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5 poemas de Sergio C. Fanjul - Zenda
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5 poemas de Sergio C. Fanjul

Pertinaz freelance —escribe Juan Losa de Sergio C. Fanjul—, aborda lo cotidiano con humor y profundidad, hipersensible a la Red y sus servidumbres, testigo de facto de lo que implica llevar al hombre nuevo en el corazón, ese que se alquila por unas migajas de orgullo: el autónomo. Y sobre su libro, el autor escribe:...

Pertinaz freelance —escribe Juan Losa de Sergio C. Fanjul—, aborda lo cotidiano con humor y profundidad, hipersensible a la Red y sus servidumbres, testigo de facto de lo que implica llevar al hombre nuevo en el corazón, ese que se alquila por unas migajas de orgullo: el autónomo. Y sobre su libro, el autor escribe: “El miedo al paso del tiempo está muy presente en estos poemas, el adiós a la juventud… Ahora los jóvenes son los otros, y son, por lo general, gente más preparada y saben más de todo, de modo que en estas rimas también hablo de cómo exterminarlos en el caso de que hubiera o hubiese la posibilidad”. Zenda publica cinco poemas de este libro con el que el autor ganó el accésit del premio Jaime Gil de Biedma en 2016.

 

Alicia en el País de las Redes Sociales

por el este amanece en el smartphone
y ella abre un ojo para clavarlo en la pantalla.

afuera hace sol y un mirlo blanco viene
a posarse en la rama de la acacia;
pero no importa: nada supera al tuit
—salvo el retuit—
y ella es absorbida,
como Alicia, por el País de las Redes Sociales.

el día se convierte en bombardeo
y cuesta pensar más de dos segundos
en la misma simple cosa.
mientras ella asiste a los prodigios digitales,
fuera un niño refuta la existencia del bosón,
Cartago es destruida y comienza el invierno nuclear.

alicia hace click, y click, y click, y doble click,
siguiendo al Conejo Blanco, al Sombrerero loco,
porque da mucho miedo enfrentar este vacío,
mejor decir ‘me gusta’
e iniciar la larga huida hacia delante
—haciendo scroll.

(manifiesto:

la vida es aquello que ocurre mientras la web se carga
los seres queridos son avatares pixelados
los estados de ánimo eufóricas flamencas
y la muerte no es más que un pantallazo azul;
la carne, la sangre y el hueso nos dan asco
porque preferimos parecernos a un androide
que a un cocido madrileño)

ajeno a todo esto, el sol, que es analógico,
se derrumba y anochece, y Alicia se despide
cariñosa de su smartphone.
antes de apagar la lucecita
piensa que ya solo quedan ocho horas:

con un poco de suerte, suspira,
soñará con un estado de Facebook
que cambiará el mundo.
pero en su sueño reina la reina de Corazones,
que grita ¡que le corten la cabeza!

Manifiesto freelance

Nos importa una mierda el futuro y no tememos a los últimos lobos de la madrugada.

Somos hombres y mujeres tomados uno a uno, como polvo, tenemos la fuerza de un diente de león, nos disgregamos, nos disolvemos, nos escondemos en nuestras pequeñas cuevas de treinta metros cuadrados, en las callejuelas del centro. no nos conocemos a nosotros mismos ni nos conocemos entre nosotros. De nuestros amos, la voz telefónica y los céntimos de cobre.

Venceremos, si vencemos, por cantidad y no por calidad, no sabemos de heroísmo ni de gloria, formaremos marabuntas rizomáticas de autónomos que, descabezados, como zombis, sembrarán el caos en el mercado laboral, sin orden ni concierto. no tenemos ni patria, ni dios, ni sindicato. Cientos de miles de autónomos por cada acomodaticio culo indefinido. lo inundaremos todo como una masa informe, viscosa, translúcida que al menos tiene la suerte de marcar sus propios horarios laborales.

Modernos, cada vez menos jóvenes e independientes. freelancers calvos, freelancers jubilados, freelancers con trillizos, estatuas en las plazas de los pueblos al freelancer. Hacemos la siesta, invadimos las cafeterías con nuestras herramientas informáticas, tenemos tiempo para, al atardecer, alimentar nuestros estómagos hambrientos con canapés de vernissage.

Somos peligrosos porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones. Da igual que todo arda: con nuestros procesadores de texto, con nuestras bases de datos, con nuestras hojas de cálculo, con nuestros mails humeantes, con nuestros editores de foto, con nuestras impresoras, con nuestros escáneres, con nuestros marcadores fluorescentes, y nuestros clips, y nuestro inglés nivel medio y nuestro francés leído, sobre todo, con nuestros precios bajos, construiremos un mundo nuevo, sin contratos fijos, pero sin patrones.

No nos vendemos: nos alquilamos por unas migajas de prestigio. este es nuestro precario orgullo.

(Por cierto, soy rápido, soy limpio y ando disponible)

Tú me haces decir wow!

Quiero crear hipervínculos contigo,
quiero caramelizar el teriyaki;
vivir es inevitablemente tocar
en la orquesta del Titanic: mira,
a nuestros amigos les van saliendo ya
tumores, hijos, nuevos curros temporales.
Estamos definitivamente adultos.

Nosotros somos emprendedores,
de esos que emprenden la siesta,
entre las sábanas freelance de la tarde
aguantamos el envite de las tempestades,
de las recesiones, de las corruptelas
que suceden en el flanco exterior de las persianas.

Nos arrojan a un cosmos errabundo donde
predomina el misterio del vacío, pero
nada importa, te digo, ya solo tengo mimos,
–este es nuestro ánimo rebelde.

Pasará el tiempo y seguirás siendo
la cosa más asombrosa sobre la faz
de la Tierra a pesar de tus múltiples
adicciones cotidianas
–tú me haces decir wow! a todas horas–

Y pasarán los años, y llegará la muerte,
y apagará el router y el mundo será
un teatro monstruoso.

Pero yo
quiero crear hipervínculos contigo,
quiero caramelizar el teriyaki,
quiero que nos entierren juntos
aunque uno de los dos aún no
haya muerto.

La ventolera del tiempo

El primer día,
escuché en el patio de luces
el fuerte sonido metálico
de algo que chocaba contra la uralita
del taller mecánico de abajo.

Se había caído el mando a distancia de la tele,
que viajaba oculto entre los pliegues del mantel.

Nos quedamos allí un buen rato,
en el silencio y el frío otoñal,
mirando a distancia el mando a distancia perdido,
irrecuperable entre algunas colillas y hojas secas
que el viento había arrastrado
desde el parque de al lado.

Los días siguientes
siguieron cayendo cosas:
plásticos, botellas, algún viejo candelabro.
Una mañana apareció allá abajo,
con gran alboroto,
una vetusta mecedora
que debía de pertenecer
a la vieja del quinto.

Otra noche que amenazaba llover,
al volver del supermercado,
apareció la pantalla
de un ordenador obsoleto,
con el cristal partido
en forma de estrella.

Siempre nos quedábamos,
en perfecto silencio, mirando
las cosas que iban cayendo
en el patio de luces
(tuercas cubiertas de herrumbre, pilas
de nueve voltios, turistas despistados),
hasta que no quedaba
más luz entre aquellas paredes de ladrillo.

Llegó el invierno
y desde la ventana de la cocina,
cuando tomábamos el té vespertino
y tú intentabas aprender a tejer,
seguíamos viendo las cosas que caían:
postes eléctricos, viejos candiles,
pequeños animales muertos.

Un álbum de fotos familiar
amarilleado por el tiempo
con el rostro de personas
que ya no existían.

Después de Navidad,
un domingo plomizo
en el que el mundo permanecía inmóvil,
oímos el estruendo más grave.
Era una ballena negra
que se había quedado varada en el patio de luces,
sobre la uralita, con dos gaviotas posadas encima.
Se fue a morir muy lejos, nos dijimos.

Después volvíamos callados a la cocina
y nunca sabíamos explicar lo que pasaba.
Aquel patio de luces arrastraba la vida
y, a veces,
nos dejaba solos.

Romance del freelance y la acacia

Obsesionado por la finitud,
a mitad de la jornada laboral
–por llamarla de alguna manera–
el freelance se asoma al balcón
y charla con la acacia.

A veces, cuando la agita el viento,
la acacia parece que está viva,
–porque lo está– y que le hace
señales al freelance, cimbreando las ramas,
para que huya, para que huya
de cualquier cosa hacia cualquier otro lugar.

La acacia, arquitectura en rama,
está viva desde hace mucho tiempo,
mucho tiempo más que el freelance.
Pero la acacia vieja, valiente hija de acacia,
siempre conserva el silencio. Quizás
se comunica mediante algún tipo
de extraña onda vegetal que el freelance
no es capaz de percibir. Los freelance
no tienen antenas, todavía, y las acacias
guardan todos los secretos de la ciencia.

La acacia sabe de lo eterno y de lo inmóvil,
de la fotosíntesis; el freelance teme a la muerte
y no se puede estar quieto, surfea grácilmente
el mercado laboral tratando de no descalabrarse,
consume sin cesar carbohidratos y grasas saturadas.

Pero quizás la acacia esté loca.

Por las noches, cuando tiene pesadillas,
el freelance sueña que la acacia,
con sus miles de ramas retorcidas
en una geometría fractal, sube a pulso las persianas,
y abre las puertas del balcón
y se estira hasta su cama,
y agarra su cuerpo
y le ahoga sin piedad.

Los días que tiene dulces sueños,
el freelance sueña que la acacia le arrulla,
le coloca bien la manta y le acaricia las mejillas.

En cualquier caso, al despertar cada mañana,
sale al balcón y ve a la acacia ahí delante,
tan quieta, y aunque sea primavera
y esté cubierta de explosiones
de hojas verdes reflejando el sol,
le da la impresión de que la acacia
está muerta.

Y entonces no sabe si aquello le deja más tranquilo
o le provoca una tristeza humana,
espesa y abismal.

Aún legañoso y despeinado
mira a la acacia, ahí delante,
tan quieta y tan acacia,
tan callada,
y piensa:
esta es mi casa.

—————————————

Autor: Sergio C. Fanjul. Título: Pertinaz freelance. Editorial: Visor. Venta: Todostulibros y Amazon

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