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4 poemas de Patricia Figuero - Zenda
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4 poemas de Patricia Figuero

Foto: Isabel Wagemann. *** I. Nadie quiere quedarse sola en mitad del salón, nadie quiere mirar su propia cara en el espejo y sentir miedo y espesura, los dientes que rechinan haciendo huecos inmensos dentro del cuerpo. Nadie quiere que llegue la noche cuando hace tanto viento y cuando el sabor de los crisantemos está...

Foto: Isabel Wagemann.

Patricia Figuero Correa es una poeta nacida en Madrid en 1975. Pasó los veranos de su infancia y adolescencia en el pueblo de su madre, Losar de la Vera, en Cáceres, donde desarrolló el gusto por andar descalza y bañarse en el agua helada de la sierra. Desde hace más de ocho años vive en La Palma. Allí coordina diferentes espacios de lectura: La cabaña existe, El cuarto inagotable y Un bosque propio (primer club de lectura feminista de la isla) y dirige el espacio de poesía & performance Nombrarse volcán y el festival del mismo nombre. Patricia ha escrito y estrenado las piezas teatrales La isla existe, Que alguien llame a una de esas mujeres, Eres un buen momento para morirme y Fisura, creada a partir de un poema de su libro La fisura entra por las manos (Libero Editorial, 2022).

***

I.

Nadie quiere quedarse sola en mitad del salón, nadie quiere mirar su propia cara en el espejo y sentir miedo y espesura, los dientes que rechinan haciendo huecos inmensos dentro del cuerpo. Nadie quiere que llegue la noche cuando hace tanto viento y cuando el sabor de los crisantemos está incendiando todas las casas vacías. Lo decían las abuelas: no aceptes caramelos de ningún desconocido, pero era demasiado pronto para saber que desconocidos son todos, que un desconocido está dentro de tu casa desde el día que naciste, que tiene el nombre de tu madre o los mismos ojos que tu padre, cómo saber cuándo sacar la espina, tú que ni siquiera te reconoces cuando haces ese gesto despreocupado con la boca ahora los gestos tienen medidas y directrices y norte y sur, antes, cuando eras pequeña los gestos eran las manos que llenaban la boca de pan, los pasos de baile rompiéndose encima de la cama, eran los saltos cerca del río, era un puente que desbrozaba veranos, antes las palabras no mentían y el idioma era un corro de aves encaramado al sol, antes había un lenguaje que hacía las veces de montaña y que trazaba surcos alrededor de tu almohada, soñar mañana, que los brotes retumben cerca del mar, que tu sexo se abra como un abrazo y un aullido venga desde el otro lado del mundo a ofrecer raíz y un sustento que se parece al campo, a un pueblo pequeño y empedrado que tiene una calle, solo una calle para que sepas regresar a casa cuando anochece. Lo decían las abuelas: tened cuidado cuando volváis tarde, y se quedaban junto a la ventana con la luz encendida y se tejían entre los dedos margaritas y guardaban crisálidas dentro de los bolsillos de su bata roída. Pero tú no veías las migas de pan y a veces en mitad del cielo negro alguien te agarraba del cuello para hacerte callar las piernas, pregúntale al que dijo ser dueño si depositó tu cuerpo con delicadeza encima del pasto, pregúntales a tus vecinos si cuando se escuchan costillas y un cristal está a punto de cegar el sol es posible seguir durmiendo como si nada, como si todavía tuviéramos tiempo para encaramarnos a las piernas de nuestras madres y pedir un poco de leche, por favor, mamá no me dejes sola, por favor, ayúdame a levantarme de la brutalidad de este paisaje, ayúdame a tener calor cerca de los invernaderos.

***

V.

Si tuviera que explicar cómo es mi hogar, señalaría tu pecho, madre, me despertaría en mitad de los charcos y con mi voz más descalza diría: yo soy la hija de Tina, soy la que no ha visto los campos de algodón ni las higueras guardadas bajo el estiércol, si tuviera que habitar tu misma infancia, madre, agarraría tu mano rota y te besaría despacio los ojos con todo el amor que tengo, para apartarlos de las ortigas y teñir su vuelo de crines doradas, después, anudaría mi vestido al tuyo y bajaríamos corriendo hasta el pueblo para alumbrar juntas el ramaje de las iglesias. Dejad que vaya a la escuela, sería mi advertencia, dejad que baile con los zapatos limpios llenos de heridas, que sus vértebras no carguen la sequía de las mulas. Madre, resiste. Te juro que ya no siento vergüenza de tu hambre, te juro que ya no voy a silenciar tus manos, ésas que creí frías y brutas porque limpiaban las casas de los ricos y no sabían sostener el lápiz, ya no voy a tapar el canto de una choza anudado a cada letra que pronuncias. Madre, resiste, que tu cuerpo siga cobijando amapolas y bordeando mis dientes de leche, que el pasto de tu orfandad siga tejiendo la azada, que tu abrazo sea el paraje donde nos recordemos vivas. Lo siento, madre, cómo pude olvidar que guardas en tu piel la sabiduría del barro, cómo pude escupir sobre tus ramas o en la memoria de tu trenza. Lo siento, madre. Si tuviera que habitar tu misma infancia te acompañaría al pedregal, y nuestro jornal traería el arrullo de un cazo en la lumbre, tendríamos cinco, seis, siete años y después de azuzar los montes treparíamos a los tejados de paja para contemplar la luna, hebra a hebra, yo tendría miedo porque vengo del asfalto y los sonidos de la noche me tapan la boca. Pero tú no, madre, tú nunca temiste la arcilla ni el grito en el cuenco nunca ocultaste la cicatriz del pobre ni la cavidad que se abre en los estómagos vacíos, tú atravesabas la linde radiante como un arcángel y metías tu cuerpo en el arrollo como quien vuelve incesantemente al vientre de la madre, tú defendías tu sangre de arado golpeando a los hombres con tu fe de hoguera. Me pregunto cómo pude sentir vergüenza de ti alguna vez, de tus cuadernos manchados de sombras que querían nacer letras, de tu desarraigo y tu ansia. Madre, perdóname, nunca más voy a borrar tu vestido cosido a la luz de un quinqué, nunca más voy a encerrar tu colcha de encaje bajo mi cuarto ni a vaciar plomo en tu taza. Si pudiera habitar tu misma infancia te construiría un trono de madera en lo alto de un riachuelo, te cargaría en brazos hasta allí y te sentaría delicadamente sobre las aguas. Después, en un juego de niñas, me arrodillaría frente a ti y con mi voz más descalza te suplicaría: déjame ser tu hija, déjame nacer de tu cuerpo y beber tu leche alguna vez. Déjame alzar tu nombre y llevar tu orgullo en un cesto de mimbre sobre mi cabeza.

***

X.

Me hablaron del hijo que engendraría, de la hija que iba a amamantar y del poso que anida ferozmente en la vid, pero yo era tan solo una niña, insistieron con terquedad en la raíz dorada que como sedal laceraría mi útero, insistieron en el cauce de jazmines derramados sobre el cuenco espeso y mudo de la noche, pero yo era tan solo una niña, querían el cuarto desnutrido los cebos rugosos alrededor de mis articulaciones mi vagina lustrosa precipitándose, ellos hablaban y hablaban mientras mis tejidos todavía incompletos intuían la gélida danza de mi hijo no nacido, mientras en las canciones de mi infancia acunaba a mi hija sin rostro, la que nunca vería revolcarse entre el claroscuro de la orilla, quise hablarles de los caballos salvajes que oía galopar dentro de mi vientre, oscuras criaturas atravesando las vastas estepas de Mongolia ondeando las praderas de China y las llanuras meridionales de Islandia, pero yo era tan solo una niña, había miles de caballos salvajes los escuchaba rajar mi piel durante el almuerzo abrir mi cuerpo en grandes estrías rojas, tan rojas como la locura, quise contarles que con sus fuertes patas los caballos trazaban una ruta secreta en mi abdomen el estuario donde las aves comerían tranquilas junto a los manglares el suelo invisible donde yo apoyaría mis pasos en la renuncia, quise contarles que no deseaba ser madre, a pesar de esa raíz dorada que me ata las pupilas a pesar del pulso derramado a la entrada de mi casa, quise contarles que era yo quien cabalgaba la niebla con el lomo hambriento del domador, pero ellos insistían en la brida y alzar los diques frente al cristal, ellos todavía no entienden que hay posibilidades que se tornan vacío, vacío blanco y fértil donde el sonámbulo no teme caminar con los ojos cerrados ni guardar equilibrio en el túnel.

(…)

No quiero ser madre
hijo, hija, no vengáis
aquí no hay sitio para recogeros
no reconozco vuestros pómulos ni comprendo vuestro silencio magullado
tendría tu misma cara, insisten ellos, pero yo sólo alcanzo a tocar la raigambre de las estrellas muertas,
la incógnita sobre mis ojos

ya lo he dicho
parimos el desorden y el altar
pero era tan solo una niña.

(…)

Hoy busco un lugar seguro donde quemar todas las canciones de cuna
y mi matriz se llena de lumbre
para dar calor a los gusanos del mundo.

(…)

Hace mucho que los niños callan

***

XVI.

También es violencia la sal que arrojan sobre la materia viva, que con la bota pisen mi cuello en jornadas de diez horas o el plagio detrás de mi almohada, por las noches una montaña de hormigón se me instala dentro de las piernas y secuestra mi juventud mientras ellos embaucan mis ojos con una letanía de árboles recién podados, siempre tuve frío siempre intuí la táctica del prestidigitador detrás del despacho pero eso no basta para descifrar toda la pólvora que como tormenta encuentra la ropa recién tendida al sol, no basta para predecir el crujido previo al secuestro, el otro día intenté abandonar el colapso a tientas encender la luz bajo el agua, intenté restaurar los contornos de mis brazos y recogí con la carne nómada la flecha que apunta afuera, a ese afuera que ellos no pueden expoliar, allí donde no es esclava mi lengua ni el ruido de mis pies danzando sobre la serpiente, en esa negrura que como limosna prestada nos arrojan, sobre la mesa hay un alimento que creen bastardo y rancio que no ofrecerían al perro guardián ni al verdugo que bebe el petróleo, sin embargo yo lo acojo en mi intemperie, con devoción lo mastico y así me exorcizo de sus células y caliento mis nudillos sobre la uralita, así me alzo con el puño en alto al tañido de sus dentaduras doradas, escuchadme bien, de ese cálido sudor vengo de ese estremecimiento al final del día y no olvido que también es violencia la cesárea que me practican mientras duermo, violencia cuando con su boca ebria intentan vaciar las líneas de mis manos agriar la tez, no olvido que las bolsas siguen vacías que de nada sirve anestesiar la escasez ni mostrar mesura en mi protesta, hace años soñé que prendía fuego a sus casas, soñé que apaleaba sus televisores con un cuchillo entre los dientes, soñé que los depredadores colgaban de los edificios grises como mantas sucias que una anciana hubiera puesto a secar justo antes de su entierro, ahora voy bajando por el puente con la frente henchida para palpar con mis manos el fuego, cuando llegue la noche sonreiré y masticaré vuestra sal con la misma insistencia que las madres de los ahogados recuerdan el sonido de las olas, antes de cerrar los ojos recordad la llama y mi fe implacable, recordad que autodefensa también es devorar vuestras camisas limpias, que no quede impune lo torturado así me acuséis de inmisericorde cuando vea vuestras alcobas arder y no grite, así nombréis ofensa mis delgadas rodillas manchadas de ceniza.

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Juan Domingo Aguilar

JUAN DOMINGO AGUILAR (Jaén, 1993). Escritor, comunicador y gestor cultural. Fue director del grupo Viridiana Teatro y coeditor de la revista La Novicia. Sus poemas han sido traducidos al portugués, al inglés, al árabe y al italiano y han aparecido en revistas como El Cultural, Periódico de Poesía de la UNAM, Círculo de Poesía, Buenos Aires Poetry, Anáfora, Elipsis, La Raíz Invertida, Nayagua y programas como Tres en la carretera, Radio3 o Página Dos, TVE. Coordina la sección «Versátiles» en Zenda. Ha publicado La chica de amarillo (Finalista del I Premio de Poesía Esdrújula), Nosotros, tierra de nadie (XXXIII Premio Andaluz de Poesía Villa de Peligros), 2ª Ed. La Castalia, Venezuela, 2020, y anticine (V Premio de Poesía José Ángel Valente). En 2019 obtuvo una beca de la Unesco como creador residente en Óbidos (Portugal). Fue residente de la XVIII promoción de la Fundación Antonio Gala.

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