Una colección de fábulas con y sin moraleja, algunas de las cuales revisan los relatos de Esopo, La Fontaine o Samaniego… variando su desenlace.
Zenda reproduce 5 de las Fábulas salvajes de Marcelo Birmajer.
LAS RELACIONES PELIGROSAS
Una cierva se enamoró de un tigre. Temía acercarse a su amado, eficaz cazador.
—Oh, tigre, te amo. Dame una oportunidad. Mírame y permíteme escapar si no te agrado.
—Bueno —aceptó el tigre, que ya había comido.
Atravesó las ramas tras las que se ocultaba la cierva, y permaneció mirándola durante un largo rato.
Luego, la cierva propuso casamiento y el tigre aceptó.
En la fiesta del enlace, cuando los ciervos hubieron bailado y bebido (los tigres no fueron, pues desaprobaban la boda), el tigre se lanzó sobre los amigos y familiares de su reciente esposa, y comenzó a devorarlos uno por uno, sin dificultades.
—¿Qué haces? —gritó desesperada la cierva, cuando ya quedaban pocos de los suyos.
—Si te enamoras de tu enemigo —dijo el tigre—, ten al menos la fidelidad de abandonar a tus amigos.
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LA MASCOTA
Un hombre muy pobre se compró de mascota un avestruz, porque este animal come de todo y no le haría gastar dinero en alimentos
específicos.
Otra tarde, al llegar el hombre a su casa, descubrió que el avestruz se había comido todos los muebles menos la cama. Se tiró sobre ésta a llorar. Al cabo del llanto, perdonó nuevamente a su mascota.
Una tercera tarde, el hombre entró en la casa y vio al avestruz con el pico hundido bajo la tela del colchón, comiéndole los ahorros. Entonces fue a buscar una cuerda para ahorcarlo. Mientras la cuerda le apretaba el cuello, el avestruz, sollozando, preguntó:
—Me he comido a tu novia y tus muebles, y me has perdonado. ¿Por qué me matas ahora?
—Te has comido la razón por la cual te elegí como mascota —respondió el hombre dando el último tirón.
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LA PACIENCIA
Según los hombres, la virtud del elefante es ser paciente.
—Estoy muerta de sed. Acompáñame al río.
—Qué impaciente has resultado —respondió el elefante—. Espera que el río venga a nosotros.
Pero como no había bifurcación alguna que les trajera el río, la jirafa se acercó sola hasta el cauce y bebió.
Por la tarde, el cielo se encapotó y llovió torrencialmente. El río desbordó y el agua llegó al elefante. Unas horas después, la jirafa dijo:
—Ya hemos saciado la sed. Ahora tengo
hambre, y creo que tú también. Incorporémonos
y comamos los frutos de los árboles.
—No te sabía tan impaciente —dijo el elefante—. Deja que los frutos vengan a nosotros.
Pero como ningún viento azotaba los árboles, la jirafa se incorporó, estiró un poco el cuello y comió.
Unos minutos después, un ananá maduro y henchido se desprendió de la rama, atravesó un peral en la caída, soltando algunos de sus frutos, y explotó en el piso. Todo aterrizó junto a la trompa del elefante.
Esa noche, cuando después de hacer la digestión se disponían a dormir, apareció la Muerte. Fosforescentes, la calavera y la guadaña brillaban en la oscuridad. El elefante se alzó en sus pesadas patas y salió corriendo con ligereza impropia de un ser tan gigantesco. La jirafa, creyendo haber aprendido y estar superando a su maestro, se quedó sentada, sin mover ni un músculo mientras la Muerte se le acercaba.
—¡Pobre jirafa! —exclamó el elefante internándose en la selva—. ¡Tan impaciente por todo, incluso por morir!
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PIEL DE LEÓN
En aquellos tiempos en que el león aún era el rey de la selva, un burro se disfrazó con una
piel del animal soberano.
—¡Es un burro, un burro oculto bajo piel de león!
Rodearon todos los animales al farsante. Poco dispuestos a aceptar bromas, se le acercaban con asesinas intenciones; en la mano del mono brilló un cuchillo y el león se disponía a dar la primera dentellada.
El burro, ligero, arrebata con sus dientes el cuchillo al mono; hace un largo corte en la piel del león que está por morderlo y grita:
—Miren, miren lo que hay bajo su piel.
Carne, sangre, huesos… Es como todos nosotros.
Su sangre es roja como la nuestra, sus huesos blancos como los nuestros: nada lo autoriza a ser rey.
¡Él también se esconde bajo una piel de león!
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LIORA
I
Nació una leona con ojos celestes. Hasta entonces, los ojos de las leonas eran pardos o amarillos. El nacimiento de Liora alteró a la manada. ¿De dónde venían aquellos ojos desconocidos? ¿Era realmente hija de sus padres?
El rey decretó que Liora no tenía los ojos celestes. Les fue prohibido a los machos y a las hembras mencionar el color de los ojos de Liora. Y al río le fue prohibido reflejarlos.
Los machos simplemente desviaban la mirada o mentían, mientras que las hembras estaban realmente convencidas de que el color que veían no era más que una ilusión.
Muy pronto los ojos de Liora dejaron de ser un impacto en la selva. La propia Liora olvidó el color de sus ojos.
Un león hermoso, joven y valiente, le salvó la vida dos veces —una vez de los cazadores, la otra de una pandilla de hienas—, construyó una casa para ella y le ofreció compartir la vida. Liora aceptó y la manada se preparó para una gran ceremonia.
La boda se celebraría por la noche, y durante el día llovió en el mundo como nunca antes. El río creció hasta ponerse peligroso. Liora, nerviosa por el gran evento de la noche, paseaba solitaria junto a la orilla.
La boda nunca se celebró.
II
Muchos años después, cuando ya era una vieja leona, aún bella, aquel pretendiente volvió a encontrarla. Liora vivía en un desierto, muy lejos de la selva donde había nacido, rodeada de oasis que le proveían agua y comida.
Su primer marido, al que conoció ya viejo, había muerto.
El pretendiente abandonado, también ahora un viejo león, había llegado hasta aquel sitio porque una terrible hambruna azotaba su aldea. Pero cuando vio a Liora, supo que, más que alimento, lo que allí encontraría sería la explicación a aquel episodio desdichado de su juventud. Quizás el más desdichado de su vida.
—¿Escapaste con uno más joven? —preguntó el león—. ¿Más bello, que hizo más por ti?
—Escapé con uno más viejo —dijo Liora—, más feo, y que no hizo nada por mí.
—¿Quién era?
—No era de nuestra tribu. No conocía a nuestro rey. Lo trajo el río, llegó subido a una gigantesca planta. Y simplemente me dijo: tienes los ojos celestes.
—¿Y eso te enamoró de él?
—No. Yo me enamoré de la verdad.
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Autor: Marcelo Birmajer. Título: Fábulas salvajes. Ilustraciones: Pez. Editorial: Alfaguara juvenil. Venta: Todostuslibros
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