Me he acordado de él, y no hace falta que explique por qué. También recuerdo el lugar como si aún estuviera allí: avenida Marsala Tito, cerca del puente donde Gavrilo Princip mató al archiduque Fernando y a su esposa. Y como tomé notas en un cuaderno que conservo, recuerdo también la fecha: 11 de agosto de 1993. Era la época dura en Sarajevo, y lo contábamos en los telediarios. Una directora de Informativos fanática y sectaria, como nunca tuve otra, exigía que no mandásemos tanta carne sangrante, porque el mostrador chorreaba y a Javier Solana, jefe de la diplomacia europea, que se besaba en la boca con los carniceros serbios diciendo que así los aplacaba, nuestras crónicas le estropeaban la sonrisa. Pero a nosotros nos importaba eso un cojón de pato, y gracias a Miguel Ángel Sacaluga, nuestro jefe inmediato, que era mi amigo y nos cubría las espaldas, contábamos lo que nos parecía oportuno. Ahí tienen ustedes el archivo de la tele, como prueba.
El caso es que estábamos en aquella esquina junto al río, haciendo shopping. Llamábamos así a salir cada día de caza con los chalecos, los cascos y toda la parafernalia, apalancarnos donde ese día cayeran más bombas, y en cuanto pegaba un cebollazo cerca, correr a grabar en caliente el asunto y sus consecuencias. Pero también había francotiradores, y eso complicaba las cosas: si asomabas mucho la gaita o te descuidabas al cruzar, te la endiñaban. Estábamos, por eso, pegados a una esquina el arriba firmante, Paco Custodio, que era el cámara, Miguel de la Fuente, segundo cámara y ayudante de sonido, y Slobodanka, nuestra intérprete bosnia. Sentados los cuatro en el suelo y con la espalda contra la pared. Había una mujer muerta acera arriba, lo cual era recomendación suficiente para no pasar de allí, o hacerlo con cuidado. Por eso, cuando llegó el vejete flaco de la mochila y la garrafa de plástico y quiso cruzar, le dijimos que no se la jugara. Pazi Snaiperisti, abuelo. Te van a pegar un tiro. Entonces nos pidió un cigarrillo y se quedó a fumárselo con nosotros. Y mientras lo hacía, nos contó su vida.
La guerra, o las desgracias de la humanidad, tienen muchas formas; y por ese tiempo yo conocía varias. Pero aquélla me pareció especialmente triste. El anciano, leo en mis notas, tenía setenta y nueve años y se llamaba Stefan Bozuri –creo que es una zeta, pero no estoy seguro–. No tenía otra familia que una esposa también anciana, inválida, con la que vivía en un edificio batido por las bombas y los disparos. Habían pasado el invierno sin luz ni calefacción; y ahora, en verano, el agua había que ir a buscarla a unas cañerías rotas donde la gente hacía cola y donde, a veces, un bombazo hacía una escabechina. Stefan, antiguo funcionario del Estado, nos contó que durante un tiempo él y su mujer habían podido vivir de algunos ahorros, pagando a una joven que los atendía. Pero los ahorros se terminaron y además el dinero dejó de valer, y la joven no volvió; así que se desprendieron poco a poco de cuanto de valor tenían, libros incluidos. Al final se quedaron sin nada, y como la mujer no podía moverse de la cama, era él quien salía cada día a la calle desafiando los cañonazos y a los francotiradores, con su mochila vacía y su garrafa de plástico, a buscar agua y a ver si encontraba algo de comida. Siempre había quien se apiadaba de él, nos dijo: los cascos azules, algún conocido, alguna buena mujer que guisaba algo en un improvisado fogón en la calle.
Nos sorprendió su entereza. La naturalidad con que narraba la historia de dos pobres vidas solitarias abandonadas por todos, y la diaria odisea de un anciano que corría con pasitos cortos por las calles desiertas de Sarajevo, con su mochila y su garrafa, buscando algo para llevar a su mujer. Una historia entre miles, gota perdida en el océano de las tragedias del mundo, que su protagonista nos contaba sin dramatismos, con la estoica sencillez de quien asume, por edad y experiencia, que las reglas de la vida deben encajarse igual cuando ganas que cuando pierdes, cuando empiezas o cuando terminas. «Solo me niego a aceptar –fue su única queja– que puedan matarme y ella se quede allí sola, esperando».
Le dimos lo que teníamos: un paquete de Camel, aspirinas, una tableta de chocolate, medio frasco de Multidermol y las últimas barritas energéticas que le quedaban a Custodio. Después cayó una bomba cerca y nos fuimos corriendo a grabarlo todo, a ver si llegábamos a tiempo al telediario. Y lo último que recuerdo de Stefan Bozuri es la lágrima que le cayó al mencionar a su mujer sola y abandonada: una gota solitaria, sólo una, que le corrió por la mejilla y quedó suspendida en el mentón, en los pelillos blancos del rostro sin afeitar del abuelo.
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Publicado el 19 de abril de 2020 en XL Semanal.
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