Foto: Adalber Salas.
Elisa Díaz Castelo es una poeta y traductora nacida en Ciudad de México en 1986. Ha ganado el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2020 por El reino de lo no lineal, el Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal 2017 por Principia y el Premio Bellas Artes de Traducción Literaria 2019 por Cielo nocturno con heridas de fuego, de Ocean Vuong. Estudió una maestría en Creative Writing en la Universidad de Nueva York y ha sido becaria del FONCA (Jóvenes Creadores), de la Fundación Para las Letras Mexicanas y de la Fulbright. Su último libro, Proyecto Manhattan, acaba de publicarse en Ediciones Antílope. Presentamos una selección de poemas de Principia (publicado en España por Ediciones Liliputienses, 2020) y de El reino de lo no lineal (Fondo de Cultura Económica, 2020)
***
La medida de lo posible
Cada mañana es la misma: trastes sucios y pájaros
que se rompen de tanto canto y canto. La misma
hora hueca y sin esquinas. Las cosas siguen iguales,
yo soy otra, totalmente distinta. Olvido
cómo verme al espejo, pero sé de memoria
cómo cambian las sombras sobre los adoquines.
Me lavo las manos veinte veces al día, con reducción
de cloro sanitizo las cosas que toco con frecuencia.
Años en cuarentena, salvándome la vida sin vivir
o casi. Cerraron las fronteras, cerraron las casas,
nos encerramos a piedra y lodo y alcohol,
algunas veces whisky, y nuestros días apestan
a detergente. Cuando nos preguntan cómo estamos
respondemos que bien, en la medida
de lo posible. Ahora existimos en esa salvedad,
a esa altura. ¿Cuánto mide lo posible? ¿Dónde
queda? Por la tarde: estadísticas y horas ruido,
minutos sin manecillas y hambre en soledad.
Hace unos días entrelacé mi mano izquierda
con la derecha por miedo a olvidar cómo se siente
tocar y ser tocada. A veces no tengo sombra.
El sol de la mañana me lastima. Tengo sus cortes.
Los días pasan como cachorros ciegos. Alguien
me llama y vuelvo, no hay nadie.
La noche es una tumba mal sellada. Mientras tanto
en la pared el perfil de mis ancestros ríe
y cada uno corresponde al amor del otro con olvido.
Me equivoco en el recuerdo de lo más importante
y al final confirmo que nadie en ningún sitio, nadie
nunca. Soy un animal que se pudre y sigue.
Cumplí años y pliegues, cumplí noches y noches
de índice categórico. Vivo en la medida de lo posible.
***
Acta de defunción
Sabemos dónde acaba la vida: arritmia
palidez respiración sin rumbo
danza de instrumentos últimos auxilios
y el corazón una caja de metal
que se hunde en el océano. A las 22 horas
45 minutos exactamente.
Fibrilación paro respiratorio.
El oleaje de las sábanas contra el costado
la colcha continente de escarpadas montañas
el camisón blanco levantado hasta arriba
una soga al cuello
los párpados anudados sobre los ojos.
Podemos decir Aquí
empezaron los latidos a dialogar con la sombra.
Aquí acabó tu vida.
Aquí el corazón oscureció
hora y minuto cerrándose por última vez.
Mapeamos tu muerte con nuestra sangre profunda
como una astilla caliente.
Para
detener nuestro asombro
para recordar respirar. Marcamos
tu muerte con su momento dado referimos los datos
de fallecida y fallecimiento hora y minuto
como se escriben las coordenadas
de una tierra fantástica una isla
a la deriva
atamos un hilo al momento de tu muerte
y fuimos hacia adentro de nuestros días.
Como si se pudiera
regresar.
Adentro de tu cuerpo ya era afuera
la sangre se te quedaba quieta.
El corazón había perdido su gravedad.
Y me prometiste no morir. Vivir
es prometer no morir amar es.
Todo el tiempo cumplimos la ruptura de nuestras promesas.
No dijiste que no morirías
pero tomaste mi mano y dibujamos juntas
caminamos en el parque y leímos
los nombres de los árboles.
En el instante de tu muerte
cientos de pájaros se estamparon contra el vidrio
sus cuerpos redundantes de sangre.
En el instante de tu muerte
se doblaron las cucharas en la cocina
y se cortó la leche.
El gato dejó un canario muerto a mis pies.
Por suerte se encuentran asentados
los datos de la finada: lugar
del fallecimiento
destino
del cadáver:
inhumación.
En el instante de tu muerte
me miró el Jesús que tenías colgado en la escalera.
Las conchas que coleccionabas empezaron a sangrar sal.
Masaje cardiaco paro respiratorio. Midriasis.
El reloj de la sala se detuvo.
Y sabemos
exactamente dónde en cuál sitio del tiempo
en qué momento del espacio moriste.
Si despertamos un día con la duda
podemos de esa forma despejarla.
***
Lázaro XI
Ayer por fin dejé de suicidarme.
Heiner Müller
Quise morir. Es cierto. Estaba exhausta
de tanto despertar a contracuerpo y en mi piel
siempre la mitad de la noche.
No había lugar en mi vida
para nada que no fuera la muerte.
Todo era demasiado y me dolía
el más mínimo acorde, el color rojo.
Quise morir, aunque mi cuerpo
no quisiera, quise, a pesar de la sangre
que insiste en recorrerme, a pesar
del crecimiento de mis uñas
y considerando, incluso, que el cuerpo
respira por sí solo cada noche.
Mi nombre hacía agua, sabía a tierra.
Y hay en la vida ese qué será de mampostería
y mamparas, de escenario vacío
que culmina en su ausencia.
Me dolía la saliva de mis niños,
sus noches de cuatro horas,
su procenio. Su llanto que rompe anaranjado
como soles que sangran y coagulan.
Son las veinticuatro horas abiertas,
sus corredores encendidos,
es la moneda inestable del afecto,
el reciclaje de la ternura.
Es saber que estamos regresando
hacia ningún lugar y no volvemos
a encontrarnos con los que ya se han ido.
Es saber que todo el tiempo que me queda
no vale lo que un instante gris en la ventana
turbia de hace años. Es la vigilia descaminada
de los que mueren de sueño
y no pueden dormir.
Preferí la muerte, ese común denominador.
Quise esta muerte descastada, esta averiada muerte.
Quise morir. He dicho. Quise.
Eso es suficiente a veces: querer algo.
Quise morir y dejé el nombre de mis niños
en la sala de estar, caminé de espaldas
y cerré la puerta. Quise vaciar mi deuda con la vida,
desvestirme de la sangre, ese vestido rojo
que me abriga por dentro. Quise romper el límite
entre el cuerpo y su sombra.
Quise morir. No pude. Qué fracaso.
Y me estorba la voz con la que he vuelto.
Mi voz, este lugar absuelto.
Voz encanecida con su registro de naves incendiadas,
voz digital, trasplantada voz de raíz roja.
Me cansa mi voz
siniestra de palomas
que aletean su ruido en las iglesias,
voz que es algo porque no enmarca nada
más que un vacío de cúpulas y atrios.
A falta de Él hablo hasta por los codos.
Porque fui al otro lado y Dios estaba muerto.
Todos los dioses: muertos o cansados,
descalabrados dioses de estatuillas.
Sólo tengo mi voz que me acompaña,
su ablación malherida y oraciones
desprovistas de nadie.
***
Orfelia no encuentra un comprobante de domicilio
Toco lo que me queda. Lo que habrá de quedarme.
Dios mudará de dientes. Se atenuarán los círculos,
los años. Pasará lo que pasa siempre:
el tiempo. Me abrigo desde ahora con lo que me hará falta:
la luz esa tarde en la azotea, siete campanadas
en la iglesia del cuerpo. Una hora
rodeada por la lluvia.
Mido mi discordancia. Remonto la usura.
Pronostico el final de mi nacimiento.
La ciudad se ha mudado de sitio.
Unos metros, dicen, se desplaza. Ya no está
donde estuvimos. Y no he vuelto a subir a la azotea.
Fuimos sólo esto: dos piedras sobre una barda,
nombre a nombre. Pienso ahora:
mis huesos de leche sobre tus huesos. Muerte a muerte.
Tal vez seremos siempre lo que no fuimos nunca.
No ruinas. Mapa de fracturas. Ciudad de grietas.
Mi cuerpo hormado por el tuyo. Todo lo que era blando.
Mi único. Mi siempre. La sisa de mi piel.
Incluso el tampoco, el sitio donde empiezan
las últimas veces. El acaso y su resaca de mal vino.
Alguna vez mi abuela, dentadura postiza,
dijo desde la última esquina de su viudez escueta:
escoge lo que has de llevarte. Dos o tres momentos.
La prórroga de los últimos días. Anclaje y penitencia.
Todo lo que nadie recuerda, ni nosotros. El paraíso
enterrado en el viejo jardín, mascota muerta.
De aquí hasta entonces
todo es periferia. Hubiera dicho: amor,
no te detengas. La muerte empieza
a mordisquear nuestros tobillos. Y no llegaremos juntos
a ninguna parte. Seremos sed, seremos
sedimento. Explícitos cadáveres apagados.
Calaveras dormidas
al fuego lento de los crematorios.
***
Orfelia visita al médico
Todos los dioses usan batas blancas. Mañana es tarde. A esto te referías cuando me dijiste que las tiendas están abiertas las veinticuatro horas. A esto te referías cuando me dijiste que había que ir muy lejos. Mi voz es un animal todavía tibio. El lugar donde aquí. La paciente muestra pocos signos de lucidez. Escúchenme. Mi dolor está en otro idioma. Quiero decir que necesito regresar, que me lo devuelvan. Los doctores son cadáveres de plumas, silenciosas corcheas y sobre la tierra los semáforos ya me han olvidado. La doctora come ávidamente una granada. Su cuerpo es limpio como una radiografía. A veces hay que abrir más la incisión para que sane.
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