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RESIDENTE Nº 1992-UKR. MARGARYTA YAKOVENKO - Alberto Olmos - Zenda
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Residente Nº 1992-UKR. Margaryta Yakovenko

—Desencajada parte de una singularidad que conviertes en el eje del relato: tu nacimiento en Ucrania y posterior marcha a España cuando eras aún una niña, coordenadas que coinciden con las de la protagonista. No sólo tu país de procedencia resulta llamativo, sino el hecho mismo de que la hija de un matrimonio migrante escriba...

Tener algo que contar va siendo cada vez más prescindible a caballo de ese género autocomplaciente por antonomasia que llamamos autoficción. Margaryta Yakovenko lo practica en su primera novela, que se lee —quizá a su pesar— como una autobiografía necesaria. La autora, nacida en Ucrania, tiene realmente algo que contar. Desencajada es la voz de los hijos de la migración, el retrato de la burocracia en su vertiente más endiablada, un paseo por el escalón más bajo de la precariedad laboral y por el sueño más alto de la identidad nacional. Se buscan raíces y se acaba en el aire de los aviones, fuera de los mapas.

—Desencajada parte de una singularidad que conviertes en el eje del relato: tu nacimiento en Ucrania y posterior marcha a España cuando eras aún una niña, coordenadas que coinciden con las de la protagonista. No sólo tu país de procedencia resulta llamativo, sino el hecho mismo de que la hija de un matrimonio migrante escriba su historia. Hace años busqué españoles de origen chino que escribieran y me di de bruces con la sorpresa de que no lo hacían. Y es una comunidad mucho más numerosa que la ucraniana o incluso eslava en general. Me explicaron que estaban muy ocupados, estos hijos, estudiando y haciendo carrera, o trabajando en los negocios familiares —restaurantes—. De ahí que tu libro me haya parecido interesante ya sólo por lo que supone de testimonio. Entonces: ¿eras consciente de este vacío en la narrativa española, que no había narrativa española de hijos de inmigrantes? ¿Buscaste referencias, modelos, ejemplos en otras lenguas o de otros autores —en Estados Unidos hay muchos, claro, como Gary Shteyngart—?

"Muchos migrantes piensan que su labor aquí consiste en trabajar duro y hacer poco ruido, para pasar desapercibidos"

—Llegó un punto en mi vida en el que sentía que la literatura que leía no me estaba contando las experiencias vitales que yo había tenido. Aunque la ficción es ficción, no quiere decir que sea fantasía. Cada libro cuenta una realidad, y de pronto yo era consciente de que la mía no estaba siendo relatada. Empecé a interesarme por la literatura de migrados y exiliados. Leí a Chimamanda Ngozi Adichie. Leí a Zadie Smith. Pero ninguna de las dos terminaba de contar la historia que yo sabía que miles de extranjeros habíamos compartido. El relato de Chimamanda es interesante, pero no deja de ser una persona que migró tarde y para estudiar (lo que podría llamarse «expatriado» si nos vamos a los jóvenes españoles que se fueron con la crisis). Y Zadie Smith no dejaba de ser segunda generación, y contaba la historia de la segunda generación. Ella no había hecho el viaje. Probablemente si se pusieran a escribir sus padres el relato sería diferente. Luego cayeron en mis manos algunos libros de Serguéi Dovlátov, un emigrado soviético que no aguantaba el régimen. Supongo que todas esas influencias acabaron por animarme y decirme que sí, que había una historia, miles de historias, de migrantes que viven en España que no han tenido la oportunidad de alzar la voz. Porque no nos engañemos: escribir desde los márgenes es muy difícil. Me gusta lo que cuentas de los hijos de migrantes chinos. Además de que muchos migrantes piensan que su labor aquí consiste en trabajar duro y hacer poco ruido, para pasar desapercibidos, relatar un éxodo no es fácil. Puede dar vergüenza contar situaciones como las que relato en Desencajada, que es una forma de aglutinar esas historias de migrantes y a la vez denunciar el sistema y las absurdas leyes de extranjería. Luego está el tema de que muchos hijos de migrantes no llegan a tener las oportunidades suficientes para sentarse y escribir. Las aulas de los colegios públicos están llenas de niños extranjeros o descendientes de extranjeros, pero su cantidad va menguando conforme van cumpliendo años. En la universidad, con suerte, te encuentras a cuatro o cinco jóvenes extranjeros (no hablo de Erasmus). En el trabajo la criba es aún mayor. Puedo contar con los dedos de una mano los hijos de migrantes económicos con los que he trabajado en redacciones. Eso es tristísimo.

—¿Qué vínculos guardas con Ucrania? ¿Es un país cuya actualidad sigues o al que vuelves a menudo? ¿Lees literatura en ruso o/y ucraniano? ¿A qué crees que puede deberse la casi total ausencia de literatura rusa o ucraniana contemporánea en el mercado editorial español?

—Viajo cada año a Ucrania. En España, la única familia que tengo es a mis padres y a mi hermano. El resto de mi familia vive en Ucrania. Por suerte, mi madre es una persona muy familiar y nunca hemos perdido vínculo con ellos, a diferencia de la protagonista de Desencajada. He conocido a muchos migrantes de mi edad que, como Daria, llevan sin pisar su país de nacimiento lustros o décadas. Cortan de raíz los lazos, y en muchas ocasiones puede que sea lo más fácil y recomendable, pero desde luego no ha sido nuestro caso. Podría decir que la actualidad ucraniana me duele y me hiere de cerca. La guerra es una cuestión terrible que ya dura seis años. Yo vengo del este de Ucrania, somos rusófonos. Las guerras civiles son una barbaridad, un despropósito, y causan el doble de dolor.

"Me fascina el interés que hay en España en traducir del ruso una y otra vez los mismos libros que ya funcionaron"

En cuanto a la literatura, por desgracia no leo nada en ucraniano. Me fascina el interés que hay en España en traducir del ruso una y otra vez los mismos libros que ya funcionaron. ¿Cuántas versiones de Guerra y paz necesitamos? ¿Por qué no mira el mercado editorial lo que se está publicando ahora? ¿Y qué decir de la poesía? No nos saques de Anna Ajmátova y Marina Tsvetáyeva. Uno de mis poetas favoritos es Alexandr Blok, y creo que no hay nada suyo publicado en España. Al menos ahora se está publicando un poquito más a Bulgákov o al mismo Dovlátov, pero hay tantos que seguirán siendo desconocidos para el público… Quizá los estudios del mercado editorial dicen que si un libro no habla de mujiks y mide los kilómetros en verstas, no va a vender.

—Me ha llamado la atención de tu libro su impronta social: desde los trabajos de los padres de la protagonista (muy por debajo de su cualificación), todo un catálogo de oficios precarios, al clasismo, particularmente esa escena con otros niños rusos en un chalet. ¿Qué grado de denuncia querías incluir en tu novela?

—Quería relatar que la realidad de los migrantes no es el cuento de hadas que algunos partidos xenófobos intentan meternos en el cerebro con calzador. Ser migrante es duro. Llegar a un país sin nada es duro. Si encima no conoces el idioma, la dificultad aumenta por mil. Y los padres de Daria no llegaron en una patera. Su migración fue difícil, pero hay situaciones que son verdaderamente inhumanas. Decir que las personas que se juegan la vida lo hacen porque quieren “la paguita” del Estado es vil y despreciable. Desde luego, no es ser un buen cristiano, y mira que a los conservadores les encanta ir a misa. Y además es mentira: sin papeles no tienes acceso a ninguna ayuda de la seguridad social, y sin trabajo no tienes papeles. Es una regla de tres tan básica que no sé cómo hay gente que aún no lo entiende. Yo he estado en comidas familiares de españoles en los que se ha llegado a decir en mi cara que los inmigrantes vienen a vivir de las subvenciones y viven mejor que ellos. Por supuesto, a mí no me consideraban migrante porque soy blanca, hablo sin acento, tengo estudios y un buen trabajo. Esa es la denuncia que quería hacer con Desencajada. La protagonista viene de abajo; sus padres han tenido que realizar toda clase de sacrificios para que ella pueda estudiar; aun así, ella se ha encontrado con miles de trabas administrativas que le decían que no podía acceder a tal beca por ser inmigrante o que no podía opositar por no tener la nacionalidad. A eso se le llama racismo institucional. Ahora soy española, pero nunca dejaré de ser una migrante.

—Al elegir el formato autoficción para tratar estos asuntos personales, buena parte del libro se centra en la noción de identidad y en cómo se percibe uno si su origen se ha vuelto una leyenda o mito en lejanía, un recuerdo. «Para los exiliados, emigrados y peregrinos, la patria siempre será el camino», escribes. Es curioso que esos conceptos como Patria o Madre Patria que salen en tu libro no los tiene en cuenta nadie que resida en el país donde nació, salvo, diríamos, la derecha más tradicional. ¿Qué significa la búsqueda de una patria y la renuncia que propone tu libro a ser de ningún sitio?

"Creo que el mundo funcionaría mejor si cambiáramos el concepto de patria como Estado-Nación por el de hogar"

—En España el concepto de patria difiere bastante de la noción ruso-ucraniana. ¡Si hasta a la Segunda Guerra Mundial la llamamos «Guerra Patria»! Creo que nos inculcan desde pequeños que hay un lugar casi mitológico que los héroes antiquísimos cristianizaron, defendieron, conquistaron, construyeron y murieron por él, y que nosotros, sus descendientes, debemos estar orgullosos de poblar ahora aquella tierra. Ahora bien, ¿qué patria puede tener alguien a quien se llevan de su país con siete años y que pasa veinte viviendo en otro en el que tampoco la consideran una más? La patria de Daria debe ser inventada. La debe crear ella. Debe crear una pequeña patria que sea su hogar, pero no tiene que tener territorio ni mucho menos fronteras. Creo que el mundo funcionaría mejor si cambiáramos el concepto de patria como Estado-Nación por el de hogar, algo pequeñito que cada uno llevamos dentro y con lo que podemos reconectar en cualquier momento de incertidumbre. Echar raíces dentro de uno mismo y no asociarlo con un país, una bandera, un himno.

—Y otro tema que tratas en el libro es la culpa, mayormente la de la niña que piensa que sus padres dejaron su país por darle «un futuro mejor» y eso la obliga a sacar buenas notas y, naturalmente, a alcanzar un estatus mayor que el de sus progenitores en el nuevo país.

"Creo que todos los hijos de migrantes sienten esa presión de hacer las cosas bien"

—Creo que los padres de Daria considerarían como éxito que ella fuese feliz. La culpa, en este caso, es en ambas direcciones. Ella se siente culpable por haberles hecho emigrar y ellos por haberla dejado sola tanto tiempo en casa, por pasar tantos días trabajando o por haberle quitado la posibilidad de tener unos abuelos a cuya casa puedes ir a comer los domingos y con los que puedes cenar en Navidad. El núcleo familiar de Daria está lleno de culpas, pero no llegan a ser reacciones explosivas que viertan rabia sobre sus progenitores. Es una culpa que te va carcomiendo por dentro y cuyo dolor asumes. Por eso ella siente esa necesidad de buscar su propio camino, de desvincularse de su pasado cambiando de pasaporte  o yéndose a otro lugar a vivir. Como una vez decidieron por ella, ahora ella siente la necesidad de decidirlo todo. Por otro lado, creo que todos los hijos de migrantes sienten esa presión de hacer las cosas bien. Si pones en una balanza el esfuerzo de tus padres, claramente debes hacer algo para que no se desequilibre. Y no porque ellos te lo pidan: lo asumes de forma natural como un rol que cumplir. Piensas que, al menos, es una buena forma de agradecerles el esfuerzo.

EXTRACTO

Cuando llegamos a la casa, un adosado de dos pisos con muebles de mimbre en la terraza, descubro que no es una familia sino dos que han ido de vacaciones juntas. Creía que podría hacer nuevas amigas pero me encuentro con dos chicos de mi edad y una niña de ocho años que no me resulta interesante y que habla con un tono nasal y demasiado agudo. Ellos también hablan raro, con una cadencia que no sé identificar. Descubro que son moscovitas, nunca he conocido a unos rusos de verdad y por un momento me interesan sus vidas. Ellos se ríen cuando les pregunto si van en metro al colegio y me dicen que tienen chófer. Yo pregunto qué es un chófer. Se ríen más fuerte. «¿Dónde aprendiste ruso?», me pregunta el moreno cuando estamos los cuatro en la piscina. Yo digo que en mi casa se habla ruso. «Eso que hablas ni siquiera es ruso», dice el rubio. Se ríe. El moreno se ríe también y pega una palmada en el agua, que me salpica en los ojos. La niña se ríe y me dice: «Pronuncias mal las palabras, ¿no fuiste al colegio?» Yo les digo que además de ruso sé español y ellos no. «Si te digo una frase, ¿me la traduces?», dice el rubio. Es el más guapo de los dos y desprende confianza cuando habla. Yo quiero parecerle simpática, quiero que se fije en lo bien que me queda el biquini recién estrenado y le digo que sí, que puedo traducir cualquier cosa. Él suelta: «¿Cómo se dice «eres estúpida» en español?» El moreno vuelve a reírse a carcajada limpia. Les odio. No quiero estar allí, pero mi madre aún no ha terminado de trabajar, así que me doy la vuelta y me dirijo a la escalerarilla de la piscina para salir. Ellos gritan a mis espaldas.

Tras secarme con una toalla entro en la casa y busco a mi madre. Está en la planta de arriba, limpiando el baño grande que tiene jacuzzi. Le pregunto si le queda mucho para acabar y me dice que unos cuarenta minutos. «¿Te lo estás pasando bien?», pregunta. Yo digo que sí. En el baño huele a lejía y veo que mi madre tiene los ojos rojos. Yo me pongo a estornudar y ella me dice que salga de ahí, que baje a jugar. En la escalera me encuentro a la niña odiosa. Me pregunta si quiero un helado. «¿Podemos coger uno?», pregunto. «Claro, es mi casa», dice ella. En la cocina me saca un Magnum almendrado y ella coge un cono de fresa. Aún tengo esperanza de que el día mejore. Me dice: «No les hagas caso, son estúpidos», mientras lame el cono de fresa, que empieza a derretirse y a resbalar en forma de riachuelos rosas que acaban goteando sobre los azulejos marrones del suelo. «Lo estás manchando todo», le digo. Ella mira el pequeño charquito y se encoge de hombros. «Ya lo limpiará tu madre». Yo le digo que no, que no creo que mi madre deba limpiar eso porque eso lo acaba de manchar ella y debería coger una servilleta y limpiarlo. Ella deja de lamer el cono y me mira. Después dice: «Claro que lo limpiará tu madre, para eso le pagamos.»

Desencajada, Caballo de Troya, pp. 61-63

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Autor: Margaryta Yakovenko. Título: Desencajada. Editorial: Caballo de Troya. Venta: Todostuslibros

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Alberto Olmos

Alberto Olmos (Segovia, 1975) es escritor y columnista. Ha publicado nueve novelas, entre las que destacan Trenes hacia Tokio (2006), Alabanza (2014) o Irene y el aire (2020). Su primer libro de relatos se tituló Guardar las formas (2016), y su primer ensayo, Vidas baratas: elogio de lo cutre (2021). Es premio Ojo Crítico RNE de Narrativa (2009) y I Premio David Gistau de Periodismo (2020). Escribió y locutó el podcast sobre literatura Todo está en los libros (2022). Vive en Madrid.

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