Cazadores de icebergs es una radiografía de nuestros propios actos: siempre están conducidos por la fatalidad de lo humano. Por un lado la subyugación del universo que el hombre justificó al escribir la Biblia con todas sus consecuencias: la deforestación, la insostenible explosión demográfica, la huida hacia delante de la industrialización entendida como enloquecido crecimiento, el inimaginable terror que conlleva la experimentación con animales, y adquiere tintes psicóticos, para cosas tan inanes como hacer que un champú nos deje el pelo más suave. Y por otro lado el absurdo existencial de todos nuestros actos, casi siempre vacíos, y la crueldad ejercida sobre la propia especie, individuo a individuo, semejante a semejante… Todo eso define nuestro paso por el planeta. Hay poco en el haber, todo en el debe. Las acciones que conforman nuestro mundo, absolutamente enfermo de antropocentrismo, se obstinan en confirmar lo necio e incoherente de la vida humana: ideas impuestas de felicidad a toda costa y repudio a todo acto o pensamiento que represente una frustración. Un teatro del absurdo donde lo lúdico se establece como territorio exclusivo para el desarrollo de la vida a través de un larguísimo etcétera de pautas consumistas y degeneradas que se culminan en el teatro de la crueldad, donde el hombre canaliza su ineficaz proyecto a través del maltrato hacia los animales, hacia la naturaleza y hacia sí mismo, convirtiendo su existencia en un absurdo que carece de sentido más allá de lo instantáneo. Aquel incidente de Nietzsche con el cochero que golpea a su caballo exhausto en la Plaza Carlo Alberto —y que inspiró la película El caballo de Turín de Bèla Tarr—, sirve de escenario a Alejandro Céspedes para subrayar que hay dos cosas que gobiernan el mundo: la maldad y el absurdo —no se engañen, el amor forma parte del absurdo—.
***
Lo que más nos sorprende de la vida
se hace consciente igual que los silencios,
de improviso, de golpe. No está afuera.
De una forma ridícula se aprietan los instantes
que empiezan a rodar sábana abajo.
Qué pronto se descubre…,
aquí a mi lado el aire que respiras…
El presente es un tiempo que se hereda a sí mismo,
una piel de culebra que se muda
y cuando se abandona nos persigue
y hace que lo agotado por el uso
nos parezca inventado en ese instante.
Es todo tan extraño
que obliga a confundir felicidad con calma.
Cada recuerdo escribe
su tratado de paz incomprensible.
Pero los cancerberos del tiempo no descansan.
No pueden soportar tanta abstinencia.
Instauran su tiránica vigilia.
La construyen más firme y más compacta,
vienen a recordarnos que los días
han de cumplir sus viejas instrucciones:
hacer ver a la vida que ya es hora
de volver otra vez a desconcharse.
Grano a grano la causa, cada causa, y en todas
abre su corazón a las tormentas,
se complace en el polvo de la melancolía
porque ahora ya ninguna resulta necesaria.
Solo somos las huellas de otras huellas perdidas,
el eco que producen nuestros pasos.
En lo abismal del sueño lo escuchamos.
Todos los sueños sangran por su filo.
El vacío nos deja entre las manos
su inútil resonancia,
un puente de eslabones cada vez más mermado
por el que a diario cruzan
insospechadas huestes del desastre.
De esta manera vamos siendo nuevos
durante una milésima de instante
cada vez que seguimos heredándonos
a expensas siempre de nosotros mismos,
pues eso en lo que estamos convirtiéndonos
apresuradamente nos rechaza.
El pasado respira y aquí nos falta el aire.
Un corazón herido fosforece,
nada puede volver a oxigenarlo.
***
Pedir perdón para que el mundo aprenda
el camino de vuelta.
Nunca es útil dar nombre a lo perdido
y aún así rebuscamos en todas las orillas el señuelo.
Somos los habitantes de una escenografía
edificada a expensas de otros ojos,
vida que se parece a nuestra vida,
un universo exhausto al que seguimos
esquilmando de forma irreversible.
Las funciones de nuestros teatrillos
convierten las preguntas en sillares de un muro
donde van a estrellarse nuestras lamentaciones
y luego desembocan como lágrimas falsas
en océanos hechos con un puré de plásticos.
Siempre es así, de forma ineludible,
en la ficción de lo que construimos
y nada nos confunde,
y nada nos conmueve.
La crueldad y el símbolo
quieren aparearse dentro del mismo espacio.
Pronto no habrá cobijo.
Las muecas de las máscaras
administran su cruel procedimiento
de una forma tan leve y tan constante
que consiguen que duren
exactamente igual
la representación y la existencia.
Pero la suma de ambas
nunca produce números reales.
Cada cual se divide a su manera
por una extraña herida
que no sabe curar ni emponzoñarse.
Godot no es más que un círculo vicioso
preñado de gangrena.
El punto de partida del que irradian
todos los avatares de lo que estamos siendo.
A nuestro alrededor solo hay pedazos
minúsculos, roídos, de una antigua conciencia
y en el remordimiento solo crecen
los dioses mercachifles del progreso.
Éxito irreversible, crecimiento que todo lo trocea
y hace de sus pedazos materia intercambiable
que crece y se alimenta de sí misma,
igual que ese animal atado a una baldosa
que agoniza en la página ochenta y tres del libro.
Y no lo comprendemos,
el mundo nunca aprende, nunca olvida.
Todo lo que extinguimos, devoramos,
consumimos, nos atrapa en el centro
de la succión de sus alcantarillas.
Alguien obsesionado
en pesar la ilusión del rendimiento
echa en los dos platillos
la materia fugaz que desechamos.
Lo inorgánico crece
en el centro de un bosque de silicio.
El viejo totemismo
que profesaba Artaud hace casi cien años
se niega a sospechar de la nostalgia.
Ya no hay dolor en el resentimiento
ni tampoco hay herida.
La mandíbula experta del olvido
rumia pausadamente la palabra perdón.
Nuestro camino,
que a fuerza de girar ya se ha hecho un círculo,
se acuesta sobre su propio lecho
aunque ya solo sirva
para amar el recuerdo de la herida.
Formas de consumirse
desfilan por delante de unos ojos en llamas.
¿A qué mejor destino
puede aspirar el fuego
sino a arder?
***
Cada vez que el hombre crea una frontera,
esta trata de avanzar.LUIS MARTÍN SANTOS
Una locomotora incendia el horizonte
con vagones colmados con montañas de hielo
que se van desangrando.
Arrancadas del agua se derriten
en el sueño anaerobio de nuestros exterminios,
muertos que reverberan
en el alma de un hueco «irrellenable».
Cazadores de icebergs recrean sus hazañas
junto a un whisky con hielo
y con un simple gesto de sus armas
dibujan para siempre los límites del frío.
En labios de todos los cetáceos hay la misma pregunta:
–¿Qué es lo que limita con lo ausente?
La vida capitula mientras todos los fósiles
proclaman su existencia.
El tren sigue avanzando, va del frío al fervor
de unas ciudades que no se sacian nunca.
Mientras en los vagones el hielo se derrite
y va dejando un rastro de muerte en los raíles,
la realidad se impone a lo soñado.
Todos los afluentes de una ciudad experta
en fabricar desiertos desembocan
sobre la podredumbre, y un zumbido de moscas
aventa su dulzona pestilencia.
Hay la misma ciudad en todas partes
y sus víctimas son intercambiables.
El tiempo siempre es negro
en los ojos enormes de las mariposas.
Carroña bien servida
para lenguas que saben enroscarse.
Aquel tren de juguete ya ha crecido.
Uno de los vagones lleva dentro
gigantescos paisajes de árboles talados.
Otro lleva hacia un campo de exterminio
a los niños que viven dibujados
sobre un folio que arde.
Todos son al final la misma celulosa
y la verdad colapsa
mientras, fractal, el mundo confecciona
imperturbablemente
copias degeneradas de sí mismo.
La escena se convierte
en barrizal de cuerpos desgarrados.
Cada ojo es un vértigo inasible
que vive en la trastienda del espejo
y archiva el testamento de lo que ha sucedido.
Todos los niños lloran.
Calcula su dolor un higroscopio.
En la cima del mundo
unos osos sin nombre están ahogándose.
El hielo busca amparo
bajo la sombra de su propio miedo.
Cazadores de icebergs recrean sus hazañas
como si fuesen dioses inmortales,
pero son solamente
hombres embadurnados de sí mismos
sobre la inmensa nada de su espejo.
Formas atormentadas deambulan
por encima de un mundo consumido.
***
[Hay dos habitaciones sin conexión alguna
y son las dos idénticas.
Ambas tienen un algo indescriptible
que te hace darte cuenta, desde dentro,
de cuándo estás en una y no en la otra.
Ninguna tiene puerta, ni ventanas,
y ninguna es oscura.
Y dejan de existir cuando nadie las piensa]
I
Unos seres que engendran lo sombrío
empujan desde el fondo de los ojos.
Dan cuerda a una tristeza que despierta
a un mecanismo cuántico de soledad y miedo.
La desfiguración de un ser oscuro
asoma y nos implanta la imaginaria herida,
la tectónica inútil de los abandonados,
sima y magma que emergen hasta el borde
de un vacío que no quiere llenarse.
Esa ausencia florece y se alimenta
de la raíz que aún queda en lo perdido.
Como los hongos crece y halla vida
en la putrefacción de otro organismo.
Vivir siempre perturba
y la angustia ha aprendido
a escarbar en los pozos
cada vez más adentro.
Ser en la mente de otro justifica
el vértigo que parte la mónada en pedazos.
Y así hasta que la herida
se canse de doler quedará el hueco
que deja lo arrancado.
Gesto a gesto construye su rutina.
Solo la destrucción
conoce nuestros nombres;
igual que la punzada de un infarto
en mitad de una calle intransitable
sobrevive al instinto del que espera.
Todos se desconocen mutuamente.
Cuando se dan la vuelta
sienten que son heridos por la espalda.
Cuando se ven de frente nunca pueden
constatar en el otro su existencia.
Han construido sus vidas
encima de una hoguera
y trepan hasta ella sobre andamios de humo.
Se abisma la metáfora
al no encontrar su nombre verdadero.
El silencio es visible
como se escucha el polvo
al trasluz de los rayos
de un sol que desfallece.
Y mientras, sombra y vida tropezando
hasta que el polvo caiga en el olvido.
Una lluvia de nombres
reseca los espacios de las habitaciones.
Cada punto y aparte
escrito en este libro
se está superponiendo
encima de los otros
y construyen el túnel
que hace cuarenta páginas
conectaba el final con el principio.
[Hay dos habitaciones sin conexión alguna
y son las dos idénticas.
Ambas tienen un algo indescriptible
que te hace darte cuenta, desde dentro,
de cuándo estás en una y no en la otra.
Ninguna tiene puerta, ni ventanas,
y ninguna es oscura.
Y dejan de existir cuando nadie las piensa]
II
Sabe que ha estado allí, los dos sabemos
que no fue ni pasado ni futuro,
pero los ojos negros del recuerdo
nos escriben su indigna biografía.
Lo que se fue persiste en su elocuencia
y solo es gasolina vertida en un rescoldo,
las llamas se hacen fuertes
cuando ya están a punto de extinguirse.
Cada día es un ser intransigente.
Se apila sobre el cuerpo del que acaba
e interpreta el augurio del que llega.
Lo roto continua en la distancia
amplificando aquella profecía
de la separación que nos mantiene
unidos por un hilo de nostalgia.
En sus grietas se incuba
la voluntad del tránsito
hacia un hoy imposible.
Nuestra común historia es un dibujo
hecho sobre la arena
antes de que la mar suba de nuevo.
Las olas enemigas de cualquier línea recta
nos dejan al capricho
de su extraña y voluble indiferencia.
Ahora el agua se lleva los relatos
de unas huellas borradas
y en las manos nos deja
la precisa y exacta luz herida
que puede en su esplendor desfigurarnos.
[Las cuatro habitaciones son un cubo de Rubik
que separa y reúne
el ayer y el mañana]
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Autor: Alejandro Céspedes. Título: Cazadores de icebergs. Editorial: Salto de Página. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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