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Selección de Historias de Viajes - Zenda
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Selección de Historias de Viajes

Este viernes anunciaremos el ganador, que recibirá 2.000 euros, y el finalista, cuyo premio es de 1.000 euros. En este concurso de Zenda han participado más de 800 autores, que han podido publicar sus relatos en Instagram, Twitter y Facebook, además de en sus blogs, y que las han presentado en nuestro foro. El jurado...

Esta es la selección de las 10 #Historiasdeviajes elegidas entre todas las que han participado, desde el lunes 13 de julio hasta el 9 de agosto, en este concurso patrocinado por Iberdrola.

Este viernes anunciaremos el ganador, que recibirá 2.000 euros, y el finalista, cuyo premio es de 1.000 euros. En este concurso de Zenda han participado más de 800 autores, que han podido publicar sus relatos en Instagram, Twitter y Facebook, además de en sus blogs, y que las han presentado en nuestro foro.

El jurado de esta edición está formado por  Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.

Ofrecemos las diez historias que optan a los premios. Al resto de los relatos se puede acceder a través de nuestro foro. Gracias a todos por participar.

1

Que tu madre y mi padre

Jesús Gella Yago

Quién nos iba a decir que tu madre y mi padre.

Que después de años rumiando su viudedad iban a encontrarse en un curso de repostería. Mi padre, que no distinguía un cazo de una sartén, y tu madre, convencida de que no tenía nada que aprender. Que superada la rivalidad por el bizcocho más esponjoso se apuntarían juntos a una academia de bailes de salón. Tu madre, la de qué poco se lanzan estos hombres en los caribeños, ni que nos fuéramos a romper. Y mi padre, el de que donde esté un pasodoble arrimado que se quiten merengues y lambadas. Que durante el confinamiento iban a echar tanto de menos el compás y los pisotones, y que a ti y a mí casi nos costaría la razón enseñarles a hacer una videollamada. A mi padre, que cada dos por tres aseguraba que antes de existir los móviles sabía de memoria los teléfonos de la familia. A tu madre, que temía la factura sin asimilar el concepto de tarifa plana. Que luego terminarían hablando horas y horas mientras veían la misma película o preparaban cena para uno como si fuera para dos. Tu madre, que al principio solo quería que le pusieras a sus nietos. Mi padre, que tardó lo indecible en comprender que a contraluz se ve una silueta negra.

Quién iba a imaginar que de esas conversaciones confinadas saldrían planes para el verano. Que de verdad estarían dispuestos a alquilar una autocaravana y recorrer el país de punta a punta. Mi padre, que desde que colgó las llaves del camión se juró que no tocaría un volante salvo para ir a regar las lechugas y tomates del huerto. Tu madre, cuya narración de su viaje de novios a la costa hace palidecer la Odisea. Que tú por tu lado y yo por el mío intentaríamos quitarles la idea de la cabeza como si los hijos ejercieran de padres y los padres tuvieran que aceptar ser hijos. A tu madre, que solo con enarcar las cejas te lo dice todo y sabes que tiene razón. A mi padre, que nunca me levantó la mano de niño porque sus silencios escocían más.

Y ahí los tienes, enviándonos whatsapps y fotos desde todos los altos con mirador, de horizontes algo ladeados, de plazas mayores y chimeneas con cigüeña, de la fila antes de cada visita guiada, de fuentes y cauces, de puestas de sol y lecturas bajo el toldo de la autocaravana. Mi padre, que nunca fue hombre de iglesias pero que no deja escapar ni un pórtico románico sin posar delante. Tu madre, con su debilidad de urbanita por la sombra de emparrados y frutales. Quién iba a decirnos que, aunque nos llamaran pesados por importunarlos con instrucciones y consejos, se preocuparían de buscar las terrazas menos concurridas y que no se quitarían la mascarilla ni para hacerse fotos con aperitivos y meriendas. Tu madre, que nunca fue de comer fuera porque en casa como en ningún sitio. Mi padre, que miraba con recelo a los hombres con bolso y que ahora cuelga de los respaldos el suyo con un bote de gel, toallitas desinfectantes y mascarillas de repuesto.

¿A qué edad empieza alguien a tomar fotos pensando más en el recuerdo que va a dejar a otros que en su propio archivo de experiencias? La idea me viene a la mente cuando veo a mi padre, que siempre buscó la vía de escape más próxima en los retratos familiares, convertido ahora en el nuevo rey del selfie y el autodisparador. Y a tu madre, que sigue teniendo claro cuáles son el perfil y el ángulo que hacen que parezca una estrella de cine.

¿Te das cuenta de que no sabríamos decir cuándo fue la última vez que nos parecieron tan felices? ¿Que basta con fijarse en sus ojos asomados sobre los omnipresentes rectángulos de algodón y poliéster para adivinar que sonríen como hacía tiempo que no? Tu madre, con ese sutil «suede matte» que ha vuelto a aplicar a sus labios aunque manche la mascarilla. Mi padre, por debajo del bigote que empezó a teñirse poco después de conocerla. Ojalá tú y yo seamos capaces un día de mirar igual que ellos miran el atardecer y a los ojos del otro, desde esas fotos hechas solo para nosotros.

Quién nos iba a decir que mi padre y tu madre. Que todavía emprenderían un viaje como este.

2

El cóndor pasa

Gloria Algorta

Después de almorzar decidimos la excursión. Elegimos una no muy pesada, por los niños. El cerrito Llao-Llao se sube en cuarenta y cinco minutos y se baja en quince.

Raúl alquila todos los veranos una casa en Bariloche, porque tiene plata y le encanta invitar amigos. Contrata una cocinera que hace escones para el desayuno, panes con semillas, dulces caseros. El anfitrión es adorable. No conozco a nadie que no lo quiera. Anda por los sesenta, tal vez un poco más.

Este verano nos invitó a Rosita y a mí, a una pareja gay de Arizona y a un matrimonio chileno con niños de uno y tres años. A Rosita la invitó porque conoce su pasión obsesiva por las aves y la fotografía. Y ella aceptó encantada porque sabía que en el sur abundan los chimangos, águilas y, sobre todo, cóndores. La fascinación de Rosita por los cóndores es indescriptible y explica todo lo que pasó después. Me decía que, con las alas desplegadas, pueden medir más de tres metros, que había visto videos en YouTube y su vuelo es majestuoso, y que no los tenía en sus álbumes de aves, por cierto bastante voluminosos. Y que ya nos gustaría a nosotras ser tan libres y volar como ellos.

A Rosita la conocí en el colegio y desde entonces fuimos inseparables. Ella me hizo el aguante cuando me divorcié y yo a ella cuando le tocó. Somos madrinas cruzadas de nuestros hijos, vamos al cine, intercambiamos libros, qué sé yo… Cosas de la amistad. La sororidad, como le dicen ahora.

Los chilenos y los yanquis eran treintones. Rosita y yo ya pasamos los cincuenta, pero a las dos nos encantan los jóvenes, al fin y al cabo tienen más o menos la edad de nuestros hijos. Los huéspedes congeniamos de inmediato. Las sobremesas eran largas y las conversaciones, siempre interesantes. Pero, en fin, eso no viene al caso.

Fuimos en dos autos hasta la base del cerro y subimos sin mayores dificultades. Al principio costó un poco, pero después conseguimos ramas que nos sirvieron de bastón. Los jóvenes, a pesar de llevar los niños a cuestas, nos llevaban ventaja. Rosita se paraba cada poco a recuperar aliento y a sacar fotos. Y, a cada rato, preguntaba:

—Raúl, ¿estás seguro de que arriba hay cóndores?

Y él, con paciencia y humor, le decía que no se lo podía garantizar, que no tenía los poderes de un superhéroe y no los atraía con su sola presencia.

A medida que subíamos, los arbustos raleaban y quedaban solo los pinos altos, altísimos. Entonces, empezamos a ver el lago en algunos tramos del sendero.

Cuando llegamos a la cima, esa tarde, Raúl nos mostró lo que él llama «su sofá». Es una roca inclinada y lisa, con una hendidura donde uno puede apoyar el culo, aunque no queda sentado, sino casi acostado. Estuvimos un rato al sol, descansamos y admiramos el panorama de los lagos desde arriba. Los niños tomaron sus yogures, comieron galletitas.  A mí me daba un poco de miedo que se acercaran al abismo, pero los padres, precavidos, habían llevado unas correas para que pudieran moverse sin peligro. Nunca vi niños tan simpáticos.

Me hubiera gustado tener yo unas correas para sujetar a Rosita. Cuando se pone en plan fotógrafa hace cualquier cosa. Y cuando hubo descansado y se aburrió de tomar sol, agarró la cámara y el trípode y se acercaba cada vez más al borde de la roca. Se arrastraba sentada, con cuidado, y seguía con el mando del trípode a los chimangos. Puteaba cuando se iban, pero aparecían de vuelta y ella les hablaba. No te vayas, divino, decía. Dale, ese aleteo me gusta.

—Raúl, me prometiste cóndores— volvió a reclamar.

—A veces, hay. Pero acordate de que no tengo poderes —repitió él.

Y al rato apareció uno. Vino del Morenito y cruzó el bosque hacia el Moreno. Era increíblemente grande y bello y por eso entendí a mi amiga aunque me haga sufrir de esta forma indescriptible. El cóndor planeaba, se dejaba llevar por el viento, parecía disfrutar del aire limpio, de las alturas, de su propio deslizarse sin esfuerzo. De a ratos agitaba las enormes alas negras y yo misma lamentaba no tener unas para volar como él. Era como la libertad personificada en un ave.

Rosita no paraba de oprimir botones, hacer ajustes y proferir exclamaciones admirativas en voz baja, para no alejar al pajarraco más de lo que estaba. Si alguno de los niños hablaba, lo miraba con odio. Estaba fuera de sí. Y entonces el cóndor volvió del Moreno y, justo enfrente de nosotros, tan cerca que pudimos verle los ojos rojos y la cabeza pelada, se lanzó en picada hacia el bosque, bajo la roca que terminaba abruptamente.

Rosita tiró el trípode a la mierda, se colgó la cámara, se acostó sobre la roca y reptó hasta quedar con la cabeza sobre el abismo. La cámara lo buscaba. Los demás empezamos a gritarle, pero no escuchaba: estaba en otra, concentrada en el cóndor. ¿No le alcanzaba con haberlo visto?

Y entonces musitó: Estás ahí. Me gustás más desde arriba, amigo. Te veo las plumas blancas. Seguí, seguí planeando. Sí, así me gusta, lindo.

Todos lo oímos porque se había instalado un silencio tenso, roto apenas por el ulular del viento. Y ella empezó de vuelta con los ajustes y los botones de la súper cámara, le cambió la lente —que llevaba en el bolsillo— y reptó un poco más por la roca inclinada.

Desapareció de repente y el silencio se hizo denso, como si ella pudiera planear como el cóndor. Después se oyeron unos golpes, seguramente el cuerpo contra los árboles. Más tarde, nada.

Silencio.

3

Casa de verano

Anabel Rey

Llegué a la casa de la playa un día antes que Julio y los niños. Para adecentarla y aprovisionarla. Aquel año estaríamos allí los dos meses, algo que hacía mucho que no sucedía. Fue comenzar a hacer dinero con los restaurantes y dedicar la segunda parte del verano a viajar al extranjero. Pero entonces las cosas eran diferentes. La cuarentena nos había dejado poco boyantes y con una necesidad imperiosa de sol, mar y calma ―la cuarentena os dejó muy mal―.

Bajé del autobús y recibí con regocijo el aroma del mar. ¿Cuánto hacía que no pisaba aquel pueblo? Desde el pasado septiembre, ¿no? Para limpiar la casa tras el paso de los últimos inquilinos ―no―.

El pequeño supermercado estaba abierto. Me recoloqué los pelos atrapados por la mascarilla y entré. Me dio la sensación de que hacía siglos que no pisaba un supermercado. Disfruté como una chiquilla moviéndome por sus pasillos. Puse en la cesta los ingredientes necesarios para prepararles un gran desayuno a Julio y a los niños. Me molestó bastante que los demás clientes no portaran mascarillas y que me miraran a mí, que sí la llevaba, con asombro y recelo. Ni siquiera la cajera la lucía. Estuve a punto de recriminarla, pero yo nunca he sido una chivata. Pagué con uno de los billetes que llevaba bien guardados en el sujetador ―chivata no, ladrona sí― y salí.

No me crucé con ningún vecino de la urbanización. Mejor. No me apetecía hablar con nadie.

Cogí la llave de nuestro escondite secreto, la jardinera de las lilas, y abrí la puerta. En cuanto levanté las persianas descubrí que allí había grandes cambios. Los deslucidos sofás grises habían sido sustituidos por un bonito conjunto de sofá y butacas de un enérgico amarillo, los cuadros baratos habían dado paso a hermosos óleos con motivos marinos, la cabecera de la cama era entonces una maravilla de acero trenzado, y los baños… Estaban irreconocibles.

Lo que no me gustó fue que Julio hubiera guardado nuestras fotos familiares: no las veía por ninguna parte. Porque no cabía duda de que todo aquello se trataba de una sorpresa de Julio. Pero ¿cuándo lo había hecho? ―imposible―.

Me quedé petrificada frente al hermoso escritorio índigo del cuarto de los niños, y presa del desconcierto, la emoción y un extraño cansancio, rompí a llorar. De forma desgarradora e inconsolable. ¿Tanto me había contenido durante aquella cuarentena? La verdad es que yo siempre había sido una persona extremadamente contenida. Como mucho, perdía el control dos veces al año. Y para que eso sucediera debía tratarse de algo tremendo ―irreversible―. Entonces reventaba como una olla a presión y, o bien hacía daño a quien me lo había hecho, o bien entraba en estado de shock.

Sin poder remediarlo, caí redonda sobre una de las dos camas. Desperté mucho después con un tremendo dolor de cabeza y la boca seca. Las bolsas de la compra me miraron recriminadoras desde el suelo. Había tenido una serie de horribles pesadillas. En la peor de todas, unas tremendas llamas de fuego se comían la casa de la ciudad y no podíamos salir por estar en cuarentena ―recuerda―.

Miré alterada por la ventana. El sol estaba a punto de desaparecer por el horizonte marino y yo aún no había hecho nada. No podía ser. Saqué fuerzas de flaqueza, me bebí una de las cervezas con tequila que había comprado ―me supo a gloria, ¿cuánto hacía que no tomaba una?―, y me puse manos a la obra. La remodelación total de la casa incluía nuevos productos de limpieza que olían de cine, una escoba intacta, paños y estropajos de todos los tamaños. Con ellos froté, desempolvé y lustré azulejos, maderas, grifos y cristales. Hasta le di una buena pasada a la terraza. Acabé exhausta, pero entonces tocaba lo más importante: cocinar. Para mi familia. Las torrijas, el pan de jengibre y el tiramisú que tenía en mente.

De nuevo, sentí que las fuerzas me fallaban. Recurrí a otra cerveza y una bolsa de patatas fritas, y me mojé la cabeza en el fregadero, y me pellizqué las mejillas. Me obligué a no dormirme ―ya lo estás―. Debía cocinar para las personas que más quería. Había cocinado mucho durante el encierro, sola, y con Julio, y con los niños. Y los niños lo habían hecho. Solos. Cómo les gustaba. A Estela, sobre todo. Los pasteles al horno ―Estela, el horno―. Pero aquel festín era para celebrar el final de una etapa de oscuridad.

Busqué las herramientas necesarias en aquella cocina nueva, mezclé y cociné los ingredientes de forma eficaz y ordenada, y mientras lo hacía, entré en una suerte de trance. Qué felicidad proporcionaba el centrarse en una tarea y no pensar en nada más ―trance dentro del trance―. Terminé tarde, ¿qué hora sería? Dejé el tiramisú en la nevera, desmoldé el pan de jengibre con mimo y las torrijas las coloqué sobre una coqueta bandeja cubierta de papel de aluminio. Y pringada de mil y una delicias y las sienes ardiendo, perdí el conocimiento. Caí sobre el suelo de baldosas ambarinas ―Dorothy: abandona Oz―.

Estando inconsciente, me atormentaron las mismas pesadillas del cuarto de los niños. Esta vez las llamas fueron tan vívidas que cuando unas manos insistentes me hicieron despertar, grité aterrada creyendo que la cocina ardía. Pero no lo hacía. Lo comprobé mientras Julio, con ojos espantados, trataba de tranquilizarme. Julio, qué diferente estaba ―viejo―. Se lo dije, acariciándole la mejilla. No contestó. Detrás de él había un adolescente, alto y guapo, mirándome con aún más estupor, y junto a él, una mujer con un vestido amarillo buscando algo en el móvil con gesto desesperado. «Lucas, ya lo tengo: Centro de Salud Mental Nuestra Señora del Carmen. Llama tú, creo que es lo más adecuado», dijo de pronto la mujer. Entonces comprendí quién era aquel muchacho, que no volvería a ver a Estela en este mundo, que la cuarentena de 2020 había finalizado hacía mucho tiempo.

4

La foto

Miguel Ángel Flores

Le pedí que nos hiciera una foto en la cubierta, con el mar de fondo. En ella, Marina aparece desencajada, con una sonrisa que no lo es y la mirada hacia estribor. Yo miro al objetivo, con una felicidad que creía desbordante, cuando en realidad se me iba por la borda. Era nuestro primer crucero. Y el último. Hoy lo sé, Marina ya conocía antes de embarcar al que casualmente pedí que nos tomara la instantánea. Y el casual a Marina, también. Era yo el que no conocía a ninguno. Y en esa fotografía de nosotros dos, se le ve también a él, justo en los ojos esquivos de ella.

5

La isla

Elena Bethencourt

Mi marido aprovechó la cuarentena para quitar la antigua cocina y reformarla por completo. Cuando empezó el verano ya la tenía casi lista. Para culminar su obra, instaló una isla en el centro con una encimera negra de Silestone y puntitos brillantes color plata. «Lo que yo necesito después del confinamiento es un viaje, unas vacaciones en una isla, no un mueble», le grité. Él, ni caso.

Con el paso de las semanas, los brillos de la encimera se volvieron intermitentes y, al mirarlos con más detenimiento, logré identificar las constelaciones. Desde ese día, ocupaba —incansable— las horas cortando verduras sobre el rígido cielo lleno de estrellas. Pasó una fugaz y le pedí un deseo. Bueno, dos. Quizás tres.

Por la mañana me desperté sola y una brisa me acarició la cara. Al pisar el suelo, creí sentir arena bajo mis pies. Seguí unas huellas que me llevaban por el largo pasillo a la cocina y me pareció ver en la cenefa la raya azul del horizonte. Me disponía a hacer un café bien cargado cuando las olas empezaron a romperse como encajes de espuma contra mi isla. Sonreí. Miré embelesada el vuelo de una gaviota. El agua me salpicó entera, al tiempo que un apuesto náufrago me hacía señas desde la orilla. Entonces, dejé el pijama y las dudas sobre la encimera y corrí hacia el mar.

6

Justicia Flamenca

Cota Aguirre Orrego

Soy chino. Un flamenco chino, para ser más exacto. Esto lo averigüé después de escuchar una conversación bastante confusa entre una abuela que se pasaba el día curioseando por ahí y la dueña. Sabía que había flamencas, las veía cada día desde el pasillo con el único ojo que podía usar en la posición en la que estaba. Al principio me parecían muy graciosas, pero ver cada día lo mismo resultó ser muy poco estimulante y acabé por no verles la gracia por ningún lado. La vida, según había oído, se trataba de salir a ver mundo, conocer gente diferente, relacionarse, sentir cosas, y eso no ocurriría mientras me quedara allí todo el día mirando flamencas.

Eran morenas con vestidos rojos plagados de topos negros y alzaban los brazos con actitud desafiante. Todas bien puestas, alineaditas e idénticas entre sí. “Ole, ole y ole”, decía la gente aplaudiendo cuando las veían allí juntitas. A esas flamencas no les iba mal. Estaban siempre en vertical, lo que les daba una visión bastante panorámica, la luz del sol las bronceaba a media tarde, pero lo que más envidiaba y que hubiera dado la vida por que me pasara, era que ellas viajaban. Resultaba ser que a los extranjeros les encantaban aquellas flamencas. Un flamenco chino como yo en cambio no tenía tanto éxito y pasé meses inadvertido. Como estaba aplastado, y con el ojo mirando a las flamencas, no podía saber cómo era mi aspecto físico ni comprobar si era una versión empaquetada de las chiquillas esas, aunque lo dudaba porque nadie decía “ole, ole y ole” ni se largaba a echar palmas cuando me veía. De hecho mi público era un público infantil, sin mucho ritmo, pero con mucho entusiasmo y mala educación. Manotazos, caídas y zarandeos varios era lo único que me tenía preparado el destino.

Pese a que intentaba mantenerme positivo, a medida que pasaban los días una idea insistente me rondaba y me hundía cada vez más en una inmensa tristeza: nunca acabaría por salir de allí. Por eso casi me dio un ataque cuando la niña aquella se plantó delante de mí y me agarró entre sus manos chillando como una loca. Pasó por mi cabeza que quizás era un flamenco chino defectuoso, que desataba reacciones atroces en la gente, que por eso no estaba con el grupo de flamencas y que acabaría por morir en manos de esa niña histérica, por feo. Pero no fue la muerte lo que ocurrió. Me sacaron de mi sitio, me metieron en un bolso y adiós para siempre señora Wuan. Alcancé a echar un último vistazo a las flamencas. Creo que estaban contentas por mí. Alguien de su misma especie marginado durante tanto tiempo, por fin vería mundo. Justicia flamenca.

El trayecto fue angustiante, no voy a mentir. El terror de estar siendo secuestrado por unos sádicos o la posibilidad de un futuro peor que el pasado, me llevaron a una crisis nerviosa no menor, pero se me pasó todo de golpe cuando por fin salí de la oscuridad y vi algo que jamás había imaginado y que resultó ser la majestuosa playa de Benidorm. Nunca pensé que existiría algo tan bello. Sabía en qué consistía teóricamente una playa, pero estar ahí rodeado de tanta gente dichosa y rebosante de sudor, era otra cosa. El mar era como para desmayarse de lo bonito. Aturdido por un sol que encandilaba e hipnotizado por el agua que se revolvía ante mí, casi no me di cuenta cuando la niña me desplegó y por una especie de ombligo que tenía entre mis pliegues empezó a soplar. La sensación del aire corriendo por mi cuerpo fue una de las experiencias más sublimes que había tenido hasta entonces. En ese momento entendí lo que era pertenecer al mundo. Cuando por fin estuve listo, comprobé que no tenía vestido de topos si no que mi piel era de color rosa bien lisita, tenía un cuello largo y muy elegante. Nuevamente la justicia flamenca se imponía. La niña reía extasiada y escucharla me llenaba de orgullo. Nunca se me ocurrió que podría hacer tan feliz a alguien que acababa de conocer y que de paso eso me hiciera tan feliz a mi. En un momento, con la ayuda de su madre, atravesó mi redondo cuerpo y nos hicimos uno. Corrimos hacia el mar y aquello fue la gloria: el fresquito, los meneos, los sube y baja, los encuentros con otros de mi especie, tiburones, donuts, piñas, cocodrilos, me enseñaron lo que había escuchado que era la famosa vida. Todas esas formas coloridas, con sus respectivos tripulantes encima, chocándose unos contra otros, era algo colosal. Un unicornio maravilloso con una pasajera de grandes dimensiones encima, me enseñó la nobleza de nuestra estirpe.

Seguimos largo rato jugando en el agua, hasta que de repente me empezó a invadir un cansancio terrible, no tenía fuerzas y no lograba mantenerme erguido. Mi niña corrió hacia su madre conmigo a cuestas, llorando desconsolada. Qué impotencia no poder explicarle que solo era agotamiento, que no llorara, que me recuperaría, pero no logré hacer más que desmayarme. Cuando desperté figuraba solo tirado en la arena. Mi niña había desparecido y la playa de Benidorm estaba casi tan vacía como yo. Adolorido como nunca había imaginado, pensé que todo aquello había sido un gran error y que ver mundo era lo peor que a uno le podía ocurrir. Me tranquilicé en seguida cuando noté que a mi lado un balde con una grieta que le atravesaba todo el cuerpo miraba extasiado la montaña de bolsas que sobresalía de un contenedor. Latas de Fanta, Coca-Cola y Mahou nos acompañaban entusiasmadas. Aquello era una fiesta. Suspiré aliviado, mi primera noche allí sería emocionante. A lo lejos un ruido nos sobresaltó. Las luces de un camión nos alumbró de pleno y nos hizo brillar como estrellas. Tanta hermosura era como para echarse a aplaudir: “Ole, ole y ole”, quise decir.

7

Por la escondida senda

Enrique Mochón Romera

Hay un óleo de Gustav Klimt en el que dos abedules parecen conversar. Según el día que lo miras se podría pensar que discuten de forma acalorada o bien que se han encontrado paseando y se alegran de ello. Sus figuras destacan en el horizonte, recortadas sobre un cielo con nubes, junto con la de un tercero de igual género del que no queda clara su actitud con respecto a ellos. La vegetación que completa el lienzo, en el que no hay presencia humana, son otros árboles, frutales estos y de un evidente discurso afable, y un prado florido que integra todo y que da la sensación, observando la cantidad de amapolas que acumula en la mitad inferior, de estar en lento movimiento hacia el espectador, como una multitud vegetal unida por alguna razón festiva o de reivindicación. El conjunto produce una algarabía sin estridencias que acaba enredándote en su indómita espesura. Yo tenía una copia de ese cuadro que miraba absorto cada tarde en mi apartamento en la ciudad. Seguramente siga allí colgada, como una ventana de luz en su oscura y atronadora soledad. La misma de la que una mañana partí en mi viaje hacia ese otro mundanal ruido. 

 8

El viaje de este verano

Paco Pérez Caballero

— ¿A dónde vamos a ir este verano?

— Podríamos ir a Koh Kradan, a disfrutar de los desayunos de pan frito con miel y del solitario mar azul turquesa. Seguro que seríamos los únicos en toda la isla.

— O podríamos ir a Zahara de los Atunes con la caravana de tu hermana.

— Es que hay que engancharla de remolque y lo divertido es ir todos dentro mientras viajamos.

— Ah.

— ¿Y qué tal Kioto? Podríamos quedarnos en un ryokan de los que tienen una puerta trasera corredera que da a un bosque.

— No es mala opción. También podríamos ir a Canarias, no he estado nunca allí.

— Sí, yo tampoco he estado.

— O podríamos ir a Crémenes otra vez. El año pasado hacía tres grados mientras aquí hacía cuarenta.

— Creo que prefiero Hong Kong. Aunque llueva y haga calor. Quiero estar otra vez esperando el ferry para cruzar de Kowloon a Central en cinco minutos. Desde ese muelle que huele a algas, a sal y a gasoil. Y pasear por Nathan Road y las callecitas paralelas curioseando en las miles de tiendas extrañas. ¿Te acuerdas cuando nos hicieron subir a un segundo piso desde la calle para vendernos cuadros que después eran todos de tigres y montañas chinas? Pero sobre todo quiero volver a la isla de Lantau, para ver al buda y para quedarnos en el Silvermine Hotel.

— Ayúdame a recoger la mesa.

— Vale.

9

A destiempo

Raúl Clavero Blázquez

Cuando éramos pequeñas, a Laura y a mí nos encantaba presumir en el colegio del trabajo de papá.

-Es inventor – repetíamos sin cesar, aunque a nadie le interesase lo más mínimo escucharnos de nuevo.

Durante años nos pavoneamos, como reinas del baile, conscientes de los oficios vulgares que tenían el resto de padres de nuestros compañeros, hasta que una tarde, una niña de la que no recuerdo el nombre, pero cuya boca grasienta jamás podré olvidar, nos hizo crecer de golpe. Son una porquería, no sirven para nada, dijo, abriéndonos los ojos para siempre, después de que le enumerásemos todos los artefactos que papá había diseñado a lo largo de su carrera.

El problema de nuestro padre es que nunca sale de su laboratorio. Trabaja tanto que vive desconectado del mundo, y por eso sus hallazgos llegan demasiado tarde, o demasiado pronto, o le quedan a medias, sin el elemento decisivo que pudiera convertirlos en algo realmente necesario. Inventó, entre otras muchas cosas, un reproductor ultraligero de vinilos a finales de los noventa, un teléfono móvil microscópico, del tamaño de un pulgar, en pleno reinado de los smartphones gigantescos de pantalla táctil, y una desafortunada fuente de energía, totalmente limpia y eficaz, cuyo único obstáculo para triunfar es que cualquier persona podría desarrollarla de forma autónoma y gratuita en su propio hogar. Casi acaba en la cárcel por aquello.

Hoy se ha presentado en el salón, sudoroso, tras varios meses en los que no le hemos visto el pelo, sin saludarnos ha encendido el ordenador, e inmediatamente ha sonreído de oreja a oreja.

-Tres de agosto. Hoy es tres de agosto. Lo conseguí, al fin ¡Lo conseguí! – ha gritado, abrazándonos, besándonos con un entusiasmo que yo no nunca le había visto -, ¿dónde está vuestra madre? Tengo que contaros algo muy importante.

Su alegría, sin embargo, se le ha esfumado de golpe, en cuanto Laura le ha dado un bofetón en la mejilla izquierda y yo he hecho lo propio en la derecha.

-¿Qué… qué pasa? – ha preguntado, con ese gesto infantil tan enternecedor con el que ablandaba a nuestra madre cada vez que discutían.

Laura ha roto a llorar enseguida, y yo he tenido que tomar aire, hacer de tripas corazón, y contarle todo a papá: que estamos en mitad de una pandemia, que pasamos noches enteras golpeando la puerta del sótano para tratar de avisarle de lo que estaba ocurriendo, que mamá comenzó a toser muy pronto, que no logró aguantar más allá de junio, y que ni siquiera pudimos darle un entierro en condiciones.

Cuando terminé de hablar se hizo un silencio espeso, gelatinoso, que duró varios segundos, minutos quizá, hasta que Laura, más tranquila, se ha dirigido a papá.

-¿Y qué estupidez has creado en esta ocasión? ¿Una mesa camilla flotante? ¿Una nevera que no enfría? ¿Una fregona submarina?

-Una máquina del tiempo – ha respondido en un susurro.

-¿Qué? – ha preguntado mi hermana.

-¿Y funciona? – he preguntado yo.

-La encendí el dos de febrero de dos mil veinte. Para vosotras han transcurrido seis meses, para mí algo menos de media hora.

De nuevo el silencio. El pasmo familiar, lleno a partes iguales de expectativa y desconcierto, que solía suceder a cada una de las presentaciones en sociedad de los prodigios ideados por nuestro padre. Laura ha caminado hacia él, le ha cogido la cabeza entre las manos. He visto sus dedos como garras huérfanas, apretándole las sienes a papá hasta perder el color en las yemas.

-Papá… papá, por favor, no bromees con esto, ¿lo que nos cuentas es cierto?

-¿Por qué os iba a mentir?

-Pero… pero, ¿te das cuenta de lo que estás diciendo? Podemos… podemos viajar a Wuhan, al verano del año pasado, y cargarnos los pangolines, y los murciélagos, y todos los putos bichos que encontremos en su mercado ¡Podemos salvar a mamá! – ha exclamado, mirándome. Y he reconocido la esperanza y el orgullo en su expresión, porque era la misma que nos devolvía el espejo cuando éramos niñas, antes de que tuviéramos que afrontar la verdad del fracaso, y he sabido de inmediato que Laura se precipitaba al ilusionarse, porque los inventos de papá siempre llegan tarde, o pronto, o a medias, con problemas, en definitiva, y ha sido entonces cuando papá se ha desplomado en el sofá, y cuando yo he sentido ese pequeño e inconfesable pellizco que provoca el ser consciente de que tienes la razón de tu parte, aunque ésta duela, al escuchar las palabras de papá que todavía laten en mi estómago.

-Lo… lo siento – ha dicho con labios temblorosos -, pero en mi máquina sólo se puede viajar hacia el futuro.

Nos hemos sentado junto a papá. He encendido la televisión. En el telediario un experto ha afirmado que la vacuna no estará lista hasta dos mil veintidós. Sé que todos hemos pensado lo mismo, pero nadie ha dicho nada. Después han dado la información deportiva y el parte meteorológico. Mañana lloverá.

10

Caminos inciertos

Pablo Val Vilavella

El viejo Ford se desvía por la carretera que lleva a la playa casi a mediodía, vencida la última brisa de la mañana. A su espalda deja una nube de polvo denso, terroso, que flota en el aire cálido y se posa como un velo sobre los maizales secos. El motor suena asfixiado, y recuerda a un animal sediento. En la lejanía, el pueblo queda esperando, paciente, a que la familia regrese de su viaje de vacaciones.

La hija mayor se gira para verlo por última vez. Desde la distancia, se evidencia pequeño y tosco, y las casas parecen modeladas en arcilla. Lo mira con desprecio, y al perderlo totalmente de vista nota profunda satisfacción. Nadie más de la familia lo sabe, pero ella alberga esperanzas de dejar en el pueblo una parte de sí misma; guarda en secreto el anhelo de un amor de verano, y paladea con deleite la mezcla de excitación y miedo que ofrece una quincena llena de posibilidades. Por su cabeza ya ha pasado cada gesto, cada palabra, cada mirada que compartirá con ese chico con el que, por un azar deliciosamente oportuno, se tropezará durante las vacaciones. Ese chico todavía no existe, pero habita en su imaginación desde hace semanas, como una presencia dulce y etérea. Sabe que, cuando el momento llegue, cuando se presente sin más, hará volar por los aires todas sus vergüenzas, sus dudas timoratas, y no le quedará otra que dejarse llevar. Entonces se someterá con gusto a esa fuerza poderosa que los ha unido, al menos, durante quince días de verano lejos del pueblo.

La abuela observa a su nieta, que se encarama sobre el asiento trasero para mirar atrás. Su joven melena rubia, cogida con un lazo, centellea con el sol, y se derrama sobre su vestido. Ya es prácticamente una mujer, se dice. Ella siente que el tiempo la arrastra como un torrente indómito, cruel, demasiado vertiginoso. No hace tanto que la brisa veraniega le traía también el rumor de nuevas pasiones juveniles. Ahora que la consume la senectud, ahora que no comprende muy bien cuál es su lugar en el mundo, la abuela calla su mayor miedo: cree que resulta un estorbo. Nadie se lo ha dicho directamente, por supuesto, pero ella lo sabe. Incluso escuchó a su yerno murmurarlo. Por eso, su propósito para las vacaciones no es otro que el de resultar una compañía agradable. Apenas hace unos minutos que salieron y ya comienza a dolerle la espalda, y sus piernas están hinchadas por el calor. Sin embargo, no se quejará. Incluso cuando por fin lleguen a la costa, no dirá nada. Comentará lo corto que se hizo el viaje, y lo bonito que está el mar. Se quedará muy quieta, en silencio, y será una compañía tan agradable para su familia que nadie, nadie podrá pensar que es un estorbo.

¡La abuela, menudo estorbo!, piensa el hijo pequeño. Va apretado en el asiento trasero, comprimido entre la corpulenta anciana y la puerta del coche. No obstante, nada podrá chafar sus vacaciones. Lleva en las manos el flamante regalo por haber aprobado las matemáticas: unas gafas de buceo. Su deseo, su capricho, su vida entera pasa ahora por zambullirse en las pozas poco profundas de la playa, y coger algún cangrejo lo suficientemente grande como para poder presumir delante de sus amigos. Un compañero suyo le dijo que una vez cogió un crustáceo tan enorme que lo tuvo que sacar del agua con las dos manos. Él no lo creyó del todo, pero ¿y si, por un golpe de suerte, apareciese uno semejante, agazapado entre las algas, protegiendo con sus pinzas la intimidad de su cueva submarina? ¿Y si pudiera cogerlo? ¿No sería acaso el mejor verano de su vida?

Papá mira a su hijo por el retrovisor, sujetando las gafas de buceo como oro en paño. ¿Quién iba imaginar que aprobaría finalmente las matemáticas? Ojalá pudiera él encontrar una motivación semejante. Después de un año entero trabajando sin descanso, cree que merecen algo más que un simple viaje a la playa, en un coche sin aire acondicionado. Pero, desde que en la empresa le han dado un ultimátum, juega una carrera contra el tiempo, una partida secreta contra la bancarrota. Reza para que se le ocurra una buena idea durante las vacaciones. No se lo ha dicho a nadie, porque se siente culpable; pero, por encima de todo, se siente molesto. Molesto porque, en el espejo retrovisor, su mirada se cruza con la de su suegra. ¿Qué estará tramando?, se pregunta todo el rato, mientras el aire hirviente le golpea por la ventanilla abierta. ¿Qué estará tramando, tan callada?

Mamá, sentada en el asiento de copiloto, mira a papá de reojo. Papá tiene gesto preocupado, y la frente bañada en sudor, que funde lentamente la crema solar que le aplicó antes de salir. Si al menos supiera qué es lo que tanto le preocupa, quizá pudiera prestarle ayuda. O al menos hablar del problema, como un matrimonio normal. Pero hace tiempo que papá llega arisco del trabajo, y toma la cena en silencio, y se acuesta sin decir ni mu. Mamá piensa que su relación comienza a resquebrajarse, e incluso anida en su mente la idea lacerante de que existe otra mujer, como un parásito molesto.  Por ello, su propósito para estas vacaciones no es otro que el de recuperar la confianza de su esposo. Espera que, cómodo y distendido, libre del frenesí de la rutina diaria, papá se abra a ella, y la brasa exigua que apenas le da calor recobre de nuevo la fuerza de una llama fiel y duradera.

El viejo Ford llega a la playa a media tarde, y todos levantan la vista para otear la inmensidad de un mar lleno de promesas, una gran cucaña azul.

En las rocas se hacinan diminutos cangrejos, del tamaño de una moneda.

Lejos, muy lejos, el pueblo aguarda paciente a que la familia regrese de su viaje de vacaciones.

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