Yirama Castaño Güiza es una poeta, periodista y editora nacida en Socorro, Santander, Colombia, en 1964. Participó en la creación de la Revista y de la Fundación Común Presencia. Hace parte del Comité Asesor del Encuentro Internacional de Mujeres Poetas de Cereté, Córdoba. Sus poemas han sido traducidos y publicados en medios de Colombia y el exterior. Algunos de sus libros de poesía publicados son Naufragio de luna (1990), Jardín de sombras (1994), El sueño de la otra (1997), Memoria de aprendiz (2011) o Malabar en el abismo, Antología (2012). Aparece en antologías como Pájaros de sombra, 17 poetas colombianas (Vaso Roto ediciones, 2019). La editorial Animal Sospechoso ha publicado en 2022 la antología En los labios de la Noche, Poesía Reunida, 1990-2022, de la que presentamos una selección de sus poemas.
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Acordes para luciérnaga
Pequeña centinela
atrapada en el tropiezo
Rendida a los pies del bosque
renace la noche en amarillo
Vendrá el día
para buscarle
escondite al movimiento.
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Mínima para un malabarista
Opuesto a lo que algunos
puedan pensar o escribir,
la poesía sirve para profanar.
Y este verbo es mucho más
que sacar la tierra de los muertos,
o llegar hasta el tú después de excavar en el yo,
o espiar por la rendija del paraíso.
Profanar es habitar el silencio
para darle forma de boca roja.
***
Rumor del valle
Cuando comencé a viajar,
no pude resistir la tentación de parar
en la estación equivocada.
Pequeño pueblo de bombilla en la escalera,
habitar cualquiera de tus casas era bailar
en una ronda de gaitas y tambores.
No importaba la lengua arenosa,
ni el calor colándose en la pared de la cocina.
Bastaban eso sí los olores de la tierra,
la lentitud descalza en el centro de la plaza.
Nadie tenía nombre
y sin embargo todos se llamaban.
Las mujeres pintaban sus labios
en punto de las seis
y los hombres aplastaban fichas
en medio de los gritos y la fiesta.
Pero un día llegaron los falsos monjes
a pintar con aerosoles
agujeros negros en tu cielo.
Pequeño pueblo,
ahora que vuelvo con el camino despejado,
ahora que la brújula señala el norte sin equívoco
hay algo que no entiendo,
todos callan
y una fila de cantadoras
con velas en las manos
alumbran la marcha
que aleja a los niños
de la prometida tierra.
***
El país de las maravillas
El rey rojo sueña Alicias,
mientras los espejos cuentan noches.
¿Dé qué juego vuelves?
¿Hacia qué cielo vas a dirigirte
cuando te despiertes?
El rey no ha muerto.
Sólo son sus ojos,
que te miran al revés
***
En los labios de la noche
Hay algo ahí
en los labios de la noche
en la estela de sus horas
en lo profundo de su cráter
que me llama
Hay algo que se acerca
en la larga espera,
una luz a la deriva
aparece en la montaña
Hay algo ahí que yo no veo
un poema
un soplido
una hebra de vida
una pestaña
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Thë Wala
A Enrique Guejía Meza, mé-
dico tradicional y alguacil del
Cabildo Indígena de Tacueyó
asesinado el domingo 4 de
agosto de 2019, 5:30 a.m. Toribío,
Cauca.
Soy Wala y hablo la lengua nasa yuwe. Este que ves al lado mío, junto al cuerpo que se desangra, es mi bastón de mando. Muerto fui, un domingo al empezar agosto y anunciarse el día cuatro con el aleteo del mensajero del sol. Lo vi la tarde anterior al salir de la aldea de la luz, donde está mi casa. Imaginé que traía flores en su pico y que a la vereda la invadían los olores de los leños y la comida hirviendo. Creí que vendría con la suerte y la alegría de la minga en ese vuelo.
Fue un instante, pero bastó para alejar el extraño frío que se metía en mis pies desde el subsuelo, paralizando mis dedos. Esa tarde soñé con bailes. En el ocaso, señalé el lugar de las tres piedras. Aquí, la mujer, el agua y la luna; allá, los hombres; y, en la esquina, los niños, los nietos del trueno, y el territorio del gran pueblo. Le di gracias al abuelo fuego y le dije adiós a la tulpa.
Lo presentí en mayo, cuando las garzas comenzaron a caer de los árboles por el veneno y desconocidos llevaban la madera, después de la tala, cerca al cementerio. También fueron víctimas de la ponzoña los ratones, las abejas, las arañas y las palomas. Alguien no quería desecho en esas tumbas.
Antes de salir, en el sereno de la madrugada, revisé las plantas amargas y corté algunas dulces. Intercalé en la huerta, las bravas con las frías y las calientes. Les pedí a todos no molestar al duende, caminar sin hacer ruido por los bosques y recoger muchas hierbas alegres. Ir al páramo por la yacuma y el apio.
Muerto fui esa mañana, a la salida del sol, cuando saludaba el viento. El pájaro pihua cantó al lado derecho. Alcancé a escuchar un sonido infinito y seco y cómo entraban en mi cuerpo los destellos. Tengo en mi bolsillo las cáscaras de canelo que bajé de la montaña.
Ahora camino rumbo a los páramos donde viven los ancestros. Me muevo entre la niebla y los valles estrechos. Equilibro los espíritus. Busco la armonía. Soy Wala y este es mi bastón de mando. Me hablan las plantas y las hierbas. Llovió la noche de mi muerte. Y yo me sentí hijo del agua.
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