La infección de lo humano, de Alejandro Céspedes (Gijón, 1958), es una bomba lírica de consecuencias impredecibles. Cuando en Topología de una página en blanco propuso un giro temático, estético e incluso vital, fueron muchos los que quedaron colgados para siempre de su palabra. A partir de entonces, Voces en off y Las caricias del fuego se convirtieron en obras de culto que, si no fueron santificadas en su momento por los sanedrines de la crítica, deben ser considerados dos de los mejores poemarios de la pasada década. Desde su retiro voluntario, Céspedes dio el año pasado a esta colección El aliento del klai, el eslabón que faltaba para reconstruir la evolución de su poesía. Hoy, La infección de lo humano llega con un golpe de autoridad poética para reclamar de una vez por todas el lugar que hay que reconocer a este poeta en la poesía española.
Zenda adelanta 5 poemas de la última obra de Alejandro Céspedes, editada por Huerga & Fierro.
***
La luz grita en el parto de unos seres celestes
arrojados al tiempo que se abren camino a dentelladas.
Por fuera es un enigma, pero dentro
todo en ella son íntimas respuestas. Se insinúa en las cosas
y las hará caducas y podrán ser tocadas y ofendidas.
El mundo al principio era real.
Los sueños levantaron a sus muertos –han existido siempre–
ante unos horizontes que nacían en ese mismo instante.
Se vieron a sí mismos alejarse
y al viento erosionando su codicia igual que lepra seca
porque también el tiempo aprendía a nacer en ese instante.
Y luego…, recuerdos refutables,
mención de aquel suceso detenido en el ojo
del primer ser que vio la nieve ensangrentada.
Te ves en sus reflejos, en esa división reproductiva
que está multiplicándote: sobre el suelo tú por ti tantas veces
como sean capaces tus ojos de encontrarse.
Cada parte te evoca y te descifra.
Fragmentos
que en su turbia insolencia responden de ti mismo
y nada te preguntan
y nada se preguntan
y nada permanece.
***
Con un dolor que encorva los metales
acaba de nacer una materia que al mínimo contacto
con la más breve luz se vuelve vieja.
El mundo se convierte en el sermón de un pájaro suicida
que se despoja de sus dos zapatos
y los coloca al borde del abismo en el instante previo
a saltar decidido hacia el desorden.
Aquello que está arriba todavía
no puede ser culpable ni inocente.
Aquello que está abajo se ejercita
en fabricar tullidos deslumbrantes.
Aquello que está abajo
–esa lluvia de piedras que cae sobre sonrisas desdentadas–
parece que pensase que la vida consiste en resignarse
al permanente asedio de las lágrimas.
Aquello que está arriba
–el desfile de espectros de un abrazo
que nos supo a derrota– allí sigue impertérrito,
con sus manos al aire convirtiendo minutos
en enormes milagros.
Un ladrido celebra las fracturas
en los huesos del humo.
Maniquíes observan al suicida.
Qué parecidos son todos los muertos.
Qué intercambiables son quienes los miran.
La vida se traslada de un universo a otro
que origina un paisaje incomprensible
y todas esas cosas a las que no supimos poner nombre
se niegan a aceptar la incertidumbre.
Golpean y golpean y golpean,
golpean los cristales desde dentro
mientras fuera escuchamos la tormenta.
No hay cura para esto.
***
Atrás quedó el silencio, en esa trampa,
como animal que sabe que morirá en el cepo pero sufre
por sus cachorros más que por la herida.
Lo que ahora conocemos solo es el eco de otra muerte en vano.
No hay cura para esto.
Cada uno de nosotros solo es un accidente entre las múltiples
y vagas propiedades de lo humano.
Somos dialectos muertos que dan vueltas
en la atenta mirada de los malabaristas.
Somos los comensales en las fiestas del fuego,
las caricias usadas en los cuerpos de otros,
aquello que subsiste eternamente
en el instante de una despedida.
No hay cura para esto.
***
Dios del relativismo que todo lo devastas.
Con tus hordas de insectos nos roes las cortezas
de los sueños cumplidos y tiras a la duerna de los cerdos
aquellos que podrían realizarse.
Se nos llena la boca de la palabra humano
y solo somos prédicas brevemente enunciadas,
síntesis de la estética y la estática de todos los que esperan
que Godot comparezca por fin en el proscenio.
Solo somos los cinco personajes en esa reconquista
ritual que se repite cada vez que se encienden
las luces de la escena.
Pero Godot es una verdad inagotable,
realidad que no acepta renunciar a ninguno
de los cuerpos posibles, y sin embargo…
Pero Godot es una verdad inagotable,
realidad que no acepta renunciar a ninguno
de los cuerpos posibles, y sin embargo…
***
Y sin embargo, todas las indigencias nos llevan al amor.
Tal vez no lo comprendas,
todo lo que está al margen nos sitúa
en medio de su turbio sumidero.
Tal vez no lo comprendas, amar es la intención,
pero al amor lo abruman las preguntas,
las cien mil caras de la misma ruina.
Compartamos sus ruinas sin insistir en ellas,
sin levantar ficciones ni causas refractarias, sin el resentimiento
de que hayamos pintado de negro las balizas
que nos habrían salvado de encallar en la pérdida,
sin todas sus metástasis, sin ardor ni esperpento,
sin llenar de napalm nuestra inocencia…
a lo mejor así renaceríamos. Tal vez no lo comprendas,
a lo mejor así renaceríamos
sin evaluar el agua que vertimos,
sin dar a las balanzas el pan que no comimos,
sin levantar las horcas del recelo,
sin expiar en ellas los pecados que nos inocularon
esos garfios de antiguos abandonos que nos hacen parientes
de cualquier soledad insoportable.
Tal vez no lo comprendas…
La sangre no nos mancha.
La lluvia no nos moja.
La luz ya solo sirve
para besar la boca de la herida.
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Autor: Alejandro Céspedes. Título: La infección de lo humano. Editorial: Huerga & Fierro. Venta: Todos tus libros y Amazon.
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