Todo es carne desde que tu nave cóncava te arrastrara hasta mi reino. No hay nada que pueda morder, chupar, sorber, oler, que no me lleve al dibujo de nuestras piernas trenzadas. Ya nada es inocente. Ni el mordisco de una manzana mientras te espero, sentada en la playa, ni el vino oscuro que bebes con avidez cuando vuelves de la caza y retiras de los labios con el dorso de la mano, dejando un rastro rojizo sobre tu piel de bronce. Todo se ha transformando en sexo. Sin embargo, el placer que me da tu lengua ya no es suficiente para mí. Necesito sentir la embestida de tu miembro, ese que has clavado en mi garganta, dilatada con tu glande, hasta casi hacerme vomitar de placer, obligándome a derramar una saliva blanca, espesa, que me cae por el cuello en regueros de espuma caliente, como si Afrodita naciera de las olas cada tarde para ti; para que dispares contra ella la flecha de tu semen abundante de joven náufrago. Si me juras por Zeus Tonante que te mantendrás alejado de otros vientres de mujer, podrás entrar en mí como tanto deseas, y derramarte en mi vientre y desplomarte sobre los senos de puntas gruesas como uvas con un gruñido de dolor mientras apuro, celosa de que puedan perderse, las últimas gotas, moviendo con suavidad las caderas. Si en mitad de tu deseo me jurases por Selene inconstante que me amas solo a mí, me liberarías de esta maldición y ya no tendría poder alguno. Dejaría por fin de ser la porquera de hombres.
Sé que no hay amor para mí en tu corazón, pero qué puede importar eso a una mujer como yo. El mar oscuro te trajo hasta la arena de mi palacio y ahora contemplo el cielo en las constelaciones de tus cicatrices. Finjo dormir, pero bien sé que paseas tus pesadillas en mitad de la noche y hablas a solas de caballos de madera, sangre y tormentas. Te acercas, desesperado, a mi piel que quema como un escudo abandonado al sol y te hundes en mí con rabia, como si clavaras, hasta la empuñadura, el bronce afilado en el pecho de un troyano. En ese momento, qué puede importarme a mí tu corazón. Cuando atrapas mi placer bajo tus músculos crispados, tensos, brillantes de sudor, como ungidos con aceite de las Cícladas, qué puede importarme ese amasijo sanguinolento, tan minúsculo que cualquier dios lo rechazaría como ofrenda. Saber que cumple su función de mantenerte con vida martilleando como un Hefesto invisible por debajo de la piel de tus ingles y tu cuello, es más que suficiente para mí.
Hay mañanas que te busco y por fin te encuentro sentado en un escollo, mirando las negras tablas de la nave que la sal ha corrompido; tocando con suavidad la vela cuadrada, añorando navegar sobre el ojo de la proa rumbo a Ítaca. Supongo que al final te dejaré marchar, los dioses ya lo han decidido. Pero sé también que allá en el fondo del Mediterráneo, de vuelta a tu reino pedregoso, en mitad de la añoranza de la juventud, caminarás como un animal enjaulado, silencioso, por el cuarto que compartes con la anciana Penélope dejando que se enfríe aún más el tálamo, y rugirás desesperado, recordando nuestro Nápoles y mi nombre. Circe. Circe. En Ítaca, estoy segura, yo seré tu caballo de Troya.
Segunda sombra: Tebas. Egipto. Siglo XIII a.C, por J. C. Pursewarden
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