Escribir es construir con palabras, idear complejos mecanismos cuya eficacia depende de la destreza de su autor. La analogía con la arquitectura es evidente y tal vez por eso somos tantos los arquitectos que flirteamos con la literatura.
Los arquitectos solemos buscar en la cultura algunas de las herramientas que nos permiten “proyectar”. Ya sea en la literatura, la pintura, la escultura, la música o en cualquier otra manifestación artística. Hasta el punto que, consecuencia de la visión global que ofrece nuestra profesión, muchos arquitectos son también pintores, escultores, fotógrafos o escritores.
Para encontrar el primer libro escrito por un arquitecto tenemos que retroceder al año 15 a.C., cuando Vitruvio escribió su famoso tratado De Architectura para dejar patentes los fundamentos de la disciplina, referencia que utilizaron los renacentistas para “elevar” intelectualmente la arquitectura, que gracias al impulso de la obra escrita se transformó en un arte. Si bien los arquitectos suelen escribir para teorizar sobre su profesión y, de esa manera, hacerla avanzar, también hay quienes han ido más allá y han dado el salto a la literatura. Como Joan Margarit, un reconocido arquitecto, escritor y poeta catalán que ha llegado a ganar el Premio Nacional de Poesía.
Personalmente, cuando me lancé a la aventura de escribir un libro no supe si sería capaz de acabarlo, pero, acostumbrado a los lances de la arquitectura, conseguí llegar al punto final sin perder el ánimo por el camino. Ahora yace en un cajón, junto con otra novela a medias. Y es que, si de algo carecemos los arquitectos, es de tiempo, que tan necesario resulta para llegar a las manos de un lector.
Hace poco descubrí que un amigo arquitecto, Jean-Yves Guillemin, también coquetea con la literatura y acaba de publicar Le pavillon noir (El pabellón negro), éditions Le Lys Bleu, un interesante thriller protagonizado por un joven arquitecto —era de esperar— encargado de dirigir la obra del pabellón de Borgoña en la Exposición Internacional de París de 1.937. La historia transcurre en una convulsa época, especialmente fértil para la arquitectura —el Movimiento Moderno cambiaría para siempre la disciplina— e inestable para la política —en plena Guerra Civil española y a las puertas de la Segunda Guerra Mundial—. El protagonista no tarda en verse involucrado en una oscura trama que gira en torno al pabellón español. Obra del brillante arquitecto Josep Lluís Sert —discípulo de Le Corbusier—, en su interior se exhibió por primera vez el Guernica de Picasso, encargado para la ocasión, y fue estratégicamente utilizado por la República para dar una buena imagen del país y buscar apoyo internacional. La novela se sirve del trasiego de la obra para facilitar el intercambio de armas entre rusos y españoles, una original idea que muestra cómo la arquitectura juega un importante papel en el desarrollo de los acontecimientos.
Es un buen ejemplo de cómo los arquitectos, utilizando los valores que nuestro oficio nos ha inculcado y sirviéndonos de un proceso creativo común con otras disciplinas, podemos jugar con las palabras como si de materiales de construcción se tratara.
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