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Vigésima sombra: Tarancón. Febrero de 1588 - J.C. Pursewarden - Zenda
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Vigésima sombra: Tarancón. Febrero de 1588

Recitar arcanos de estirpe pagana en los montes de Venus, leer súbitamente jeroglíficos perdidos en el delta del pubis al calor de una respiración. Erguirse otra vez para poner una canción junto a los vellos de la nuca y contemplar cómo las palabras mecen la piel y la estremecen de un modo que recuerda al...

El cuerpo de la joven se tensa como un arco que bien podría ser el de Cupido y haberle herido, pero el poeta lo desarma y lo toca, sin temor, acostumbrado a la lira, y busca un sonido dulce de música que emerja de esta belleza, de este cabello de color y olor de trigo, una canción que afine los sentidos y excite el tacto… Los dedos se mueven incandescentes, recorren el torso y acaban desnudándola con pericia, dibujando caricias que semejan sílabas en la blanca piel que ama por primera vez. Blanca como papel en el que para ella escribe nuevas vocales húmedas y profundas que precipita su pensamiento cargado de lluvias y también algunas nuevas consonantes que sus labios pintan o dejan posarse sobre poros sensibles, como ahora, en los hombros, en las costillas, en el nacimiento de los pechos. Forma palabras de un dialecto secreto, lúbrico, dueñas de un éxtasis que paraliza, que se declinan con la lengua hacia las ingles; conjuros antiguos, filtros de amor, voces poéticas de los dioses que aturden con magia irreparable el entendimiento y lo velan en el instante de ser pronunciadas. Oh Leda, Europa, oh Danae, oh Calisto…

Recitar arcanos de estirpe pagana en los montes de Venus, leer súbitamente jeroglíficos perdidos en el delta del pubis al calor de una respiración. Erguirse otra vez para poner una canción junto a los vellos de la nuca y contemplar cómo las palabras mecen la piel y la estremecen de un modo que recuerda al viento sobre el pasto en la llanura. Quebrar luego el horizonte conocido con los yambos, usar la métrica y calzar los pies homéricos para llegar más lejos, derribar con los extremos de los versos las últimas murallas de la ciudad, donde el amor se precipita, palabras al asalto en seductora formación, como guerreros en marcha sintiendo el corazón entre tambores y pífanos que quieren alcanzar la música de las ninfas de los ríos. Acariciar con dedos rítmicos, dáctilos, trocaicos, coriámbicos, los secretos senderos hacia el manantial oculto entre las piernas que humedece los muslos, entrar en la ciudad sitiada justo antes de que se entregue por el amor sin dueño, caballo de Troya cantado en susurros al ritmo en que entrechocan lejanas corazas, lejanas en el tiempo, lejanas en la piel donde resuenan de nuevo los tambores de guerra mientras los dioses sonríen y gozan del juego de dados de los corazones. Escalar a la acrópolis del cuerpo en el tumulto de los besos, empapado, para creer que un cielo en un infierno cabe, profanador, ladrón, amante, desterrado y raptor, poeta al fin cuando lame sus labios y roza los pezones con las yemas frías y sus manos después exprimen los dos pechos dulcemente y se pierden hacia arriba en la tersura que los eleva hasta la garganta… ¿Qué me quieres, amor, qué me dices?, jadeando. Ambos toman aire, cantar y saltar desde la roca más alta, con la respiración agitada. Se aman hace largo rato, por primera vez. Se lanzan hacia el mar indomable donde los dioses líquidos escriben con tridentes su deseo salado, insoportable, que no calma la sed ni el sexo sacia.

"La joven deja entonces que el escalofrío que acompaña a la idea de ser devorada, penetrada y embrujada a un tiempo le recorra la espalda sudorosa"

Los besos en el cuello son hambre abstracta, una saliva espesa que refleja la luz sobre la piel y tiene un eco eléctrico en la erección salvaje que lleva tanto tiempo golpeando una vez y otra vez dentro de ella, removiendo las arenas de sus dunas, despegando en cada golpe como un mero esmalte su educación estricta de dama de corte, en cada empellón y para siempre, olvido. Mi dulce dios, Olvido, respírame, no calles. Él susurra: para siempre y derrite su resistencia, aviva el fuego incontrolado que le ha impulsado a dar la espalda a su propia familia y huir en brazos de su amante poeta. En esos brazos se abandona hoy, con una entrega melífera, que produce una dulzura que no es de este mundo, el aguamiel divino que Lope liba de su piel y de su boca y de su corazón y de su sexo. La joven deja entonces que el escalofrío que acompaña a la idea de ser devorada, penetrada y embrujada a un tiempo le recorra la espalda sudorosa, y hacia abajo, desde la nuca, lentamente hasta la grupa, donde su hombre cabalga, sobre la piel temblorosa de las nalgas. Hay humo en la pasión, se eleva hasta lo alto y escribe y borra volutas inconfesables, densas, calientes, embriagadoras. Los amantes se giran al unísono sobre las sábanas. El poeta le susurra fuegos de palabras al oído, que ruedan como antorchas en un trigal. Las caricias entonces se convierten en llamas que avanzan sobre el paisaje de su piel. El éxtasis se eleva hasta las nubes que circundan una montaña de placer, amor, volcán sin límite que estalla en su interior y le obliga a gritar, mientras danza de una forma salvaje que jamás aprendió ni pudo haber imaginado. Entonces el poeta se desboca y estalla dentro de ella, la abraza y se derrama en silencios líquidos, insólitos, voces sordas, y ella los siente gritar debajo de sus montes, arder en su interior, sacudirse como terremotos, y después, lentamente, escribir con la dulzura de su alma un camino sin fin, hágase en mí según tu palabra, que recorre toda la tierra exhalando con ella un vapor mágico, una brisa que asciende y huele a milagro, como la primavera. Divinos se rinden, humanos se besan. Isabel se siente niña, durante un segundo. Y esposa para siempre durante un segundo. La sed trasnochada que ambos bebían amanece. Agotada, sorprendida, flotando todavía entre palabras fragantes como flores, se abraza a Lope y se abandona al sueño, que también es un dios.

"Entre ellos hubo una batalla cruenta de palabras de la que le han quedado cicatrices. Se tienta con las manos, buscándolas"

Lope la acuna con teamos, pero él no puede dormir todavía. Se sienta luego en el borde del lecho, tan desvelado como deleitado. Comprende en ese instante que solo huye. De la Justicia, y de Elena, Elena Osorio, como de una maldición. Entre ellos hubo una batalla cruenta de palabras de la que le han quedado cicatrices. Se tienta con las manos, buscándolas. No las halla en puntos vitales. Sonríe. Le vienen a la cabeza sus últimos versos. Le avergüenza pensar que es Elena quien habita en ellos. No todavía Isabel:

No te ahuyentan las leguas de camino,
ni extingue el fuego este aguacero intenso.
Mi corazón no esfuma cual incienso
tanto dolor y amor cruel y contino.

Es medianoche ya en la casa de paradas alquilada como posada al desterrado. Isabel duerme, cálida y hermosa a su lado, con el sabor reciente de sus besos y la inocente promesa de matrimonio en sus labios. Y Lope sigue despierto, insomne, con la cabeza hirviente de endecasílabos por todo lo que ha vivido en las últimas semanas. Chocan los versos como espadas, los sentimientos que se superponen arrancan el pellejo a los poemas. La confusión es tal que ninguna voz gana la batalla de momento.

Se siente, por un lado, un juguete en manos del destino, y se rebela como haría un personaje más de una comedia propia. ¡Cómo le gustaría aplaudirse en medio de esta oscuridad, desterrado y raptor, fugitivo y amante! Pero no es su afilada pluma la que escribe esta historia, o al menos no toda la historia. Hace solo tres días que dormía en una celda, preso.

"Pena de muerte y pena de vida en la misma jornada. Lope huye de su desgracia, pero cabalga hacia ella misma al tiempo"

Salió de allí no gracias al ingenio ni con versos declamados, que se los quitaron todos por reincidente en el último registro, sino sentenciado: le han impuesto el destierro de ocho años sin aparecer por la corte —más otros dos por el reino de Castilla— bajo pena de su propia vida o un futuro de galeote. Por otro lado, el impulso aventurero y unas espuelas de lascivia le han llevado a apoderarse del corazón de la hija del rey de armas de Felipe II, la bella e inocente Isabel de Ampuero, a la que ya ama hasta la médula. Pena de muerte y pena de vida en la misma jornada. Lope huye de su desgracia, pero cabalga hacia ella misma al tiempo. Tiene veinticinco años y lleva mal, extremadamente mal, tanto las derrotas de cupido como el dictado de nadie, ni que sea la Justicia. Y tiene enemigos, cada vez más: ¿qué hombre digno de serlo no los convoca?

 

Una denuncia bastó, el 29 de diciembre, para dar con sus huesos en el calabozo. Fue por culpa de unos versos zurdos, satíricos, punzantes, bien hirientes, que hizo circular por toda la corte y que sus protagonistas tomaron por ¡un libelo…! Eran afilados, estaban tan bien tirados como una estocada, que dejará cicatriz en la reputación de Elena, la que le despreció y era su amante, y en la de toda su familia de malditos cómicos. Paladea Lope:

Los que algún tiempo tuvistes
noticia del Lavapiés,
de hoy más sabed que su calle
no lava, que sucia es;
que en ella hay tres damas
que, a ser cuatro como tres,
pudieran tales columnas
hacer un burdel francés.

Y pensando en ello sonríe para sí:

—Libelo, dicen, cual si fuera prosa, cuando es pura venganza y es sabrosa.

Vive rápido, rima y ama veloz. Mientras escuchaba la sentencia ya tenía preparado el rapto de Isabel, la bellísima hija de don Diego de Ampuero y Urbina. Palabras mayores. Contra el consejo de sus mejores amigos, Lope, no. Lope, no. Él la ama, sí. La convenció, sí. La lleva con él al destierro, sí. ¿Será de veras rapto si la mujer accede? ¿No se vengará la poderosa familia? Y aunque debiera lamerse algunas heridas junto a la demolida Troya que ha supuesto la querella con Elena, que le llevó a la cárcel, nada le detendrá. Su viejo amor burbujea en burlas y canciones. Su amor nuevo es viento fresco que hincha las velas de su corazón y de su olvido, aunque hubiese riesgo de naufragio.

Dulce, atrevido pensamiento loco
¿adónde te levantas por mi daño?
Ligeras alas de un gustoso engaño,
¿adónde me lleváis? Tened un poco.

"Ella está loca de amor. Lope contempla su respiración"

Isabel, Belisa, duerme. Llevaba meses rondando su ventana, varios sonetos y romances han entrado por debajo de su puerta y de su falda. Con ellos se introdujo secretamente en su vida, en sus sueños, en su alcoba. Las palabras parecen hormigas minúsculas en el papel, pero no son inofensivas. Incendian la mirada, provocan sentimientos que despiertan huracanes. Derriban murallas y abren arcas de caudales. Susurradas entre caricias junto a los labios de Isabel unas estrofas han obrado como llaves contra las que no hay cerradura ni cerrojo imposible. Ella está loca de amor. Lope contempla su respiración, el apacible abandono de la mujer dormida que representan esos pechos tan dulcemente amados, el tierno vaivén de su piel cálida y blanca.

Pero el sueño le rehúye. Lope se viste y sale, la deja durmiendo, con un beso sigiloso. Llega hasta uno de los salones junto al patio y saluda a Gaspar de Porres, su amigo, que alquiló para él esta casa de parada, y aún vela sentado en un cómodo butacón frente a la chimenea.

—Gaspar. ¿Despierto? —el otro vuelve la cabeza y le mira.

—Lope, ¿cómo estás? ¿No puedes dormir? —responde el empresario teatral y editor—. Toma la jarra, aún debe de quedar algo de vino.

—Mejor será —apura de un trago lo poco que queda y arruga el gesto—. Poco más que poso, ¡puaj! —escupe al fuego y luego le palmea en el hombro— ¿Y Claudio?

—Ha ido a la taberna, si quieres ve. Yo me arrebujo aquí.

—Qué haría sin ti, mi más querido amigo. Tantas cuitas y este talento mío para los enemigos que supera al de escribir comedias —sonríen. Lope se ajusta la espada ropera y recoge la capa de un sillón.

—Corto sería tu ingenio, amigo mío, si carecieras de alguna envidia y detracción, que de eso solo se libran los ignorantes. Ve con Dios.

—Queda con él.

Sale a la noche. Hace frío. Se emboza. La luz de la taberna está próxima. En la calle, la mirada torva de un par de parroquianos. Él destapa el mango de su espada y saluda, buenas noches. Los otros responden, buenas. Entra en la taberna. No más de diez personas. Claudio Conde, el amigo de su infancia, le reconoce de inmediato. Le saluda con los ojos achispados y le hace señas de que se acerque. Comparte mesa con dos parroquianos. La tabernera le mira con deleite, a unos pasos. Él pide vino, del bueno, y avanza hacia la mesa. Saluda, se sienta y se sumerge en las risotadas del grupo.

******

Al día siguiente amanece soleado. De mañana Isabel piensa ir a misa. Lope decide darse antes un baño.

(Claudio, Lope, Isabel y Rosana, hija del dueño de la casa) 

(Cuando ha pasado un rato y el agua se entibia, el poeta sale y se seca. Con solo las calzas puestas, grita para que retiren el baño).

(Asoma CLAUDIO en la estancia) 

CLAUDIO: Señor, ¿llamáis?

LOPE: A ti no.

CLAUDIO: ¿A quién entonces llamabais?

LOPE: A la chica que rondabais

ayer cuando amaneció.

CLAUDIO: ¡Pues sí que estabais despierto

antes de cantar el gallo!

LOPE: Y escuché vuestro desmayo.

CLAUDIO: Eso… no debe ser cierto.

LOPE:  ¿No?

CLAUDIO:  No.

LOPE:  ¿Por qué?

CLAUDIO: Porque no.

(Entra la criada, ROSANA)

ROSANA: ¿Me llamaba usted, señor?

LOPE: ¡Ya no sé si te llamaba!

(melosa y coqueta, a Claudio, que responde con un guiño)

ROSANA: ¡Hola, Claudio!

(a Lope)

¿Qué mandaba?

LOPE:  ¡Ah!, mi baño. Terminé.

(Lope se calza en una butaca, distraído)

ROSANA: Yo más agua calenté

por si Claudio se animaba.

LOPE: Chiquilla, en esto no fallas:

si le traes a este valiente

agua que esté bien caliente,

más ardoroso no lo hallas.

ROSANA: Presto vuelvo. Bien caliente.

LOPE: ¡Será el agua!

ROSANA: (saliendo)  ¿Qué si no?

LOPE: ¡La que el agua calentó!

(Señala a Claudio, riendo) ¡La que calienta tu mente

y esta mañana cayó!

¿Alguna otra calentura?

(Claudio, molesto, empuja a Lope hacia la puerta para que se vaya)

CLAUDIO: Llegáis tarde a ver al cura,

idos, que ya sigo yo.

(Lope para, está sin vestir)

LOPE: ¡Pero dejad que me vista!

Mientras me pongo el jubón

traed mi viejo ropón

y os dejo con la conquista…

CLAUDIO (murmura, impotente. Sale): Ser amigo de un poeta

es muy buena penitencia,

¡si me sobrara paciencia…!

(Sale Claudio, Lope, con gesto coñón).

LOPE: Qué perdición tan completa

este amor intempestivo

y este carácter festivo,

que a nadie, nada respeta.

El corazón, qué veleta

que gira dentro del pecho,

tuerce cuanto está derecho.

(Aparece Rosana)

ROSANA: Traigo el agua en la cubeta,

(habla con énfasis) toda, toda bien caliente.

¿No está Claudio?

LOPE: (irónico) Tarde llegas.

ROSANA: (quedona) Iba a darle algunas friegas

por la espalda y por el frente.

LOPE: ¡Qué mala suerte!

ROSANA: ¡No creo!

Yo le vi muy excitado.

LOPE: Puedes darme a mí el sobado

si no vuelve tu Romeo…

ROSANA: Si el señor me necesita…

LOPE: Es muy bueno para el cuello…

ROSANA: Pues apártese el cabello

que le unto…

LOPE: ¡Ven, bonita!

ROSANA: El sobeteo es deleite

con el calor de este aceite.

LOPE: No digas más, jovencita.

(le masajea la nuca. Lope cierra los ojos)

ROSANA: ¿Bajo luego por la espalda?

LOPE: La espalda y más allá duele.

Baja tranquila hasta que le

notes subir por la falda.

ROSANA: ¿A quién, señor? No le entiendo.

(Entra deprisa Claudio, con el ropón. Se sorprende)

CLAUDIO: ¿Merezco yo este desplante?

LOPE: (da un respingo, responde a Rosana): A Claudio.

(Luego saluda) ¡Hola, Claudio! Mira,

aunque parezca mentira

el sobeteo es calmante.

(Aparece ISABEL por la otra puerta, a buscar a Lope para ir a misa, con mantilla y todo)

ISABEL: ¿Quién es esa descarada?

(Lope se sorprende de verla)

LOPE: ¡Isabel!

ISABEL: Hola, amor mío.

LOPE: Es un loco desvarío

de Claudio, muy bienhallada.

Eso sí, da buen frotaje.

ROSANA (alza las manos, indignada): ¿Desvarío yo? ¡Qué loco

pudiera acertar tan poco

si cuidara su lenguaje!

LOPE (alza un dedo admonitorio): Un dramaturgo de fuste

además de un gran poeta.

ROSANA: Un poeta de corneta

si dais por bueno ese embuste.

LOPE (agita un dedo acusador): No escribirás tú comedias

y buscas en Claudio amigo

para que monte contigo

las obras que no remedias

escribir.

CLAUDIO (le tira el ropón): ¡Lope, ya basta!

Hacéis heridas veloces

mas las hacéis con las coces

de algún pollino sin casta.

ISABEL: Lope, ¡qué burro!

LOPE: Me aburro.

Y me pareció muy suelta

en réplicas, desenvuelta

y cálida en el susurro.

CLAUDIO: Lope, no sigas…

ISABEL: ¿Cálida?

LOPE: (mira a Rosana con nueva luz) Será que tiene talento

para actriz de drama y cuento,

aplomo, tablas, voz válida…

ROSANA: (emocionada) El teatro era mi sueño,

tablas llenas de misterios

duelos, celos, vituperios,

amores de noble empeño…

CLAUDIO: Ay, Rosana.

ISABEL: ¡Qué bien habla!

LOPE: Etimologías griegas

y encima da buenas friegas.

Buena actriz, mejor diabla.

En destierro te contrato.

Adonde nos lleve el sino

tú, con Claudio, amor divino

y con Lope, gran teatro.

Lope escribía esto sobre unos folios apoyados en la tabla atravesada sobre la bañera. Notó el agua fría y releyó, tachando, tachando, tachando, tachando lo escrito, que no le gusta. Al final aplasta los papeles con el puño y los arroja al suelo. Se levanta. Coge un lienzo para secarse y grita:

—¡El baño! ¡Rosana!

Y después de unos segundos:

—¿Me llamabais?

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J. C. Pursewarden

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Josey Wales
Josey Wales
1 año hace

Me uno a la recomendación, y aún digo más: a Lope de Vega y esos otros autores que cita Doña Beatriz deberían ser leídos en la escuela, incluso por los maestros. Llámenme facha, gracias.

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