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La verdadera prueba, de Lorenzo Silva - Zenda
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La verdadera prueba, de Lorenzo Silva

Lorenzo Silva (Madrid, 1966) tiene el honor de cerrar el libro de relatos. Así ha caído en suerte, porque hemos seguido para el orden uno estrictamente alfabético. No es el sistema más democrático ni el más justo. Al fin y al cabo, todos llevamos el apellido desde la cuna, y lo sobrellevamos, mal que bien,...

Lorenzo Silva (Madrid, 1966) tiene el honor de cerrar el libro de relatos. Así ha caído en suerte, porque hemos seguido para el orden uno estrictamente alfabético. No es el sistema más democrático ni el más justo. Al fin y al cabo, todos llevamos el apellido desde la cuna, y lo sobrellevamos, mal que bien, hasta que nos morimos.

Lorenzo lo que arrastra desde su primera novela es un talento literario sorprendente y maravilloso. Es capaz de enfrentarse a cualquier desafío y salir de él limpio y fresco, como si escribiera sin esfuerzo alguno. Mentira. Es de los que sudan, de los que se dejan la piel y el alma en el teclado porque saben lo que hay y lo que somos. La tonelada de premios que ha ganado, desde el finalista del Nadal al premio Planeta, son solo un refrendo de algo que sabemos todos. Lorenzo es un escritor de raza, como pocos. Y un ejemplo para todos.

En este relato, Lorenzo Silva nos enfrenta a una amarga prueba. Tan realista como las que superan día a día los verdaderos héroes y heroínas que nos protegen cada día. Este viaje comenzó con una historia de ciencia ficción, y termina pegado a la realidad, de la forma más dura. Ese es el camino de los libros. Cuando cierras sus tapas, al otro lado existe el mundo en el que nos han obligado a vivir. Podría ser peor, no obstante.

Podrían no existir objetos como este que tiene usted en la mano. Y entonces no habría escapatoria alguna. (Juan Gómez-Jurado)

La prueba, esta vez, no fue dar con el hilo. Eso fue tan fácil como estar una mañana en tu mesa, en tu oficina, al igual que todos los días, descolgar el teléfono y recibir aquella información: que unos padres habían acudido a presentar una denuncia por algo que le había ocurrido a su hijo de dieciséis años, y que por lo que estaban contando se trataba de un delito relacionado con tu especialidad y tu responsabilidad y parecía conveniente que te ocuparas tú de llevarlo. Apenas pediste un par de detalles más: en seguida te convenciste de que quien te llamaba lo había hecho con buen criterio. Le rogaste que los atendiera has­ta que llegaras, miraste el reloj y calculaste lo que te lleva­ría trasladarte hasta las dependencias del pueblo donde se había presentado aquella pareja preocupada y angustiada. Colgaste, agarraste la cazadora y el bolso y saliste rauda hacia el aparcamiento.

Por el momento, preferiste ir tú sola. Sabías bien lo que eran esas situaciones, para los afectados y para quien tenía que darles confianza y amparo, además de ocuparse de la diligencia policial de recoger su denuncia, de entra­da, y abordar luego las pesquisas que hicieran falta para acabar de esclarecer la verdad, dar con el responsable y conducirlo delante de un juez. En esas otras fases pos­teriores ya tirarías de tu gente o, dicho de otro modo, de Lola y de Juan, que componían contigo el equipo de de­litos contra mujeres y menores. No sólo te bastabas y te sobrabas para hacer aquella primera exploración, sino que tampoco convenía enfrentar a aquellos padres, que ya ha­bían pasado el mal trago de contar la historia a quien los recibió, a una legión de agentes para dar pelos y señales de lo ocurrido a su hijo.

No fue la prueba aquel primer contacto con ellos, cuando llegaste y los viste hechos un manojo de nervios en un banco del pasillo frente a la oficina de denuncias, esperándote. Les habían dado un café, por lo menos, que los dos mantenían en la mano, el vaso mediado y ya gé­lido, cuando te identificaste y les dijiste que ibas a ser tú la que se ocupara de lo de su hijo. No era plato de gusto ver a dos personas rotas por el eslabón más débil de la cadena de su corazón y sus afectos: la vida que habían traído al mundo y que de pronto sentían que habían falla­do a la hora de orientar y proteger. Sin embargo, aquello, y en circunstancias mucho peores, ya lo habías afrontado muchas veces y habías desarrollado técnicas para llevarlo con la mayor suavidad posible para el otro y para ti mis­ma. Técnicas que te limitaste a aplicar, hasta que estuviste sentada a solas con ellos, mirándolos a los ojos, y les pe­diste que te contaran ordenadamente todo.

Aquel hombre y aquella mujer, calculaste, pasaban ya de los cincuenta, y pensaste en una sociedad que una y otra vez pone a los adolescentes en manos de hombres y mujeres que ya no tienen todo el empuje, o toda la ilusión, o todas las ganas, porque a la paternidad y la maternidad se llega a una edad más avanzada y tal vez menos natural que en otros tiempos y bajo el peso de presiones y ago­bios de toda índole; desde poder pagar la hipoteca hasta mantenerse activo y dinámico en el trabajo para que no te echen y te cambien por un veinteañero con todas las fuerzas intactas y una ilimitada capacidad de sacrificio. De los dos, era al hombre al que se veía más vencido, más desgastado por lo que quiera que la vida le pusiera todas las mañanas en el plato para que tratara de despacharlo; la mujer se mantenía más entera, porque en el plato le caía algo menos amargo y duro o porque, no siendo así, era más fuerte que él. También pasa, y muchas más veces de lo que se piensa. El caso es que fue ella la que se tragó la vergüenza, por ellos, por su hijo, por la historia, por la situación, por aquella mujer con placa que los escuchaba —esto es, tú— y se echó a la espalda, ante la claudicación en que estaba hundido su marido, la tarea de relatar los hechos.

Para ellos todo había empezado cuando advirtieron que su hijo estaba con el ánimo más sombrío que de cos­tumbre, de peor humor y con una propensión inusual a tener estallidos de ira. Al principio lo atribuyeron a la edad y sus desajustes: todos los adolescentes tienen al­guna temporada, larga o corta, en la que se vuelven inso­portables para el prójimo, incluidos los seres más cerca­nos y hasta queridos, porque no se soportan a sí mismos. Sin embargo, aquello fue tomando en seguida una deriva mucho más preocupante: el chico no dormía bien, tenía episodios de ansiedad y una madrugada se despertó con convulsiones. Fue en ese momento cuando los padres, a los que llamó aterrado por aquellos síntomas físicos, pu­dieron atravesar la coraza en la que se había envuelto y acceder a la médula ardiente de su secreto. Aquella noche, el chico se derrumbó y les contó todo.

La historia, como tantas otras, se había iniciado en una red social: o lo que es lo mismo, una de esas nuevas calles oscuras de las que se ha llenado el mundo, adminis­tradas y explotadas con inmenso lucro por corporaciones que no responden, como haría cualquier ayuntamiento, de que en las calles apenas haya farolas, las alcantarillas estén sin tapa y sea posible casi a cada paso meter el pie en un socavón. Ellas se limitan a decir que transitarlas es voluntario y gratis y a seguir acumulando a buen ritmo su patrimonio descomunal, cifrado en primera instancia en datos que se apropian y gestionan sin supervisión de autoridad alguna, y en segunda en los millones de euros y de dólares en que se convierten esos datos y que termi­nan remansados en algún paraíso fiscal después de eludir todas las jurisdicciones tributarias del planeta. La rentabi­lidad es toda suya; los riesgos se traspasan en bloque a la comunidad de la que la obtienen, en una especie de anar­cocapitalismo digital que después de tantos años de ver sus efectos en los más débiles no deja de pasmarte. Pero todo eso te sobrepasa, lo has aceptado hace ya tiempo y tu cometido era otro: escuchar a aquellos padres y averiguar qué le había pasado a su hijo en aquel callejero tenebroso y virtual en el que ya habías visto a tantas caperucitas y caperucitos dar un mal paso y acabar yendo a parar al peor de los bosques.

El comienzo había sido bastante convencional: a tra­vés de la red social en cuestión el chaval había entrado en contacto con una chica más o menos de su edad, que tenía en su perfil unas cuantas fotos con poca ropa y mucho rímel. La relación había subido rápidamente de tempera­tura, de nuevo nada muy novedoso, y se había convertido en una conversación sostenida en el tiempo: un par de semanas, para ser más exactos. Se daba la coincidencia de que la chica, según le dijo, no vivía lejos, y en seguida se planteó la posibilidad de un encuentro físico, léase car­nal, léase sexual, que al chico ilusionó cuanto cabe supo­ner. Sin embargo, la chica le dijo que antes de verse tenía algo muy importante que decirle: resultaba que tenía no­vio, un chico un poco mayor que ella, que no veía mal que ella tuviera relaciones con otros, al revés, le excitaba, pero que le ponía una condición para no estar celoso: acostarse él antes con los chicos con los que ella fuera a tener sexo. Su planteamiento, al principio, fue desconcer­tante para el chaval. Dos días después, y tras una campaña de estimulación y convicción por parte de la chica, con fotos suyas cada vez más subidas de tono, su hambre de ella era tan grande como para pagar el peaje y hacer el sacrificio.

En efecto, había un chico mayor que la chica que acu­dió a la cita y que tuvo relaciones sexuales completas con su hijo. Un chico amable, les contó, que no le trató mal, que le dijo que le ponía que su novia fuera a acostarse luego con el chaval, y que no se preocupara, que él lo veía bien. Se despidió de la forma más educada y le deseó que disfrutara con la chica. Lo malo vino después: cuando la chica no volvió a dar señales de vida, salvo por un men­saje que su hijo recibió en su bandeja de correo electróni­co. Traía como adjunto todas las fotos comprometedoras que él le había estado enviando y tenía un texto tan breve como devastador: «No te olvides de que las tengo». Ahí el muchacho empezó a comprender, fatalmente, que había sido objeto de un engaño monumental, por parte de aque­lla supuesta chica de la que sólo había visto fotos y había leído tórridas palabras.

Pudiste imaginarte el calvario que había vivido aquel chico en los días y semanas sucesivos. Cómo se había derrumbado su autoestima, su fortaleza, su energía para vivir. Cómo lo habían devorado la vergüenza y el mie­do, cómo había colapsado su mente, cómo se le había deshecho el equilibrio emocional hasta arremeter contra aquellos que mejor o peor, con más o menos acierto y dedicación, querían ayudarlo, confortarlo, y a quienes esa percepción destruida y bochornosa de sí mismo le impe­día recurrir. Hasta que la naturaleza hizo su tarea: la an­siedad llevó a la angustia, la angustia al ahogo y el ahogo a la convulsión, propiciando aquella situación en la que se vino al fin abajo.

Escuchaste a la madre, les extrajiste tan delicadamen­te como pudiste toda la información que ellos podían fa­cilitarte, les dijiste que tendrías que hablar con el chaval y que lo harías con cuidado. Que le harías ver que no tenía de qué avergonzarse, que un deseo del todo normal y su inocencia le habían puesto en las manos de una mala per­sona, que era quien debía morirse de vergüenza cuando su acto quedara expuesto, algo que tú y tu equipo os en­cargaríais de conseguir, para que de paso le cayera el cas­tigo severo que la ley contemplaba para un delito que era grave, que se investigaría hasta el fin y que aquel hombre iba a pagar como correspondía. Te recompensó ver que salían de allí tan dolidos y afligidos como entraron, pero no tan agobiados ni sintiéndose tan culpables como te los encontraste al llegar.

No fue, tampoco, la prueba que te aguardaba la ex­ploración del menor: no es un trago fácil nunca, pero no era, ni mucho menos, la primera vez que la hacías. Ahí sí preferiste que te acompañara Juan, que bordó su papel ofreciéndole no sólo un hombro masculino, sino apunta­lando la propia masculinidad herida de aquel chaval. Es­tuvo impecable: sólo te hizo dudar cuando al final le puso la mano en el hombro y le dijo que no se preocupara, que a aquel hijo de puta le iba a salir caro ir por ahí de listo abusando de los demás y que le iba a hacer sentir como la mierda que era. No era muy ortodoxo, ni muy apropiado, pero lo entendiste, cuando viste la expresión de gratitud del chico. Por lo demás, el muchacho ratificó todo lo que los padres habían dicho, y que era lo mismo que les ha­bía contado él. Aparte del relato de los hechos, os facilitó todo el material concreto que os iba a ayudar a ponerle nombre a su agresor: perfiles de redes sociales, comuni­caciones vía chat y aplicaciones de mensajería, direccio­nes de correo. Los hilos electrónicos con los que vosotros tendríais luego que tejer, y tejeríais, la red para atraparlo.

No fue tampoco la prueba la pesca en sí o, si se prefie­re, la cacería que os condujo hasta la pieza que buscabais. No tomaba precauciones excepcionales: parecía creer que el oprobio de la víctima, más la amenaza de difundir esas fotografías que por nada del mundo querría que se vieran, eran más que suficientes para garantizarle total seguridad e impunidad. Una y otra vez, los rastros os llevaban a dos direcciones IP: la de su casa y la del despacho de la firma de consultoría en la que trabajaba. Para amarrarlo le ten­disteis una trampa en una de las redes, usando de sus mis­mas artes, es decir, con el perfil falso de un chico que iba a atraerle sí o sí, por lo que enseñaba y por lo que decía. Picó casi de inmediato, y reprodujo al milímetro la estra­tegia seguida para engañar, atraer y utilizar para su placer a vuestra víctima. Con todo eso había más que suficiente para que un juez firmara una orden de entrada y registro e ir sin más a por el sujeto.

La prueba menos prueba de todas fue detenerle: era un tipo insignificante, que ni por su envergadura ni por su carácter ni por su arrojo habría podido jamás intimidar a persona alguna, y menos a los agentes uniformados de intervención que lo sacaron de la cama, le pusieron las esposas y lo llevaron hasta el sillón donde asistió, quieto y al borde del desmayo, al registro de su piso y la in­cautación de sus ordenadores, móviles y tabletas. En los interrogatorios se negó a declarar, pero tampoco eso tuvo, al final, la menor importancia. Todas las huellas de su ac­tividad estaban en sus memorias y discos duros, esperan­do el día en que alguien las encontrara y le quebrara con ellas el espinazo por los siglos de los siglos. Ni siquiera te sentiste en la necesidad de afearle su comportamiento o de hacerle sentir el desprecio que te inspiraba. Te limitaste a decirle: «Después de tanto cazar, te toca a ti ser la pieza. Te acompaño en el sentimiento».

Ahora, tras entregarlo al juez y verlo desfilar hacia prisión, es cuando se te presenta la verdadera prueba: la que va a decir de qué pasta estás hecha, si eres o no una heroína, una princesa guerrera capaz de mirar al dragón cara a cara sin que te tiemble el pulso, sin que se te nuble la mente, sin que te abandone tu fe en ti misma, en lo que haces y en tus semejantes. Tienes ante ti la lista que te han preparado Juan y Lola, después de varios días de traba­jo exhaustivo con el material extraído de los dispositivos electrónicos del depredador. Su labor se resume en una veintena de nombres, a los que acompañan unos números de teléfono, que han conseguido a partir de las indagacio­nes que han hecho de sus respectivos domicilios a través de las direcciones IP. Han contrastado las fotografías con las que obran en la base de datos del DNI. Todos se pa­recen en ellas lo suficiente a como salen en las imágenes digitales. El mayor tiene diecisiete años, el menor quin­ce. También tenéis los chats, que os permiten deducir que todos ellos recorrieron el camino entero hasta las fauces del monstruo; de ese monstruo que sólo sabía morder en el callejón virtual y nunca habría podido atacarlos en la calle, pero que en sus dominios era tan astuto y activo como mortalmente eficaz. La lista, al lado del nombre de la víctima y el número de teléfono de su casa, tiene el de sus progenitores. Esas personas a las que ahora tienes que llamar y recibir una a una, para contarles lo que les ha pasado a sus hijos. Para encajar su estupor, su dolor, sus ganas de morirse y de matar a alguien, o de matarse ellos. Para tranquilizarlos y pedirles que te traigan cuando pue­dan a los chicos y pongan la denuncia y después no dejen de darles cariño y comprensión, de cuidarlos, de tratar de mantenerlos a salvo de las aceras infames de la vida, de cemento o de bytes, porque la vida sigue, y seguirá mejor con el culpable enfrentado a las consecuencias legales de todos y cada uno de sus actos.

Esa va a ser para ti, verdaderamente, la prueba.

Málaga-Getafe, 17 de enero de 2020

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Autores: Elia Barceló, Espido Freire, Luz Gabás, Arturo González-Campos, Alaitz Leceaga, Manel Loureiro, Raquel Martos, José María Merino, Bárbara Montes, César Pérez Gellida, Blas Ruiz Grau, Karina Sainz Borgo, Mikel Santiago y Lorenzo Silva. Título: Heroínas. Editado por Zenda con el patrocinio de Iberdrola. Ilustraciones: Fran FerrizDescarga gratuita: en Amazon y Fnac

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Lorenzo Silva

Lorenzo Silva (Madrid, 1966) ha escrito, entre otras, las novelas La flaqueza del bolchevique (finalista del Premio Nadal 1997), Noviembre sin violetas, La sustancia interior, El urinario, El ángel oculto, El nombre de los nuestros, Carta blanca (Premio Primavera 2004), Niños feroces, Música para feos y la Trilogía de Getafe. En 2006 publicó junto a Luis Miguel Francisco Y al final, la guerra, un libro-reportaje sobre la intervención de las tropas españolas en Irak y en 2010 Sereno en el peligro. La aventura histórica de la Guardia Civil (Premio Algaba de Ensayo). Además, es autor de la serie policíaca protagonizada por los investigadores Bevilacqua y Chamorro, iniciada con El lejano país de los estanques (Premio Ojo Crítico 1998) y a la que siguieron El alquimista impaciente (Premio Nadal 2000), La niebla y la doncella, Nadie vale más que otro, La reina sin espejo, La estrategia del agua, La marca del meridiano (Premio Planeta 2012), Los cuerpos extraños y Donde los escorpiones. lorenzo-silva.es · vilasilva

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