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Necrofilia - Zenda
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Necrofilia

El cementerio Acatólico de Roma Al fin llego a la via Cayo Cestio y las paredes, pintadas de rosa, contienen grafitis. Entre espesos muros de piedra que datan de la época imperial, me encuentro con el cementerio Acatólico de Roma. Reposan en él cuatro mil difuntos de todas las razas y nacionalidades desde que el...

El cementerio Acatólico de Roma

Continúo caminando por las calles de Roma con mi bolso de tela vaquera y asas de cordón negro. Llevo dentro mascarillas, un bolígrafo Caran D’Ache y cuatro libros: la guía Roma insólita y secreta; la antología de Valverde y Panero Poetas románticos ingleses; Ariel, biografía de Shelley escrita por André Maurois y las Memorias de los últimos días de Byron y Shelley, del aventurero Edward John Trelawny.

Al fin llego a la via Cayo Cestio y las paredes, pintadas de rosa, contienen grafitis. Entre espesos muros de piedra que datan de la época imperial, me encuentro con el cementerio Acatólico de Roma. Reposan en él cuatro mil difuntos de todas las razas y nacionalidades desde que el papa Inocencio XIII cediera el terreno para sepultar a los infieles. También se le llama cementerio Protestante, o cementerio de los Ingleses, pues la mayoría de sus moradores son británicos. Yacen aquí el político Antonio Gramsci, el novelista Carlo Emilio Gadda, Augusto von Goethe —hijo del autor de Werther—; los poetas John Keats y Percy B. Shelley y el citado Edward John Trelawny. ¿Quién fue Trelawny…?

"El cementerio Acatólico es un paraje mágico donde se respira paz"

Todo esto lo leo en la guía, claro, pero no trato de encontrar tumba alguna, sino que me dejo llevar por mis pasos, que marcan el camino de modo inefable en esta tarde de Ferragosto. Son las dos en punto, hace treinta y seis grados y la humedad es del sesenta y nueve por cien. He venido adrede a la hora de máximo calor, en un día festivo para no encontrarme a nadie. No es que desprecie a los turistas, en absoluto: me considero uno de ellos, pero hoy el ruido y la gente convertirían este lugar en algo distinto.

El cementerio Acatólico es un paraje mágico donde se respira paz. El tiempo parece detenerse mientras recorro las angostas calles flanqueadas por setos bajos, macizos florales, cipreses, pinos, palmeras… Los árboles que se elevan al cielo, unidos al verdor, confieren al lugar un aspecto entre mediterráneo y anglosajón.

El silencio es total cuando llego a la tumba del poeta Percy Bysshe Shelley, fallecido el 8 de julio de 1822. Había salido a navegar por el golfo de La Spezia en el velero Ariel, junto a su amigo Edward Williams, oficial de la armada británica, cuando los sorprendió una tormenta que hundió el barco. Los cuerpos de ambos y el de un marinero que los acompañaba aparecieron días más tarde a varios kilómetros de distancia, en las playas de Viareggio.

Muro exterior del cementerio Acatólico de Roma

Pero no quiero escribir sobre Shelley ni sobre Byron, ambos demasiado conocidos. Hoy mi protagonista será Trelawny, amigo de los dos poetas, a quien nadie recordaría como escritor de no ser por ellos. A diferencia de Byron y Shelley, aristócratas, Trelawny nació en el seno de una familia humilde y se enroló en la marina a los trece años. Pronto desertó para convertirse en un pirata que navegó por el Índico desde la India hasta Java, Madagascar o las islas Carolinas, viviendo aventuras picarescas sin cuento: lances amorosos, motines, abordajes, batallas a cañonazos. Era, por así decirlo, la encarnación cómica del héroe creado por Byron en su poema “El corsario”, que más tarde imitaría Espronceda en la “Canción del pirata”.

Nada más conocer a Shelley y a Byron, Trelawny se convirtió en su sombra: los seguía a todas partes; conversaba con ellos; se vanagloriaba de ser su amigo; trataba de imitar su literatura… Desaconsejó a Shelley hacerse a la mar sin saber nadar, pero el poeta no hizo caso a nadie, porque vivir, soñar o morir eran para él casi la misma cosa. Así lo afirma en su “Oda al Mont Blanc”, traducida por Leopoldo Panero: Dicen que los resplandores de otro remoto mundo / visitan nuestras almas al dormir; que la muerte / es un sueño habitado y un vivir más profundo (…). ¿Sueño acaso y el mundo es solo una apariencia / que en círculos de magia se abre al alma dormida?

"Los poemas aparecieron doblados y guardados a toda prisa, como si los hubiera leído justo antes de morir bajo las olas"

Fue Trelawny quien reconoció el cadáver de Shelley, ahogado en Viareggio aquel verano de 1822. La cara y las manos habían perdido la carne, pero su figura alta y delgada y la levita en cuyos bolsillos guardaba las tragedias de Sófocles y los poemas de Keats resultaban inequívocos. Los poemas aparecieron doblados y guardados a toda prisa, como si los hubiera leído justo antes de morir bajo las olas.

Más tarde, el aventurero solicitó autorización al Gran Ducado de la Toscana para incinerar el cuerpo de su amigo en la playa. Acudieron al lugar, junto a Trelawny, Lord Byron y el crítico literario Leigh Hunt, que tardaron casi una hora en encontrar el cuerpo, enterrado por Trelawny días antes para preservarlo de los picotazos de las gaviotas. Así lo cuenta el aventurero en un tono que podría calificarse de tragicómico:

La grandiosa y solitaria playa armonizaba tan perfectamente con el genio de Shelley que casi imaginé su espíritu volando sobre nosotros. El mar, con las islas de Gorgona, Capraia y Elba, se extendía ante nuestros ojos. Al fondo se divisaban las marmóreas crestas de los Apeninos.

El ruido seco que siguió al golpe del azadón nos sobresaltó. Habíamos tocado el cráneo y el cuerpo no tardó en aparecer. La descomposición lo teñía de un oscuro y fantasmagórico color índigo. Byron me pidió que le reservara el cráneo, mas al recordar que antes había usado otros como copas de vino, decidí que el de Shelley no sería objeto de semejante profanación. Tomamos la precaución de coger trozos de madera grandes (…). Una vez avivado el fuego, rociamos el cuerpo de Shelley con más vino del que había consumido en su vida. El vino, sumado al aceite y a la sal, hacía que las llamas temblaran y crepitaran. El calor del sol y el fuego era tan intenso que el aire se tornó nebuloso y trémulo. El cadáver se abrió por la mitad, dejando el corazón al descubierto. El hueso frontal del cráneo, acaso alcanzado por el azadón, se partió en dos y, mientras la nuca reposaba sobre la parrilla al rojo vivo, los sesos literalmente bulleron e hirvieron durante largo tiempo, como si se estuvieran cocinando.

"Cuando al fin se disolvió la humareda, entre el cráneo y los trozos de hueso que no habían logrado reducir a cenizas, estaba el corazón del poeta, intacto"

Según sigue contando Trelawny, Byron, para no contemplar el espectáculo, puso como pretexto que hacía un calor terrible y se marchó a nadar. En cuanto al crítico Leigh Hunt, presa de arcadas por el hedor, no salió de su carruaje. Ambos dejaron solo al aventurero, rociando el cadáver con litros y litros de vino y aceite, que provocaban vaharadas de humo insoportables. Cuando al fin se disolvió la humareda, entre el cráneo y los trozos de hueso que no habían logrado reducir a cenizas, estaba el corazón del poeta, intacto, incorrupto, incólume: momificado.

En ese momento, Trelawny, maravillado, embelesado por lo que ven sus ojos, se acerca a la pira funeraria y trata de coger el corazón, pero se pega tal quemazo en la mano que lo suelta y el órgano sale volando en medio de maldiciones y aullidos de dolor. Leigh Hunt, con un pañuelo sobre la nariz para evitar la pestilencia a barbacoa, asoma la cabeza del carruaje, espantado.

El funeral de Shelley, Louis Edouard Fournier, 1889

En la actualidad el cementerio Acatólico se encuentra atestado de tumbas, pero cuando murió Shelley no había apenas. Uno podía comprar pequeñas parcelas, y así lo hizo Trelawny: compró una parcela para él y otra para su adorado poeta, y plantó en ella altos cipreses.

"Una tempestad inesperada, un cambio repentino, un simple avatar como es la muerte, convirtió a Shelley en algo rico y extraño"

Mientras continúo caminando por las angostas veredas, con el bolso vaquero de asas negras, aspiro el aroma carnal de las hortensias lilas, el de las flores fucsias de las adelfas. La humedad cálida y vegetal se mezcla con el silencio mientras leo el epitafio de Shelley. Son unos versos de La tempestad de Shakespeare que Trelawny seleccionó: Nothing of him that doth fade / But doth suffer a sea-change / Into something rich and strange. La traducción encierra un doble sentido. En inglés “a sea-change” significa un cambio radical o inesperado; pero la traducción literal es «un cambio en el mar», y Shelley había muerto inesperadamente víctima del mar. De acuerdo con lo anterior, el epitafio podría traducirse del siguiente modo: Nada de él se desvanece, sino que una tempestad inesperada lo convierte en algo rico y extraño… Una tempestad inesperada, un cambio repentino, un simple avatar como es la muerte, convirtió a Shelley en algo rico y extraño. Por supuesto ese algo no son los despojos que ahora yacen frente a mí, embadurnados de vino y aceite decimonónicos. Lo rico y extraño es su obra literaria.

Tumba del poeta Percy B. Shelley

Cuenta André Maurois en la biografía Ariel que cuando Trelawny y Shelley se conocieron en Pisa, el primero quedó admirado de la delicadeza y los rasgos femeninos del segundo, que le estrechó ambas manos con cordial humildad. A Shelley también lo sedujo el aspecto salvaje de Trelawny; su negro mostacho de corsario similar al de Salvador Dalí, su hermoso rostro semiárabe. Para romper la timidez de ambos, Jane Williams, esposa de Edward Williams, preguntó a Shelley por el libro que traía entre manos. Éste respondió que se trataba de El mágico prodigioso, drama de Calderón de la Barca que deseaba traducir al inglés. “Y si va a traducirlo, ¿por qué no nos lee un fragmento?” —pidió Jane. Shelley leyó a Calderón en inglés con tal perfección que ella y Trelawny quedaron admirados. Pero después de aplaudir y mirarse el uno al otro, miraron a donde estaba Shelley hacía un instante y el poeta se había volatilizado. “¿Dónde demonios se habrá metido?” —preguntó el aventurero. “¡Oh, Shelley va y viene como un espíritu, nadie sabe ni dónde ni cómo lo hace…” —respondió Jane.

Cuando salgo sudoroso del cementerio Acatólico veo entrar a una mujer con vestido largo de verano y pamela que porta un pequeño ramito de flores entre las manos blancas. ¿Será la segunda visitante del pomeriggio…? —me digo mientras camino a un café próximo. Entre las sombras, sobre el mármol blanco de la mesa, saco del bolso vaquero el bolígrafo Caran D’Ache y los libros y me pongo a tomar notas, a subrayar párrafos para escribir este artículo.

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Ricardo LLadosa

Ricardo Lladosa (Zaragoza, 1972). Estudió Economía, Derecho y Lenguaje y técnicas de Vídeo y Televisión en las universidades de Zaragoza y Maastricht (Holanda). En la actualidad es director financiero. Desde 2013 escribe sobre literatura en el suplemento Artes & Letras de Heraldo de Aragón y en Zenda Libros. En 2015 fue finalista del premio de relatos de la fundación Iluminafrica. "Madagascar" (Anorak, 2017) fue su primera novela. Más tarde publicó "Un amor de Redon" (Fórcola, 2019). Su última novela es "Roma en el bolsillo" (Funambulista, 2023). @ricardolladosa

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