Foto: Santiago Cobo Carral.
Martha Asunción Alonso es una poeta y traductora nacida en Madrid en 1986. Ha recibido premios como el Premio Nacional de Poesía Joven Miguel Hernández (2011), el Adonáis (2012) o el de Radio Nacional de España (2015) entre otros. Es autora de una una decena de poemarios, entre los que destacan Wendy, Balkánica, La soledad criolla o Detener la primavera. Es asimismo autora del libreto de la ópera de bolsillo La vida secreta, que se estrenó en la Mostra España 2021 con música del compositor lisboeta Nuno Côrte-Real. Se dedica también a la traducción de voces antillanas y africanas al español. Ha traducido, por ejemplo, novelas de la narradora guadalupeña Maryse Condé (Impedimenta) o la Antología de la nueva poesía negra y malgache de Léopold Sédar Senghor (Ultramarinos). Es doctora en Filología Francesa y actualmente enseña en la Universidad de Alcalá de Henares. En 2023 resultó ganadora del Premio Kutxa (Ciudad de Irún) de narrativa en castellano con Cartas a Nensi, su primera novela (Algaida Editores). Presentamos una selección de sus textos y un poema inédito.
***
El cinturón de Hipólita
Una vez, siendo niña, descubrí a la mujer
que me enseñó a montar en bicicleta
tiñéndose las canas: se había puesto, porque la resistencia mancha,
una camisa azul de su marido
muerto.
El cinturón de Hipólita es aquella camisa.
Mi primera maestra, Doña Cati,
enseñó a leer a tres generaciones de españoles
a través de sus gafas, ya estando jubilada: Mi-pa-pá
es-el-más-gua-po-del-mun-do-y-mi-ma-má-la-más-fuer-te
del-pla-ne-ta-tie-rra.
El cinturón de Hipólita es aquel par de gafas.
El día de su boda con el poeta Manuel Altolaguirre,
la poeta Concha Méndez caminó
flotando, con su traje de menta, hacia el altar
de los Jerónimos: su ramo de novia era un manojo
fresco de perejil.
El cinturón de Hipólita es aquel ramo verde.
Y el modo en que mi madre, a los cincuenta, le cambiaba las pilas
a su audífono para asistir a clases
en la universidad (las manos son las mismas que, con catorce
años, dejaran los compases y dictados
para ponerse a amasar pan).
El cinturón de Hipólita nunca lo robó Hércules.
Hércules robó el oro,
pero no la riqueza. ¿Cómo expoliar aquello que se mama,
capital invisible, indivisible, cual río
sangre abajo? Robó Heracles
el oro. Nos dejó
la nobleza.
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Mutaciones poéticas
En mi familia no hay poetas.
Pero mi abuelo Gregorio,
cuando regaba el huerto en Belinchón,
se quedó tantas tardes
velando las acequias, murmurando:
No bebemos
el agua: es ella quien nos bebe.
El agua
es
la mujer.
No, en mi familia no hay poetas.
Pero una vez, muy niña, encontré cáscaras
de huevo azul
a los pies del almendruco.
Se las mostré a mi padre y mi padre, silencioso,
me enseñó a hacerles un nido
con ramaje;
y me enseñó por qué: hay pedazos de vida
que son
sueños enteros.
En mi familia, os digo, no hay poetas.
Pero cuando mi bisabuela
Asunción
contempló por vez primera el mar
-la primera y la única-,
me cuentan que se quedó muy seria, muy callada,
durante un ancho rato, hasta que dijo:
Gracias
por
los ojos.
No sé de dónde salgo. En mi familia
no hay poetas
malos.
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Manchas
Las golondrinas y las cigüeñas,
los pájaros más fieles del cielo, ensucian
cuanto tocan al construir sus nidos.
Las mamíferas lamen
sin escrúpulo alguno la placenta,
la sangre donde vienen sus cachorros.
La flor de loto crece en el barro.
Hay mujeres enfermas y hay hombres
que las aman: les sostienen
la sombra en el aseo.
Nada sabe del otro quien siempre lleva guantes.
Para aprender de amor, hay que abrazar
la mancha.
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Castilla
Íbamos en el coche a Ponferrada,
donde mi abuelo se asfixiaba poco a poco.
Mi padre conducía con los ojos anémicos,
sin mirar el paisaje:
Castilla era su padre y se estaba muriendo.
Yo pensaba en Machado.
Cruzábamos las nubes por la meseta,
horizonte de arcilla,
pinares apretados donde fuimos salvajes y hubo sol.
Las vides retorcidas por el frío.
Los hilos del telégrafo, aquel toro. Íbamos
en el coche al hospital de Ponferrada.
El tiempo era franela, y era adobe.
Silicosis del tiempo.
Yo pensé: Leonor.
¿Qué pensaba mi padre?
Castilla era su padre. Y se acababa.
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Lost generation
Era un mundo sin protección solar.
Los sueños, las inmensas
antenas parabólicas sobre los tejados,
monos azules
tendidos en patios interiores: mapamundis
proféticos tras las manchas de aceite.
No teníamos miedo.
Fuimos a escuelas donde los maestros
habían llevado luto por nosotros,
que estábamos llamados a heredar
la transparencia.
Dicen que a la salida alguien nos daba
caramelos con droga.
Yo nunca tuve dudas. Era nuestro destino:
ser una nueva raza de gigantes,
hombres libres, mujeres que haríamos
el trabajo de cien hombres.
¿Cómo no ser valientes? Pasábamos
agosto con abuelos
que habían sudado todo el frío del país.
Fumaban y tosían
y aflojaban bombillas porque la luz
no es gratis, no. También tuvimos padres,
una nación sonámbula de padres
que venían del sur.
Por la noche, volvían tarde a casa
y exclamaban: “¡Señor,
ya me sacas al menos dos cabezas!”.
Éramos los mayores.
Crecimos un centímetro diario y
estrenamos mallas, ternura primogénita,
zapatillas Paredes
que atravesaban yonquis en la noche
para aprender francés.
Duendes únicos. Magos
de la calcomanía. Todo se nos quedó
pesquero tan deprisa:
el Colacao, los paraísos para mascotas
olímpicas, los cromos,
la fe de nuestra primera comunión.
Cuando al fin llegó el metro a nuestro barrio,
fue demasiado tarde.
Ya teníamos balsa.
Y estaba preparado el plan de fuga.
***
Ecografía
Nací en el siglo XX con trompas de Falopio.
Supongo que por eso, entre otras ruinas,
no pude evitar
respirar aliviada cuando aquel ginecólogo
se apostó caña y pincho a que serías hombre.
Conocerías los excesos.
Te dirían perdón y por favor y gracias muchas veces
por ceder el asiento una parada.
No aprendería tu carne la misma moraleja
sin importar el cuento: esto sobra,
aquí falta,
finge si no te gusta,
disimula aún mejor cuando te esté gustando demasiado,
ni un temblor
hasta que la lengua del elegido
se adentre en la espesura a despertarte.
Tendrías tu lugar en los estadios.
Verías tu dolor en el museo.
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