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9 poemas de Santiago Rodas - Zenda
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9 poemas de Santiago Rodas

*** Bolsas de plástico Bolsas de plástico, vacías, negras, giran entre remolinos invisibles en la calle. Una de mis tías me explica cuándo vendrán por ella los extraterrestres. Pienso cómo será todo esto cuando esté muerto. La misma tía a la que le asesinaron un hijo de 15 años. Recorro barberías de raperos, remontadoras de...

Santiago Rodas es un poeta, editor y profesor universitario nacido en Medellín, Colombia, en 1990. Ha publicado los libros de poesía Gestual, Trampas Tropicales, Plantas de Sombra, Érase una vez un poeta. Presentamos una selección de sus poemas y varios textos inéditos de un libro en preparación llamado El estilo de vida americano. En España se publicó la antología Materiales Inestables (Ediciones Liliputienses, 2021).

***

Bolsas de plástico

Bolsas de plástico,
vacías,
negras,

giran

entre remolinos invisibles
en la calle.

Una de mis tías
me explica cuándo
vendrán por ella
los extraterrestres.

Pienso
cómo será todo esto
cuando esté muerto.

La misma tía a la que le
asesinaron
un hijo de 15 años.

Recorro
barberías de raperos,
remontadoras de calzado,
pollerías,
cajeros de Bancolombia,
discotecas de reggaetón.

En mi barrio
se regó el rumor de que
alguien descubrió un millón de pesos
en la basura.
Ahora casi todos miran,
con disimulo,
entre las bolsas.

Dicen que, buscando dinero así,
uno se encontró una cabeza,
sin su cuerpo.

Las bolsas siguen
girando
en la noche, por el viento.

Y la noche,
entre las bolsas,
gira
también.

***

Cenizas

En la región de Juan Frío,
en el municipio de Villa del Rosario,
a orillas de río Táchira
construyeron un horno crematorio
para desaparecer los cadáveres
de Cúcuta y los Llanos.

Las prácticas de antes eran rudimentarias:
quemaban los cuerpos en cualquier parte
con llantas de camiones y gasolina,
pero en el monte
quedaban restos
que la Fiscalía podría reconocer.

“Yo recibo órdenes, de políticos y militares
para no aumentar las cifras de homicidios del país”.

Explica en una audiencia Armando Rafael Mejía, alias Hernán.

El horno lo pensó Carlos Castaño y lo concretó un hombre apodado Gonzalo.

Pregunta de la Fiscalía: “¿Y los restos que no se incineraban,
como la mandíbula, los dientes o las prótesis?”

Respuesta de alias Hernán: “Se quemaba totalmente todo. Doctor,
a eso se le echaba un balde o tres de agua y
eso se volvía nada”.

“Pero yo no me ponía a mirar porque eso es duro, doctor,
eso de incinerar y desaparecer gente”.

Ya no necesitaban llantas,
tenían nuevas y más eficientes técnicas,
una infraestructura,
para no dejar pistas,
para que en vez de cuerpos
no hubiera nada.

Sin embargo, después de cada quemazón
casi siempre quedaba un polvillo negro
que ya no se calcinaba más.

Se procedía, entonces, a
enterrar las cenizas cerca de los árboles
que, después de un tiempo,
florecían
o daban frutos dulces y sabrosos.

***

Nocturno

Cada noche una piedra diferente se vuelve catedral

N. Hardem

Los colores de la noche
me invitan a dar una vuelta
y camino
como si no hubiera un lugar
al cual ir,
al cual llegar.
Y pienso y también dejo de pensar.
Me acoplo al ritmo de cada cosa
cada vibración magnética, vegetal,
pienso en el diablo, en la palabra naturaleza,
en los costales que se le aparecían a mi tía
Ninfa Rosa de Jesús Quintero,
en las manos de mi madre con vitíligo.
Cuento las veces que he transitado por esta calle.
Veo grafitis en las rejas, carros que pasan,
lámparas que parpadean, gente que camina con bolsas en las manos,
me dan ganas de llorar, pero no lo logro.
Respiro el humo que arrojan los buses,
escucho los pregones de los vendedores de fruta.
Voy al Guanábano,
saludo a Márgara.
Todo está bien, me digo.
Todo está bien, insisto.
Agarro un taxi, miro el centro de esta ciudad
como si estuviera en una película de Víctor Gaviria.
La Playa, La Oriental, el Parque de San Antonio.
Las luces amarillas las cambian por luces blancas
como si quisieran limpiar la luz sucia, tradicional
como si frotaran todo con un trapo
empapado de desinfectante para aclarar las cosas.
Esto es un simulacro, una mímesis, una repetición.
Me bajo en cualquier lugar.
Recuerdo el VHS de mi primera comunión,
la pregunta de mi padre luego de la ceremonia: ¿Cómo te sientes?
Puro, le respondí.
Vuelvo al ritmo negro, ajusto mis pasos al afán que exige el paisaje.
Me concentro en la luz, en su ausencia,
Imagino el montículo de la totalidad de monedas
que alguna vez pasaron por mis manos.
Sigo el camino que me indica
el silencio
que se destila a esta hora
en esta ciudad.

***

Los tiempos del reggaetón

En un principio
odiabas a los que
escuchaban vallenato romántico
porque eras un alternativo.

Entre tus casetes no había otra cosa
que no fuera Fértil Miseria,
Mutantex, I.R.A,
música alternativa

Portabas con orgullo
una camisa
que decía:
No más reggaetón.

Aun así
entrabas en los bailes del barrio
que mutaron,
no sabes cómo,
de la cumbia
y el porro
al merengue house y después,
como si una bomba hubiera caído en la ciudad,
todos cantaban y bailaban
Dembow, dembow, dembow, me vuelve loco bailando el dembow.
Te quedabas en una esquina, mirabas,
tomabas ron con gaseosa en un vaso de plástico,
perplejo,
sin poder hacer nada
sin que nadie te invitara a
perrear,
porque eras un alternativo.

Hiciste una apuesta con alguien:el reggaetón muere en dos años, máximo,
como la champeta.
Por su puesto, perdiste.

Pasaron los años
con los ritmos caribeños respirándote
en la nuca.

Cruzaste el bachillerato
a brazadas
huyendo de las invitaciones a
conciertos de Tego Calderón
De Ivy Queen, Daddy Yankee.

La ciudad en la que vives
se declaró La capital mundial del reggaetón.

Tus amigos rockeros
consiguieron novias, trabajos, una vida
y bailaron en discotecas
hasta la madrugada
con el tun tun del dembow
moviendo los hielos de sus tragos.

Hace poco
te dijeron: estamos en los tiempos del reggaetón.
Mantuviste la cabeza
gacha, pensativo.
Por un momento recordaste
ese habitante de la calle
sin camisa, flaco y mugroso
que, al pasar a tu lado,
tarareaba, abstraído,
una canción que decía
yo te miro y te imagino con ropa haciendo el amor, en la disco bien arisco
con una convicción afilada,
parecía que para él no había nada más en el mundo.

Y respondiste:
sí, estamos en los tiempos del reggaetón.
Mientras te cruzabas de brazos
y mirabas las montañas, la luz,
las Torres del Padre Amaya,
la tarde, que se vuelve noche.

***

Astillas en las manos

Armar un convite
para desmontar el techo de una casa
devorado por el comején y la humedad,
sustituirlo por uno con madera buena.

Descargar las tejas,
debajo de ellas
encontrar cúmulos de tierra y musgo
de los más de 50 años
que el ciclo natural de las lluvias
reunió con estoicismo.

Desmantelar con las manos la cañabrava
que servía de soporte de las tejas,
sentir las astillas negras que hieren la piel.
Descubrir tubos de luz en las habitaciones
en las que murieron los abuelos.

Ver la casa despojada de su seguridad
atávica y familiar.

Quitar un techo con las manos,
poner un techo con las manos.
Sopesar el peso muerto y arenoso
de la madera vieja,
la certidumbre de la nueva.

Palpar la fragilidad del cemento,
medir la potencia de la lluvia
y su trabajo silencioso y residual.

Mirarse las manos sucias, con ampollas,
llenas de astillas.
Pretender descifrar los significados
que se ocultan en ese gesto,
y
no lograrlo.

***

Los nombres de las cosas

Levanto a mi gata,
y empiezo a decirle
los nombres de las cosas.
Ese es el cielo
esa es una calle,
aquella es la gente,
los buses, los árboles,
los postes de la luz.
Ese es el vacío.
Un edificio, una nube,
un policía, una piedra.
Eso es el azul.
Ese es el sol cuando se esconde entre las montañas.
Este soy yo.
Y mi gata mira las cosas,
me mira
y yo supongo que entiende,
algo debe entender
en las palabras que le digo
a ver si reacciona
a algún sonido,
una inflexión
pero empieza a tensar su cuerpo,
se retuerce hasta que
me obliga a soltarla.

Desde el suelo me mira
sin interés y se pone a hurgar entre las plantas
que no son plantas para ella,
las cosas
que no son cosas para ella
ni yo
que no soy absolutamente
nada más
que una masa de carne
que la alimenta,
que emite ruidos
y le señala con el dedo.

***

Retrato de una cancha

En la cancha de microfútbol
amarrados en los alambres de la luz
unos guayos negros
cuelgan como pájaros ahorcados,
endurecidos por el tiempo.

***

La espalda del río

Los cuerpos bajan por el río,
un hombre con un palo en sus manos espera,
es su trabajo.
Abajo el río se parte en dos,
el hombre desvía cada cuerpo
siempre por la derecha,
para eso le pagan.
El pueblo ya tiene suficientes muertos
como para que el río
traiga más, como si nada,
en su espalda.

***

Autorretratos

Veo mis camisetas
colgadas en el armario
como en una fila de copias mías,
repetidas,
decapitadas.

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Juan Domingo Aguilar

JUAN DOMINGO AGUILAR (Jaén, 1993). Escritor, comunicador y gestor cultural. Fue director del grupo Viridiana Teatro y coeditor de la revista La Novicia. Sus poemas han sido traducidos al portugués, al inglés, al árabe y al italiano y han aparecido en revistas como El Cultural, Periódico de Poesía de la UNAM, Círculo de Poesía, Buenos Aires Poetry, Anáfora, Elipsis, La Raíz Invertida, Nayagua y programas como Tres en la carretera, Radio3 o Página Dos, TVE. Coordina la sección «Versátiles» en Zenda. Ha publicado La chica de amarillo (Finalista del I Premio de Poesía Esdrújula), Nosotros, tierra de nadie (XXXIII Premio Andaluz de Poesía Villa de Peligros), 2ª Ed. La Castalia, Venezuela, 2020, y anticine (V Premio de Poesía José Ángel Valente). En 2019 obtuvo una beca de la Unesco como creador residente en Óbidos (Portugal). Fue residente de la XVIII promoción de la Fundación Antonio Gala.

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