Antonio Gamoneda. Retrato de Cristina Sanz Ruiz
Antonio Gamoneda, ante todo poeta, gran y personal poeta, también ha tenido tratos con la prosa, ensayística y narrativa. Sueltos y recogidos en libros andan un buen número de artículos incisivos, provocadores, expresión de rotundas opiniones muy suyas y libres, acerca de asuntos de estética, literarios y de arte. Al género narrativo, por decirlo de manera aproximada, pertenece su Libro de los venenos, obra inclasificable, diccionario inventivo y divertido, curioso bestiario de sustancias mortíferas, estrictos textos imaginarios, pura literatura que mira de soslayo a la naturaleza humana. Por fin, hace un decenio dio el salto a una empresa puramente narrativa con Un armario lleno de sombra, primer tomo de sus memorias, evocación de la infancia dura, de la guerra, de la posguerra brutal, con tope en la fecha en que el adolescente accedió al mundo laboral. Esta circunstancia sirve de arranque al segundo tomo de sus recuerdos, La pobreza.
El 1 de junio de 1946, un día después de alcanzada la edad legal para poder trabajar, Gamoneda ingresó en la escala más humilde del Banco Mercantil en su ciudad adoptiva, León. La presente rememoración se iba a extender desde aquel año hasta el 31 de agosto de 1960, pero La pobreza desborda ese marco hacia atrás, con retornos a la infancia, y hacia delante, con apuntes que llegan hasta anteayer. No se trata de un fallo inconsciente en la planificación, sino de algo asumido por el propio autor, una escritura desatada y desvertebrada que constituye uno de los encantos del libro. Gamoneda consolida el impulso al desorden, a los saltos temporales, a que los sucesos aparezcan en su sitio lógico, a deliberar incluso en el propio texto sobre si dirá tal cosa o no. De tal forma el libro ofrece la desinhibida y humorística condición de work in progress, de construcción que pone en el aire con desenfado su desarrollo dubitante. Como dice el autor, “al escribir hago relato de la misma escritura que estoy haciendo”.
La pobreza hace buena la idea de la espontaneidad convertida en sistema y cumple con el principio de escribir “a la que salga”. Aunque tal procedimiento entraña enormes riesgos, Gamoneda sortea el presumible desastre formal por la franqueza con que lo expone y porque al fondo de esta arriesgada peripecia escritural encontramos lo que él mismo presenta como “la figura de un escritor desamparado ante su propia escritura”. De este modo resulta verdadero el sostén primero de la obra, “un texto construido para interrogar y dudar, que así lo estoy haciendo sin pretenderlo”. Al fin, su “desdén por el orden —y por el desorden— cronológico”, y, debería añadir, el desdén también por la disciplina temática y anecdótica, forma un expresivo popurrí de evocaciones según van viniendo al recuerdo. Con lo cual, por otra parte, el autor reivindica un derecho autorial inalienable, burlar las convenciones de género. Por eso afirma con comprensible arrogancia: “El libro es aún mío”.
La parte primera de La pobreza, titulada “La escritura”, es algo así como un amplio prólogo metaliterario en el que también ocupan buen lugar las reflexiones de Gamoneda acerca de la poesía, antigua e insistente preocupación suya. Tiene ideas al respecto muy personales, no siempre fáciles de entender y de formulación abstracta, y aprovecha las memorias para volver a enunciarlas. Con llamativa letra cursiva expone que “la poesía es una realidad por sí misma y en sí misma, y puede excusar las referencias exteriores y las significaciones previstas”. Y en su apoyo aduce una tesis de Sartre: “La poesía es irreparablemente subjetiva y no puede modificar estructuras ni circunstancias objetivas”. Este estatuto autónomo de la poesía le lleva a señalar como error extendido el identificar poesía con literatura y literatura con ficción. Cuando, para él, rotundamente, “la poesía no es literatura. Ni ficción”. Es, sin más, poesía.
No trata Gamoneda de sembrar la confusión con semejantes afirmaciones. Lo que hace es defender un punto de vista ontológico sobre esta forma específica de escritura, que tiene buen cuidado en acotar y definir: “La poesía es generación sucesiva de un lenguaje transfigurado en su origen; un lenguaje otro”, y quienes cuentan con esa capacidad de generación “ponen en las palabras un valor que no está en los pactados para el lenguaje referido o para el lenguaje de la comunicación habitual, sea ésta interpersonal, informativa o literaria”. No es éste lugar de debatir tal teoría —de la que me encuentro muy distante— sino solo de señalarla según merece porque en ella se halla la base de algo que suele llamar la atención, el desdén con que Gamoneda se refiere a poetas como Gil de Biedma o sus herederos los llamados poetas de la experiencia y que da jugosos titulares en la prensa. Sin descartar un punto de provocación, en el fondo late una estética, la que en La pobreza le lleva a calificar de “tontería suprema” la de Vicente Aleixandre, “que no sabía lo que decía”, al sostener que la escritura es “comunicación”. Lo curioso de este esencialismo radical es que se compagina nada bien con muchos de los poemas antiguos y mejores del propio Gamoneda, de los cuales se ha ido apartando en un incesante trabajo de reescritura.
Hay que enfatizar esta vertiente especulativa de las memorias, pero también advertir que no es su tono dominante. Llegada la segunda parte, de título homónimo al del libro, encontramos otros registros más variados y diversos, un atractivo muestrario de “divagaciones circulares, ironías, sucesos grotescos”. La vida común y sus menudencias entra con fuerza arrasadora: el trabajo, la sociedad, el mundo cultural, el activismo político y el desnudamiento íntimo del autor.
El mundo laboral en la banca nos retrotrae a tiempos de pura explotación, con jornadas sin límite, ningún derecho y pura tiranía. Reconocemos al sistema como el culpable, pero lo que de verdad impacta es la condición humana, la cadena de déspotas prestos a escarnecer al inferior. El durísimo retrato de interiores bancario no se sostiene en vagas generalizaciones. Se presenta con la nómina exacta de jefecillos, con nombres, apellidos y cargos, con “minucias” de comportamientos que proporcionan un valor representativo vivaz a la exposición de corte documental. Igual de plástica resulta la estampa social colectiva de un tiempo de privaciones, miserias, disimulos; el tiempo de la pobreza a la que alude el título, si bien esta palabra tiene un sentido un tanto diferente al del diccionario e incluye no solo lo material, el hambre y otras manifestaciones de la precariedad, sino también la pobreza moral, estigma de la vida provinciana bajo la férula franquista.
También proporcionan estas memorias un noticiario cultural con su inevitable glosa. Algún detalle concreto descubre miserias, así la intromisión de Antonio Colinas para vetar la publicación de los diarios de su paisano Antonio Pereira. Pero no abundan los de esta clase, y más bien Gamoneda ayuda, desde su experiencia personal, a reconstruir la imagen literaria de un tiempo y los afanes (concursos, premios, revistillas) y vejaciones (la censura que dio al traste con el poemario Actos) de los escritores de entonces. A partir del trato personal, Gamoneda aporta, sobre todo, valiosos apuntes sobre el grupo de la revista leonesa Espadaña, primer hito de rebeldía lírica en la posguerra contra la evasión y el clasicismo. En La pobreza deja testimonio de afecto y admiración, con puntualizaciones certeras, por Eugenio de Nora, Victoriano Crémer o Antonio González de Lama.
Por más desconocido, resulta de mayor interés el relato del activismo político de Gamoneda, su discreta y eficaz labor como delegado de Comisiones Obreras en León y su militancia en el Partido Comunista. La estampa, en este caso, rescata con frescura peripecias y misterios del trabajo en la clandestinidad. Suelen estar marcadas las crónicas de la agitación política y laboral contra el franquismo con el énfasis que pone en su labor, por indicar un nombre, el sindicalista Manolo López en su muy interesante relato Mañana a las once en la plaza de la Cebada. Gamoneda evita, sin embargo, la épica al máximo, y su crónica militante tiene un aire de experiencia arriesgada pero modesta. No hay más que observar cómo explica su apartamiento de Comisiones (“me advertí desvinculado”) o cómo declara su “difícil vinculación con el Partido Comunista”, del cual, por cierto, precisa, nunca llegó a tener el carné en sus manos.
Esta vertiente práctica de la ideología se complementa en La pobreza con explícitas exposiciones políticas. No tienen mucho aparataje especulativo y su fundamento se halla, por decirlo a la manera del autor, en la percepción del mundo “partiendo de una conciencia correcta y crítica”. Desde ahí, a Gamoneda le sostiene una vigorosa decantación por la fraternidad y por la solidaridad con el sufrimiento, la injusticia y la desigualdad. Estos principios éticos le llevan a la conclusión de que “al día de hoy, democracia es igual a capitalismo”, con un resultado negativo, porque todos, derechas e izquierdas, están y se acogen al sistema, lo confirman y lo respetan. Las consecuencias: “El sistema es injusto y crea sufrimiento”. Por desgracia no percibe ninguna otra buena opción: “Las fórmulas históricas del comunismo, supuestas alternativas al capitalismo, tampoco son válidas”. Aunque sí ve alguna posibilidad: “La realización revolucionaria consistiría en la abolición progresiva del consumismo”, en su primer tramo del automóvil. Por ahí resultaría practicable el “agotamiento del instrumental depredador”.
Como es esperable y deseable en unas memorias, el desnudamiento íntimo del autor constituye una trama básica del libro. En ella compartimos sus problemas psicológicos, depresiones, alucinosis auditivas, “visitas” nocturnas y angustias varias. Sobre los recuerdos aletea la desazonante mariposa de la edad —recuérdese, título ya de una primera compilación poética—; de la vejez, nombrada sin el bobo eufemismo “nuestros mayores” que la corrección política hace circular en estos días de pesadilla. A la edad se junta el dolor. Y todo ello se corona con el gran enemigo, la muerte. En buena medida, La pobreza es un inacabable obituario —de amigos, de antiguas relaciones, de vecinos, de los execrables jefes en el banco— festoneado con machacona anáfora: ha muerto, murió. Este “inventario de desapariciones” da la clave de la visión pesimista, desoladora que Gamoneda tiene del mundo —“canción errónea” la vida, declara el propio título de un poemario reciente— y que impregna su poesía, sobre todo de un tiempo acá.
El paciente buscarse de Gamoneda en el olvido tiene como efecto una minuciosa catarsis que el propio autor confiesa: “La razón de este escrito es levantar mi pasado, encontrarme en él, pensarme, entenderme en mis hechos y reconocer algo que olvido o desconozco, un vacío o una pérdida que me daña”. La dimensión confesional de La pobreza no obsta para que también cumpla el papel de testimonio colectivo y retrato de época. Un único regusto apesadumbrado dejan estas magníficas memorias: vistas la fuerza propiamente narrativa de muchos pasajes y la personalidad con que está construido el relato, uno lamenta que Gamoneda no se haya dedicado con mayor asiduidad a la prosa.
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Autor: Antonio Gamoneda. Título: La pobreza. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Todostuslibros y Amazon
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