Nadie va a prohibir Lo que el viento se llevó. La película seguirá emitiéndose en televisión, se comercializará en formatos domésticos y hasta volverá a integrarse en la oferta de la plataforma audiovisual que recientemente la ha retirado en cuanto sus responsables introduzcan una explicación acerca de su mensaje y su contexto. Como en tantas otras cuestiones que se van debatiendo en esta época nuestra —tan dada a las sobreactuaciones, a opiniones raudas y gratuitas, al escándalo avivado por el trajín de unas redes en las que cualquier banalidad se puede convertir por arte de magia en casus belli—, hemos preferido perder el tiempo en lo superficial en vez de acudir al meollo de la cuestión, quizá porque en éste residen algunas verdades que nos pueden resultar incómodas.
Lo que el viento se llevó se estrenó en 1939, dos años después de que se publicara la novela homónima de Margaret Mitchell, quien pese a hacer gala de inclinaciones más bien progresistas —fue una firme defensora del sufragio femenino— dejaba entrever una cierta nostalgia por el sistema de valores que regía en los Estados Confederados, aquellos que se mostraban partidarios de la esclavitud. Tanto el libro que le abrió las puertas del Pulitzer como la película que la adaptó al celuloide y que se haría famosa en todo el mundo vertían una mirada no sólo comprensiva, sino romántica y hasta complaciente, hacia aquel mundo que se desmoronó cuando triunfaron las tesis de la Unión y unos cuatro millones de esclavos vieron reconocidos sus derechos como ciudadanos libres.
La primera cuestión que sale al paso se dilucida dentro de los parámetros de la ética: ¿puede un creador abordar un tema como el de la esclavitud no ya sin manifestarse en contra, sino mostrando un discurso ambiguo o desprovisto de juicios de valor, o incluso posicionándose claramente a favor de la misma? Evidentemente, sí. Lo que no puede es exigir que esa posición suya sea asumida y defendida sin críticas ni reproches por la sociedad en su conjunto, máxime cuando atenta contra un principio, el de la igualdad, en el que teóricamente sustentan su propia condición las sociedades modernas. Un artista tiene derecho a exponer y plasmar su visión del mundo, pero también el público tiene derecho a emitir su propio dictamen sobre esa percepción y sobre el modo de plasmarla. Es la misma lógica por la cual el hecho de poder expresar una opinión no significa que ésta sea respetable o irrebatible: mi libertad para opinar es la misma que tienen quienes no están de acuerdo conmigo para opinar que mi opinión no vale nada.
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En el terreno de las narrativas de ficción, el debate se vuelve más pantanoso, en tanto que no tiene por qué corresponderse la visión del autor con la de sus personajes, ni siquiera con el discurso general de su obra. No han sido ni serán pocos los relatos narrados en primera persona por alguien cuya mentalidad e intereses son completamente ajenos a los de su autor, e incluso ese ardid sirve muchas veces —y es recurrente aquí el ejemplo de Nabokov y su Lolita— para denunciar u oponerse a aquello que en apariencia se justifica o se defiende. También se ha dado en ocasiones el caso contrario: creaciones que fueron sinceras pero que acabaron por servir a causas radicalmente opuestas a aquéllas a las que servían. El Viaje al fin de la noche de Céline —confeso seguidor del ideario nazi— se acabó interpretando como un firme alegato antibelicista. Pero aún hay una muestra más clarividente que atañe a este mismo autor: sus panfletos antisemitas eran tan furibundos, tan carentes de cualquier mesura, que ya en su época se leyeron como textos satíricos, es decir, como códigos que ridiculizaban aquello que, en realidad, defendían. Hace unos meses, en Cartagena de Indias, escuché al escritor Juan Gabriel Vásquez hacer una observación muy inteligente: las novelas tienden a ser más inteligentes que sus autores.
Las contextualizaciones son necesarias en todos los aspectos de la vida y también en el arte, porque son las que a la postre completan su sentido. No se entienden las pirámides de Egipto sin saber de los faraones, ni se explica del todo el arte barroco en el sur de Europa sin atender a las implicaciones de la Contrarreforma. El problema no está tanto en la emisión como en la recepción, y tengo para mí que en la raíz de esta polémica en torno a Lo que el viento se llevó se encuentra la escasa o nula confianza en nuestras competencias para analizar, siquiera subliminalmente, lo que aparece ante nuestros ojos. Llevamos años observando cómo principios que se creían sólidos e inquebrantables, consensos necesarios para consolidar y fortalecer eso que unos llaman ciudadanía y otros denominan conciencia colectiva, se resquebrajan o se cuestionan en aras del cumplimiento de ese viejo refrán que asevera que, cuando el río está revuelto, quienes ganan son los pescadores. La proliferación de noticias falsas, la convicción generalizada de que todos los dictámenes tienen la misma validez sólo porque provienen del mismo canal, la tendencia a la polarización que constantemente lleva a decantarse por el blanco o el negro, sin atender a la escala de grises, acaban conduciendo a que se considere oportuno incorporar a una película un mensaje alertando de que el hecho de que en ella se vierta una mirada amable sobre la esclavitud no implica que la esclavitud sea algo bueno ni deseable. Yo entiendo tanto a quienes consideran chusca la medida como a quienes la juzgan pertinente. A los primeros, porque incurrir en esa clase de iniciativas implica dudar severamente de la capacidad de discernimiento de los espectadores, además de hurtarle a la ficción su potestad de expresarse libremente para que cada cual saque sus propias conclusiones; a los segundos, porque hay males que nuestra sociedad no ha erradicado y sobre los que conviene debatir. No pasa nada por reconocer que, en el aspecto puramente cinematográfico, El triunfo de la voluntad es una película admirable, por más que en el plano ético o moral —Leni Riefenstahl se sirvió de ella para divulgar el ideario nacionalsocialista— resulte claramente reprobable. Tampoco nadie debería rasgarse las vestiduras cuando se dice que, por mucho que nos guste Lo que el viento se llevó, no deja de entonarse en ella una oda melancólica a unos tiempos en los que unas personas eran más que otras únicamente en función del color de su piel. Ni eso convierte la película en un bodrio ni a sus espectadores en canallas. Simplemente contextualiza lo que vemos y abre caminos para debatir si realmente hemos avanzado mucho desde entonces. Todo lo demás es meterse en guerras estériles que sólo nos hacen precipitarnos por el abismo de nuestro propio cerrilismo. Lo expresó bien hace unos días el escritor Manuel de Lorenzo: lo primero que se lleva el viento es el sentido común.
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