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Decimotercera sombra: Deià, Mallorca, 1934 - Zenda
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Decimotercera sombra: Deià, Mallorca, 1934

—Ya que desprecia usted el sexo, ¿qué opina de todos nosotros, que lo practicamos? La escritora ni siquiera levantó los ojos de las pruebas que estaba corrigiendo y respondió rápidamente a Mary: «Mientras no hagáis bebés bajo mi techo, no me importa cómo queráis divertiros». En medio del tenso silencio, Mary no pudo frenar media...

—Ya que desprecia usted el sexo, ¿qué opina de todos nosotros, que lo practicamos?

La escritora ni siquiera levantó los ojos de las pruebas que estaba corrigiendo y respondió rápidamente a Mary: «Mientras no hagáis bebés bajo mi techo, no me importa cómo queráis divertiros».

En medio del tenso silencio, Mary no pudo frenar media sonrisa y supo así que su affaire con Graves era tolerado.

"Robert, cada vez más animado, les habló de otra de las viviendas que se ofrecían en el pueblo: Viña Vieja. La escritora agradeció la compañía y pensó que los jóvenes podrían ayudarla"

Casi hacía dos años que la joven había llegado al pueblo. El propio Robert les había abierto la puerta a George, su marido, y a ella el primer día. La pareja pasaba su luna de miel en Mallorca y alguien les había hablado de Deià, Si querían quedarse por allí debían preguntar por la escritora Laura Riding, que podría alquilarles una casa. Aquella mañana soleada de octubre de 1932, el poeta sonrió al verles en la entrada y les invitó a pasar. Mary era una belleza risueña, de veintipocos años, alta, pelirroja, con una piel muy blanca y el cuerpo moteado de pecas. El poeta apenas dedicó una mirada al tímido y joven marido, George, que preguntaba por la casa.

Entraron, se presentaron, conocieron a Laura y almorzaron juntos. Supieron que el inmueble del que les habían hablado ya estaba alquilado. Robert, cada vez más animado, les habló de otra de las viviendas que se ofrecían en el pueblo: Viña Vieja. La escritora agradeció la compañía y pensó que los jóvenes podrían ayudarla, siempre estaba ávida de nuevos discípulos y asistentes. Con rapidez, Robert intervino.

—Saber que vais a estar por aquí una temporada me hace abusar de vuestra confianza. Ahora mismo ¡yo estoy desesperado!

—¿Por? —quiso saber Mary.

—Acabo de empezar un libro nuevo, una novela, un proyecto grande —Laura no ocultó un gesto de incredulidad—. Exige mucho de mí y necesito que alguien lo mecanografíe. ¿Tal vez vosotros…?

—¡Por supuesto! —respondió Mary, antes de que George abriese la boca—. Es lo menos que podemos hacer, si realmente alquilamos la casa gracias a vuestra ayuda. Será fabuloso.

"En un momento en que las deudas se acumulaban, y su relación con Laura estaba sexualmente congelada, la aventura de reinterpretar episodios fundamentales de la historia imperial romana le absorbía"

En noviembre, Mary y George Ellidge estaban instalados en Viña Vieja. Ella venía cada mañana a la casa de Canelluñ y pasaba muchas horas con Robert en el estudio. La veinteañera estaba impresionada por la cercanía del poeta, por entonces de 37 años. La atracción era evidente para ambos, pero durante algún tiempo ninguno hizo nada por reconocerla abiertamente, por más que Mary, en ocasiones, imaginase que todo estallaría más pronto que tarde entre ellos. Sus preciosos ojos claros fueron los primeros en leer aquel arranque de la novela que haría a Robert Graves famoso universalmente: «Yo, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico Esto-y-lo-otro-y-lo-de-más-allá (porque no pienso molestarlos todavía con todos mis títulos), que otrora, no hace mucho, fui conocido de mis parientes, amigos y colaboradores como ‘Claudio el Idiota’ o ‘Clau-Clau-Claudio’…».

Para Mary todo aquello era emocionante. Para Robert no lo era menos. En un momento en que las deudas se acumulaban, y su relación con Laura estaba sexualmente congelada, la aventura de reinterpretar episodios fundamentales de la historia imperial romana le absorbía. Le permitía olvidar la tensión entre su profundo amor sin solución carnal y el deseo constante por las bellas mujeres. Escribió un poema sobre ese conflicto entre la irrefrenable lujuria y el deseo de una contenida tranquilidad en el que le dice a su propio miembro descarado en erección: «Down, Wanton, Down», y en el que sentencia: «El Amor puede ser ciego pero toma la molestia / de saber diferenciar qué es el hombre y qué la bestia».

"El incipiente embarazo del cuarto mes la volvía aún más bella y dificultaba al poeta cualquier intento galante. Después de nadar, ambos se secaban al sol o se sentaban a la sombra de los olivos y charlaban"

No quedaba muy lejos de todas estas preocupaciones un incidente erótico ocurrido poco después de su llegada a Mallorca con una joven alemana de paso por Deià que había terminado en embarazo no deseado. El resentimiento de Laura por el descuido llenaba su corazón de plomo, culpas, miedos. Pero muy pronto el plomo comenzó a fundirse ante la mera visión de los brazos y el cuello pecoso de Mary, cuya cercanía le quemaba cada vez más… Pensó que eso le mantenía alerta para no abandonarse, por apasionante que fuera, a la historia. Él —pensó— lo mismo que sus personajes, necesitaban vida. Y las pecas, que no eran demasiadas, dibujaban constelaciones que debían seguir bajo el vestido —cómo no imaginarlo—, estrellas que tal vez podrían rescatarle, o llegar a guiarle, fugaces, hacia algún placer insólito.

Trabajaban toda la mañana, él entregándole los folios manuscritos llenos de correcciones y ella mecanografiándolos, uno tras otro. Delante de sus ojos se desarrollaban las intrigas de Livia, Octavio, Tiberio, Calígula… Por la tarde, ambos bajaban paseando hasta la cala por la nueva carretera que serpenteaba hacia el mar. Laura y George, el esposo de Mary, nunca bajaban, no les gustaba la playa. Esas horas cada tarde fueron generando una íntima amistad. Los días de tiempo apacible, Graves se zambullía nada más llegar y nadaba por la cala. El poeta, veterano de la Gran Guerra y boxeador aficionado en su juventud, se mantenía en bastante buena forma. Mary nadaba más próxima a la orilla. Empezaba a ser patente su estado: el incipiente embarazo del cuarto mes que la volvía aún más bella y dificultaba al poeta cualquier intento galante. Después de nadar, ambos se secaban al sol o se sentaban a la sombra de los olivos y charlaban.

"Más allá del conflicto que este amor le pudiera crear, el poeta era un devoto de ritos olvidados e incontenibles, en los que bebe la inspiración"

Fueron muchas tardes y hubo un día para cada paso en dirección uno del otro. Fue allí, en la cala, cuando se besaron por primera vez. Mary llegó a sentir un fuego intenso entre las piernas. Algo tenía el poeta que la embelesaba, que despertó en ella una atracción irrefrenable. Al principio ambos aceptaron implícitamente limitarse a los juegos. En la cala o en su estudio, se acariciaban y besaban de un modo tierno y apasionado. La delicia de tocarse y recorrer lentamente los senderos serpenteantes junto a las costas de su propio deseo les excitaba muchísimo. No era infrecuente en aquellos días que acabaran masturbándose.

En una ocasión, Graves la tendió desnuda sobre la pequeña librería junto a la ventana, lo más parecido a un altar que había en su estudio, y fue besándola desde los pies hacia arriba. Aquellas líneas curvas dibujaban la perfección del mundo. Los delicados pies de uñas pintadas de rojo, los tobillos finísimos de ninfa de agua, las piernas largas y esbeltas, los muslos sedosos que conducían irreflexivamente al templo de la vida, donde ahora mismo latía un nuevo ser… Más allá del conflicto que este amor le pudiera crear, el poeta era un devoto de ritos olvidados e incontenibles, en los que bebe la inspiración, cuando la especie se impone como bruma a la consciencia. El vello púbico cobrizo de Mary le despertaba un deseo atronador en la cabeza y sentía la verga como en el poema, Wanton, descarada y presente. La morbosa situación se alimentaba de las mitologías en las que creía con toda su alma: la prevalencia de la musa, el reino absoluto de la mujer —núbil, grávida, tiránica o, lo que es lo mismo, doncella, ninfa y bruja— como encarnación de una antigua diosa ancestral, anterior a los olimpos patriarcales que llegaron, como el hierro, a lomos de los caballos dorios. Una diosa a la que darse y ofrecer sacrificios —en forma de poemas— en todas sus manifestaciones, literarias y carnales. Y delante del vello público, constelado de pecas, de aquel vientre hinchado de Afrodita feraz, del ombligo apenas oculto en una sombra leve, a punto de desbordarse en el vaso de la vida, o de aquellos senos pecosos, hinchados y lustrales que, con solo una caricia, provocaban jadeos, la leve arquitectura de las clavículas agitadas en la respiración o el cuello orgulloso y palpitante… ante un cuerpo tan bello quedó sin voluntad, desarmado por completo.

"Trataban de comprender la marea que les había arrebatado la razón, como barcos arrancados del muelle en sus puertos seguros y arrastrados mar adentro"

Aquél fue el primer día que hicieron el amor, no pudieron evitar una entrega absoluta a la ebriedad de acariciarse. Se levantaron y se pusieron cómodos. De lado, en una cama, se abrazaron con premura. Mary, excitadísima por el fuerte abrazo de Robert, arqueó su cuerpo y le ofreció sus nalgas. Él, desde atrás, la penetró de manera firme, provocando que la joven lanzase grititos de placer desde el principio. El poeta pugnaba con su propio deseo por aquel cuerpo grávido y las manos lo recorrían de arriba abajo, cuello, pechos, vientre prominente, muslos. Sus dedos se quedaron junto al clítoris y Mary aceleró el vaivén de sus caderas. Cada vez más fuerte, cada vez más rápido, mientras su cuerpo perfecto y pálido, su felicidad radiante, estallaban de placer al sentir todo el amor de aquel hombre, hasta hacía poco un extraño, cuyo corazón latía nada más estar en su presencia con una alegría que ella podía captar. Trató de no hacer ruido cuando llegó a un orgasmo intenso y extraño, en el que durante mucho tiempo estuvo inmerso su vientre maternal. Él se vio envuelto en aquella eclosión sin poder resistirlo y por alguna razón salió de ella en el último momento y eyaculó sobre sus nalgas pecosas.

Aquella mañana casi no trabajaron en la novela, claro. Se quedaron entrelazados durante más de una hora, escuchándose respirar, dándose pequeños besos, tratando de comprender la marea que les había arrebatado la razón, como barcos arrancados del muelle en sus puertos seguros y arrastrados mar adentro. Fue un tiempo de sentimientos complejos y también hirientes: Laura y su sexualidad enteca, el matrimonio con George, los baños en la cala, los viajes a la antigua Roma, las traiciones en el Palatino y la elocuencia en el Senado, en la piel y los labios, todo aquello que les había llenado los ojos de sed, de confusión, de aventura.

"El escritor había perdido vista y para cumplir los plazos ella tomaba las páginas al dictado, además de mecanografiarlas y después pasarlas a limpio, capítulo a capítulo. Se sentía pletórica"

Cuando se vistieron y retornaron al estudio ambos comprendieron de inmediato que la maternidad se iba a imponer a cualquiera de sus deseos. Así que tiernamente se despidieron aquel día y, mientras se miraban, con una caricia, de tácito acuerdo, sabían que no repetirían el encuentro, al menos hasta mucho tiempo después. Todo aquel universo inverosímil quedó suspendido hasta meses más tarde de que Mary tuviera a su hijo, Anthony, en un parto complicado.

El éxito de Yo, Claudio fue impactante. Desbordó todas las expectativas. Acabaron los problemas económicos y Robert ya tenía pensada la continuación. Su capacidad renovada para conectar con el gran público aumentó los resquemores de Laura, a la que hablar de las buenas críticas o la aceptación de la novela enfurecía, porque ya sabía íntimamente que nunca lograría algo parecido.

Mary se reincorporó pocos meses después del parto y ella y Robert retomaron el trabajo intensamente. El escritor había perdido vista y para cumplir los plazos de entrega de la nueva novela ella tomaba las páginas al dictado, además de mecanografiarlas y después pasarlas a limpio, capítulo a capítulo. Se sentía pletórica. Su marido prefería encargarse de las tareas de la casa y del bebé. Durante aquella estación de libertad, de deseos cumplidos, decidió recuperar su apellido de soltera, Burtonwood, Mary Burtonwood, tal vez también por influencia de los radicales pensamientos de Laura Riding contra la idea de pareja. La escritora era consciente de la relación de Robert con la mecanógrafa y trató siempre de que fuera tratada en Canelluñ más como parte del servicio que como una colaboradora activa o una discípula.

"La delación de unos americanos a Laura sobre algunas opiniones críticas de Mary hacia la escritora hizo que el joven matrimonio y su hijo fueran expulsados como criados desleales"

Fueron meses de trabajo y literatura, de intimidad y baños en el mar, cada vez con más amigos dentro del círculo siempre creciente de aquella casa en el norte de la isla. La bella pelirroja recordaría mucho tiempo después aquellos como los años más felices de su vida. Se sintieron cómplices mientras Robert completó su relato imperial, fueron amigos en tardes junto al mar, amantes en las agrestes calas de un periodo extraño y complicado, en el que ninguno de los dos era lo mejor para el otro pero donde sus encuentros desanudaban las intrigas y las culpas, que se habían mezclado en la vida y la ficción. Del entorno de la Roma de los Césares pronto se pasaría a la España de los Caínes, y todo lo vivido intensamente por ellos dos acabaría siendo un recuerdo borroso, una nota al pie en las biografías.

Aquel mundo acababa. La delación de unos americanos a Laura sobre algunas opiniones críticas de Mary hacia la escritora hizo que el joven matrimonio y su hijo fueran expulsados como criados desleales del círculo de Canelluñ. Y la llegada de una guerra civil puso en fuga a todos los demás. Cuando el cónsul británico avisó a los dos escritores, tras el golpe de 1936, que había llegado su última oportunidad de salir de España, sólo pudieron llevarse una maleta cada uno. Atrás quedaron palabras, poemas, amores, recuerdos, bajo el sol de diez veranos. Quién sabe si Robert Graves pensó en Mary en algún momento aquel día a bordo del HMS Greenville, durante la travesía que les condujo a Valencia, o si, cuando continuaron por mar hasta Inglaterra, pudo guiar su pensamiento hacia la piel de aquella joven, a la ternura de aquella primera vez, mirando las estrellas extendidas como pecas sobre el cielo de agosto.

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J. C. Pursewarden

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