se trata sólo de ahorrarles la impresión o la desagradable visión a los vivos, sino sobre todo de proteger al que muere de los curiosos o espantados ojos de esos vivos. Aquí no había «conflicto ético», qué pretensiones: si por azar se tiene la película de una muerte, eso no obliga a emitirla; como conocer un secreto no obliga a revelarlo, ni poseer un conocimiento a divulgarlo siempre; o como la posibilidad de algo no obliga a realizarlo. ¿De qué hablan esos hipócritas? Ni «editar» ni «suavizar» ni «abreviar» ni «velar». Lo único respetuoso, piadoso, digno y aun humano habría sido no hacer público ese vídeo. Habría sido lo único equivalente a cobijar de la lluvia con una mano y a arrojar un chubasquero sobre alguien tan indefenso que nunca más podrá mirar ni podrá verse.
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Artículo recogido en los libros de Javier Marías A veces un caballero (Alfaguara, 2001) y Donde todo ha sucedido: Al salir del cine (Debolsillo, 2007; Galaxia Gutenberg, 2014). Venta en Todostuslibros y Amazon
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