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21 lecciones para el siglo XXI, de Yuval Noah Harari - Zenda
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21 lecciones para el siglo XXI, de Yuval Noah Harari

¿Qué está ocurriendo ahora mismo? ¿Cuáles son los mayores retos y opciones de hoy en día? ¿A qué debemos prestar atención? «En un mundo inundado de información irrelevante —dice Harari—, la claridad es poder». Tras el incontestable éxito de sus dos libros anteriores —Sapiens y Homo Deus— en todo el mundo, el historiador israelí vuelve...

¿Qué está ocurriendo ahora mismo? ¿Cuáles son los mayores retos y opciones de hoy en día? ¿A qué debemos prestar atención? «En un mundo inundado de información irrelevante —dice Harari—, la claridad es poder». Tras el incontestable éxito de sus dos libros anteriores —Sapiens y Homo Deus— en todo el mundo, el historiador israelí vuelve con 21 lecciones para el siglo XXI (Debate). Un libro centrado en el aquí y el ahora que nos pretende introducir en el debate sobre el futuro de nuestra especie y donde nos ofrece las herramientas necesarias para lidiar con una realidad cada vez más difícil de comprender. Zenda publica el capitulo “Inmigración. Algunas culturas podrían ser mejores que otras”.

 

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Inmigración

Algunas culturas podrían ser mejores que otras

Aunque la globalización ha reducido muchísimo las diferencias culturales en todo el planeta, a la vez ha hecho que sea más fácil toparse con extranjeros y que nos sintamos molestos por sus rarezas. La diferencia entre la Inglaterra anglosajona y el Imperio Pala indio era mucho mayor que la diferencia entre la moderna Gran Bretaña y la India moderna, pero British Airways no ofrecía vuelos directos entre Delhi y Londres en los días del rey Alfredo el Grande.

A medida que cada vez más humanos cruzan cada vez más fronteras en busca de trabajo, seguridad y un futuro mejor, la necesidad de enfrentarse, de asimilar o de expulsar a extranjeros pone en tensión los sistemas políticos y las identidades colectivas que se crearon en épocas menos fluidas. En ningún lugar es más agudo el problema que en Europa. La Unión Europea se construyó sobre la promesa de trascender las diferencias culturales entre franceses, alemanes, españoles y griegos. Podría desmoronarse debido a su incapacidad para contener las diferencias culturales entre europeos y emigrantes de África y Oriente Próximo. Irónicamente, el gran éxito de Europa en la creación de un sistema multicultural próspero es lo que ha atraído a tantos emigrantes en primer lugar. Los sirios prefieren emigrar a Alemania antes que a Arabia Saudí, Irán, Rusia o Japón, no porque Alemania esté más cerca o sea más rica que los demás destinos potenciales, sino porque Alemania tiene un historial mucho mejor a la hora de recibir de buena manera y asimilar a los inmigrantes.

La creciente oleada de refugiados e inmigrantes produce reacciones contradictorias en los europeos y provoca ásperos debates sobre la identidad y el futuro de Europa. Algunos europeos exigen que Europa cierre de golpe sus puertas: ¿están traicionando los ideales multiculturales y tolerantes de Europa, o simplemente dando los pasos sensatos para evitar el desastre? Otros claman para que se abran más las puertas: ¿son fieles a los valores europeos fundamentales, o son culpables de endilgar al proyecto europeo expectativas imposibles? Esta discusión sobre la inmigración suele degenerar en una pelea a gritos en la que ninguna parte escucha a la otra. Para clarificar las cosas, quizá ayude contemplar la inmigración como un pacto con tres condiciones o términos básicos:

Estos tres términos dan origen a tres debates sobre el significado exacto de cada término. Un cuarto debate concierne al cumplimiento de los términos. Cuando la gente habla de inmigración, suele confundir los cuatro debates, de modo que nadie entiende de qué va en verdad la discusión. Por tanto, es mejor considerar cada uno de dichos debates por separado.

 

Debate 1. La primera cláusula del pacto de inmigración reza simplemente que el país anfitrión permite la entrada de inmigrantes. Pero ¿debe esto considerarse un deber o un favor? ¿Está obligado el país anfitrión a abrir sus puertas a todo el mundo, o tiene el derecho de seleccionar, e incluso de detener totalmente la inmigración? Los proinmigracionistas parecen pensar que los países tienen el deber moral de aceptar no solo a refugiados, sino también a personas de países azotados por la pobreza que buscan trabajo y un futuro mejor. En especial en un mundo globalizado, todos los humanos tienen obligaciones morales hacia los demás humanos, y quienes las eluden son egoístas o incluso racistas.

Además, muchos proinmigracionistas señalan que es imposible frenar completamente la inmigración, y que no importa cuántos muros y vallas erijamos, pues la gente desesperada siempre encontrará una manera de entrar. De modo que es mejor legalizar la inmigración y tratar con ella abiertamente que crear un enorme submundo de tráfico humano, trabajadores ilegales y niños sin papeles.

Los antiinmigracionistas replican que, usando la fuerza suficiente, puede detenerse por completo la inmigración, y excepto quizá en el caso de refugiados que huyen de una persecución brutal en un país vecino, no estamos obligados a abrir nuestras puertas. Turquía puede tener el deber moral de permitir que los desesperados refugiados sirios crucen su frontera. Pero si después dichos refugiados intentan desplazarse a Suecia, los suecos no están obligados a aceptarlos. En cuanto a los migrantes que buscan trabajo y beneficios sociales, depende totalmente del país anfitrión decidir si los quiere o no, y en qué condiciones.

Los antiinmigracionistas destacan que uno de los derechos más básicos de cada colectivo humano es defenderse contra la invasión, en forma ya sea de ejércitos, ya sea de migrantes. Los suecos han trabajado con mucho ahínco y han hecho numerosos sacrificios para crear una democracia liberal próspera, y si los sirios no han conseguido hacer lo mismo, no es culpa de los suecos. Si los votantes suecos no quieren que entren más inmigrantes sirios en su país, por la razón que sea, están en su derecho de negarles la entrada. Y si aceptan a algunos inmigrantes, debería quedar muy claro que es un favor que Suecia ofrece y no una obligación que cumple. Lo que significa que los inmigrantes a quienes se permita entrar en Suecia tienen que sentirse muy agradecidos por aquello que obtengan, en lugar de llegar con una lista de peticiones como si fueran los dueños del lugar.

Además, dicen los antiinmigracionistas, un país puede tener la política de inmigración que quiera, y evaluar a los inmigrantes no solo por sus antecedentes penales o talentos profesionales, sino incluso por cosas como la religión. Tal vez parezca desagradable que un país como Israel solo quiera permitir la entrada en él de judíos y uno como Polonia solo acceda a asumir refugiados de Oriente Próximo a condición de que sean cristianos, pero está perfectamente en consonancia con los derechos de los votantes israelíes y polacos.

Lo que complica las cosas es que en muchos casos la gente quiere nadar y guardar la ropa. Numerosos países hacen la vista gorda ante la inmigración ilegal, o incluso aceptan a trabajadores extranjeros por un tiempo, porque quieren beneficiarse de la energía, el talento y el trabajo barato de estos. Sin embargo, los países rehúsan después legalizar las condiciones de estas personas, alegando que no quieren la inmigración. A la larga, esto podría crear sociedades jerárquicas en las que una clase alta de ciudadanos con pleno derecho explota a una subclase de extranjeros impotentes, como ocurre en la actualidad en Catar y en otros estados del golfo Pérsico.

Mientras este debate no se zanje, es dificilísimo responder a todas las preguntas que conlleva la inmigración. Puesto que los proinmigracionistas piensan que la gente tiene derecho a inmigrar a otro país si así lo desea y los países anfitriones el deber de acogerlos, reaccionan con indignación moral cuando se viola el derecho de la gente a inmigrar y cuando hay países que no consiguen cumplir con su deber de acogida. Los antiinmigracionistas se quedan anonadados ante estas ideas. Consideran que la inmigración es un privilegio, y la acogida un favor. ¿Por qué acusar a la gente de ser racistas o fascistas solo porque rechacen la entrada en su propio país?

Desde luego, incluso si permitir la entrada de inmigrantes es un favor y no un deber, una vez que los inmigrantes se establecen, el país anfitrión contrae poco a poco numerosos deberes para con ellos y sus descendientes. Así, no podemos justificar el antisemitismo en el Estados Unidos actual aduciendo que «le hicimos un favor a tu bisabuela dejándola entrar en este país en 1910, de manera que ahora podemos trataros como nos plazca».

 

Debate 2. La segunda cláusula del pacto de la inmigración dice que si se les deja entrar, los inmigrantes tienen la obligación de integrarse en la cultura local. Pero ¿hasta dónde ha de llegar la integración? Si los inmigrantes pasan de una sociedad patriarcal a una liberal, ¿tienen que hacerse feministas? Si proceden de una sociedad profundamente religiosa, ¿es necesario que adopten una visión laica del mundo? ¿Deberían abandonar sus códigos tradicionales de vestimenta y sus tabúes alimentarios? Los antiinmigracionistas tienden a situar el listón alto, mientras que los proinmigracionistas lo colocan mucho más bajo.

Los proinmigracionistas aducen que la misma Europa es muy diversa, y que sus poblaciones nativas cuentan con un amplio espectro de opiniones, hábitos y valores. Esto es precisamente lo que hace que Europa sea dinámica y fuerte. ¿Por qué habría de obligarse a los inmigrantes a plegarse a alguna identidad europea imaginaria respecto a la cual pocos europeos están realmente a la altura? ¿Acaso quiere obligarse a los inmigrantes musulmanes del Reino Unido a convertirse en cristianos, cuando muchos ciudadanos británicos apenas pisan la iglesia? ¿Queremos pedir a los inmigrantes del Punjab que abandonen su curry y su masala en favor de la fritura de pescado con patatas y del pudin de Yorkshire? Si Europa posee algunos valores fundamentales reales, son los valores liberales de la tolerancia y la libertad, que implican que los europeos deben mostrar tolerancia también hacia los inmigrantes, y concederles tanta libertad como sea posible para que sigan sus propias tradiciones, siempre que estas no perjudiquen las libertades y los derechos de otras personas.

Los antiinmigracionistas están de acuerdo en que la tolerancia y la libertad son los valores europeos más importantes, y acusan a muchos grupos inmigrantes, sobre todo procedentes de países musulmanes, de intolerancia, misoginia, homofobia y antisemitismo. Justo porque Europa valora la tolerancia, no puede permitir demasiadas personas intolerantes en su seno. Mientras que una sociedad tolerante puede gestionar pequeñas minorías iliberales, si el número de tales extremistas excede un determinado umbral, la naturaleza de la sociedad al completo cambia. Si Europa admite la entrada de demasiados inmigrantes de Oriente Próximo, terminará pareciendo Oriente Próximo.

Otros antiinmigracionistas van mucho más allá. Afirman que una comunidad nacional es mucho más que un conjunto de personas que se toleran mutuamente. De ahí que no baste con que los inmigrantes se adhieran a los estándares europeos de tolerancia. Tienen que adoptar también muchas de las características únicas de la cultura británica, alemana o sueca, cualesquiera que sean estas. Al permitirles entrar, la cultura local asume un gran riesgo y un gasto enorme. No hay razón para que también se destruya. Al final brinda una igualdad completa, de modo que exige una integración completa. Si los inmigrantes tienen algún problema con determinadas peculiaridades de la cultura británica, alemana o sueca, se verá con buenos ojos que se vayan a otra parte.

Las dos cuestiones clave de este debate son la discrepancia acerca de la intolerancia de los inmigrantes y la discrepancia acerca de la identidad europea. Si los inmigrantes son en realidad culpables de una intolerancia incurable, muchos europeos liberales que ahora están a favor de la inmigración tarde o temprano se opondrán a ella de manera vehemente. Y, al contrario, si la mayoría de los inmigrantes demuestran ser liberales y tolerantes en su actitud hacia la religión, el género y la política, esto dará al traste con algunos de los argumentos más efectivos contra la inmigración.

Sin embargo, todavía dejará abierta la cuestión de las identidades nacionales únicas de Europa. La tolerancia es un valor universal. ¿Acaso existen normas y valores franceses únicos que debería aceptar quien inmigrara a Francia, y acaso hay normas y valores daneses únicos que los inmigrantes a Dinamarca han de adoptar? Mientras los europeos estén irreconciliablemente divididos respecto a esta cuestión, apenas tendrán una política clara de la inmigración. Y al revés, una vez que los europeos sepan quienes son, 500 millones de europeos no deberían tener ninguna dificultad en acoger a varios millones de refugiados… o en prohibirles la entrada.

Debate 3. La tercera cláusula del pacto de la inmigración dice que si los inmigrantes hacen de verdad un esfuerzo sincero por integrarse (y en particular por adoptar el valor de la tolerancia), el país anfitrión está obligado a tratarlos como ciudadanos de primera. Pero ¿cuánto tiempo ha de pasar antes de que los inmigrantes se conviertan en miembros de pleno derecho de la sociedad? ¿Deben sentirse agraviados los inmigrantes de primera generación procedentes de Argelia si todavía no se les ve del todo como franceses después de veinte años en el país? ¿Y qué hay de los inmigrantes de tercera generación cuyos abuelos llegaron a Francia en la década de 1970?

Los proinmigracionistas suelen pedir una pronta aceptación, mientras que los antiinmigracionistas quieren un período probatorio mucho más prolongado. Para los proinmigracionistas, si los inmigrantes de tercera generación no son vistos y tratados como ciudadanos iguales, esto significa que el país anfitrión no está cumpliendo sus obligaciones, y si ello provoca tensiones, hostilidad e incluso violencia, el país anfitrión no puede culpar a nadie de su propia intolerancia. Para los antiinmigracionistas, estas expectativas excesivas constituyen una parte fundamental del problema. Los inmigrantes han de ser pacientes. Si tus abuelos llegaron aquí hace solo cuarenta años y ahora tú estás participando en algaradas callejeras porque piensas que no se te trata como a un nativo, entonces no has superado la prueba.

La cuestión clave de este debate se refiere a la brecha entre la escala temporal personal y la escala temporal colectiva. Desde el punto de vista de los colectivos humanos, cuarenta años es un período corto. No puede esperarse que la sociedad asimile completamente a grupos extranjeros en cuestión de unas pocas décadas. En las civilizaciones del pasado que asimilaron a extranjeros y los hicieron ciudadanos de pleno derecho (como la Roma Imperial, el califato musulmán, los imperios chinos y Estados Unidos), se tardó siglos y no décadas en conseguir la transformación.

Pero desde un punto de vista personal, cuarenta años pueden ser una eternidad. Para una adolescente nacida en Francia veinte años después de que sus abuelos inmigraran allí, el viaje desde Argel a Marsella es historia antigua. Ella nació aquí, todos sus amigos nacieron aquí, habla francés en lugar de árabe y nunca ha estado en Argelia. Francia es el único hogar que ha conocido. ¿Y ahora la gente le dice que Francia no es su hogar y que tiene que «volver» a un lugar donde nunca vivió? Es como si tomáramos una semilla de un eucalipto de Australia y la plantáramos en Francia. Desde una perspectiva ecológica, los eucaliptos son una especie invasora, y pasarán generaciones antes de que los botánicos los reclasifiquen como plantas europeas nativas.

Pero desde el punto de vista del árbol individual, es francés. Si no se lo riega con agua francesa, morirá. Si se intenta desarraigarlo, se descubrirá que ha arraigado profundamente en suelo francés, igual que las encinas y los pinos locales.

Debate 4. Además de estos desacuerdos en relación con la definición exacta del pacto de inmigración, la pregunta clave es si el pacto funciona de verdad. ¿Están ambas partes a la altura de sus obligaciones?

Los antiinmigracionistas suelen aducir que los inmigrantes no cumplen el término 2. No hacen un esfuerzo sincero por integrarse y muchos de ellos siguen aferrados a visiones del mundo intolerantes y prejuiciosas. De ahí que el país anfitrión no tenga motivo para cumplir el término 3 (tratarlos como ciudadanos de primera) y sí tenga todos los motivos para reconsiderar el término 1 (permitirles la entrada). Si personas de una determinada cultura han demostrado de manera fehaciente que están poco dispuestos a cumplir el pacto de la inmigración, ¿por qué permitir que entren más de ellas y crear un problema todavía mayor?

Los proinmigracionistas replican que es el país anfitrión el que no cumple con su parte del pacto. A pesar de los esfuerzos honestos de la enorme mayoría de los inmigrantes para integrarse, los anfitriones les dificultan conseguirlo y, peor todavía, aquellos inmigrantes que se integran con éxito siguen siendo tratados como ciudadanos de segunda, incluso en la segunda y la tercera generaciones. Desde luego, es posible que ambas partes no estén a la altura de sus compromisos, con lo que promueven las sospechas y los resentimientos de la otra parte en lo que se convierte en un círcu lo vicioso creciente.

Este cuarto debate no puede resolverse antes de dar la definición exacta de los tres términos. Mientras no sepamos si la integración es un deber o un favor, qué nivel de integración se exige a los inmigrantes y con qué rapidez los países anfitriones deben tratarlos como ciudadanos de pleno derecho, no podremos juzgar si las dos partes cumplen con sus obligaciones. Hay un problema adicional en la contabilidad. Cuando se evalúa el pacto de inmigración, ambas partes conceden mucho más peso a las infracciones que al cumplimiento. Si un millón de inmigrantes son ciudadanos respetuosos de las leyes, pero cien se unen a grupos terroristas y atacan al país anfitrión, ¿significa eso que en su conjunto los inmigrantes cumplen los términos del acuerdo o que los violan? Si una inmigrante de tercera generación pasea por la calle mil veces sin que se la moleste, pero en alguna ocasión algún racista la insulta a gritos, ¿significa eso que la población nativa acepta o rechaza a los inmigrantes?

Pero subyacente a todos estos debates acecha una cuestión mucho más fundamental, que concierne a nuestra visión de la cultura humana. ¿Participamos en el debate de la inmigración desde el supuesto de que todas las culturas son intrínsecamente iguales, o pensamos que algunas culturas podrían ser superiores a otras? Cuando los alemanes discuten acerca de asimilar a un millón de refugiados sirios, ¿se los puede justificar porque piensen que la cultura alemana es en algún aspecto mejor que la siria?

Del racismo al culturismo

Hace un siglo, los europeos daban por sentado que algunas razas (en especial, la raza blanca) eran intrínsecamente superiores a otras. Después de 1945, estas ideas se convirtieron cada vez más en anatema. El racismo se veía no solo como algo pésimo desde el punto de vista moral, sino que también estaba desacreditado desde el científico. Los científicos de la vida, y en particular los genetistas, han dado pruebas científicas muy sólidas de que las diferencias biológicas entre europeos, africanos, chinos y norteamericanos nativos son nimias.

Sin embargo, al mismo tiempo, antropólogos, sociólogos, historiadores, economistas del comportamiento e incluso neurocientíficos han acumulado gran cantidad de datos de la existencia de diferencias importantes entre las culturas humanas. De hecho, si todas las culturas humanas fueran en esencia la misma, ¿por qué necesitaríamos a antropólogos y a historiadores? ¿Por qué invertir recursos en el estudio de las diferencias triviales? Como mínimo, tendríamos que dejar de financiar todas estas costosas expediciones de campo al Pacífico Sur y al desierto del Kalahari, y contentarnos con estudiar a la gente de Oxford o Boston. Si las diferencias culturales son insignificantes, entonces aquello que descubramos acerca de los estudiantes de Harvard también tiene que ser cierto para los cazadores­recolectores del Kalahari.

Cuando reflexiona, la mayoría de la gente admite la existencia de al menos algunas diferencias importantes entre las culturas humanas, en aspectos que van desde las costumbres sexuales hasta los hábitos políticos. ¿Cómo abordar entonces tales diferencias? Los relativistas culturales dicen que la diferencia no implica jerarquía, y que nunca hemos de preferir una cultura a otra. Los humanos pueden pensar y comportarse de maneras diversas, pero debemos celebrar dicha diversidad y conceder igual valor a todas las creencias y prácticas. Por desgracia, estas actitudes abiertas de miras no soportan el peso de la realidad. La diversidad humana puede ser grande en lo que a la cocina y a la poesía se refiere, pero pocos considerarán la quema de brujas, el infanticidio o la esclavitud como idiosincrasias humanas fascinantes que deban protegerse de las intrusiones del capitalismo global y del coca­colonialismo.

O bien pensemos en la manera en que las diferentes culturas se relacionan con los extranjeros, los inmigrantes y los refugiados. No todas las culturas se caracterizan por el mismo nivel de aceptación. La cultura alemana a principios del siglo XXI es más tolerante con los extranjeros y está más dispuesta a acoger a inmigrantes que la cultura saudí. Es mucho más fácil para un musulmán inmigrar en Alemania que para un cristiano inmigrar en Arabia Saudí. De hecho, incluso a un refugiado musulmán procedente de Siria probablemente le sea más fácil inmigrar en Alemania que en Arabia Saudí, y desde 2011 Alemania ha acogido a más refugiados sirios de los que han sido aceptados por Arabia Saudí. De manera similar, el peso de la evidencia sugiere que la cultura de California a principios del siglo XXI es más favorable para los inmigrantes que la cultura de Japón. De ahí que si el lector cree que es bueno tolerar a los extranjeros y dar la bienvenida a inmigrantes, ¿debería pensar también que, al menos en este aspecto, la cultura alemana es superior a la saudí y la cultura californiana es mejor que la japonesa?

Además, aunque dos normas culturales sean igualmente válidas en la teoría, en el contexto práctico de la inmigración todavía podría estar justificado pensar que la cultura anfitriona es mejor. Las normas y los valores que sirven en un país simplemente no funcionan bien en circunstancias diferentes. Observemos con detenimiento un ejemplo concreto. A fin de no ser presa de los prejuicios bien arraigados, imaginemos dos países ficticios: Friolandia y Calidostán. Los dos países tienen muchas diferencias culturales, entre las cuales figura su actitud hacia las relaciones humanas y el conflicto interpersonal. A los friolandeses los educan desde la infancia para que si entran en conflicto con alguien en la escuela, el trabajo o incluso la propia familia, lo mejor es que se contengan. Hay que evitar gritar, expresar rabia o enfrentarse a la otra persona: los arrebatos de ira no hacen más que empeorar las cosas. Es mejor trabajarse los propios sentimientos, al tiempo que se deja que las cosas se calmen. Mientras tanto, debe limitarse el contacto con la persona en cuestión, y si el contacto es inevitable, hay que ser lacónico pero educado, y evitar cuestiones candentes.

A los calidostanos, en cambio, los educan desde la infancia para que externalicen los conflictos. Si nos hallamos en un conflicto, no hay que dejar que se acumule ni reprimir nada. Hay que aprovechar la primera oportunidad para ventilar abiertamente nuestras emociones. Está bien enfadarse, gritar y decirle a la otra persona exactamente cómo nos sentimos. Es la única manera de resolver a la vez las cosas, de forma honesta y directa. Con un día de gritos puede resolverse un conflicto que, de otro modo, tal vez se encone durante años y aunque la confrontación directa nunca es agradable, después todos nos sentiremos mucho mejor.

Ambos métodos tienen sus pros y sus contras, y es difícil decir cuál es mejor. ¿Qué puede ocurrir, sin embargo, cuando un calidostano inmigra en Friolandia y consigue trabajo en una empresa friolandesa?

Cada vez que surge un conflicto con un compañero de trabajo, el calidostano da un puñetazo en la mesa y grita a voz en cuello, esperando que esto centre la atención en el problema y ayude a resolverlo enseguida. Varios años más tarde queda vacante un puesto importante. Aunque el calidostano reúne todas las cualificaciones necesarias, la jefa prefiere promover a un empleado friolandés. Cuando se le pregunta la razón, la jefa explica: «Sí, el calidostano tiene muchas cualidades, pero también un grave problema con las relaciones humanas. Es exaltado, crea tensiones innecesarias a su alrededor y perturba nuestra cultura empresarial». La misma suerte corren otros inmigrantes calidostanos en Friolandia. La mayoría de ellos permanecen en puestos secundarios o no consiguen encontrar trabajo, porque los gerentes presuponen que si son calidostanos, probablemente serían empleados de temperamento sanguíneo y problemáticos. Puesto que los calidostanos nunca llegan a ocupar puestos de responsabilidad, es difícil que cambien la cultura empresarial friolandesa.

Les ocurre algo muy parecido a los friolandeses que inmigran a Calidostán. Un friolandés que empiece a trabajar en una empresa calidostana adquiere pronto la reputación de arrogante o antipático, y hace pocos amigos, o ninguno. La gente piensa que no es sincero, o que carece de las habilidades básicas para las relaciones humanas. Nunca progresa hasta ocupar puestos de responsabilidad y, por tanto, jamás tiene la oportunidad de cambiar la cultura empresarial. Los directores calidostanos concluyen que la mayoría de los friolandeses son ariscos o tímidos, y prefieren no contratarlos para trabajos que requieran el contacto con los clientes o la cooperación estrecha con otros empleados.

Ambos podrían parecer casos de racismo. Pero, en realidad, no son hechos racistas. Son «culturistas». La gente continúa llevando a cabo una heroica lucha contra el racismo tradicional sin darse cuenta de que el frente de batalla ha cambiado. El racismo tradicional está menguando, pero ahora el mundo está lleno de «culturistas».

El racismo tradicional estaba firmemente asentado sobre teorías biológicas. En las décadas de 1890 o 1930 se creía de manera general, por ejemplo en Gran Bretaña, Australia y Estados Unidos, que algún rasgo biológico hereditario hace que los africanos y los chinos sean de manera innata menos inteligentes, menos emprendedores y menos morales que los europeos. El problema residía en su sangre. Tales opiniones gozaban de respetabilidad política, así como de un amplio soporte científico. Hoy en día, en cambio, aunque muchos individuos realizan todavía este tipo de aseveraciones racistas, estas han perdido todo su respaldo científico y la mayor parte de su respetabilidad política, a menos que se replanteen en términos culturales. Decir que las personas negras suelen cometer crímenes porque tienen genes de calidad inferior no está de moda; decir que suelen cometer crímenes porque provienen de culturas disfuncionales está muy de moda.

En Estados Unidos, por ejemplo, algunos partidos y dirigentes apoyan abiertamente políticas discriminatorias y suelen hacer observaciones denigrantes de los afroamericanos, los latinos y los musulmanes; pero rara vez, o nunca, dicen que haya algo erróneo en su ADN. Se pretende que el problema radique en su cultura. Así, cuando el presidente Trump describió a Haití, el Salvador y algunas partes de África como «países de mierda», en teoría planteaba a la opinión pública una reflexión sobre la cultura de estos lugares y no sobre su constitución genética. En otra ocasión dijo de los inmigrantes mexicanos a Estados Unidos que «cuando México envía a su gente, no manda a los mejores. Envía a gente que tiene muchos problemas y ellos traen esos problemas. Traen drogas, traen crímenes. Son violadores y algunos, supongo, son buena gente». Esta es una afirmación muy ofensiva, pero desde el punto de vista sociológico, no desde el biológico. Trump no está diciendo que la sangre mexicana sea un impedimento para la bondad; solo que los buenos mexicanos suelen quedarse al sur del río Grande.

El cuerpo humano (el cuerpo latino, el cuerpo africano, el cuerpo chino) sigue todavía en el centro del debate. El color de la piel importa mucho. Andar por una calle de Nueva York con una piel con mucha melanina significa que, a donde sea que nos dirijamos, la policía podría mirarnos con un recelo añadido. Pero personas como el presidente Trump y el presidente Obama explicarán la importancia del color de la piel en términos culturales e históricos. La policía considera sospechoso el tono de nuestra piel no debido a ninguna razón biológica, sino más bien a la historia. Presumiblemente, los simpatizantes de Obama explicarán que este prejuicio de la policía es una herencia desafortunada de crímenes históricos como el esclavismo, mientras que los de la órbita de Trump explicarán que la criminalidad negra es una herencia desafortunada de errores históricos cometidos por liberales blancos y comunidades negras. En cualquier caso, incluso si uno es en realidad un turista de Nueva Delhi que no sabe nada acerca de la historia americana, tendrá que apechugar con las consecuencias de dicha historia.

El paso de la biología a la cultura no es solo un cambio de jerga y ya está. Es un cambio profundo con consecuencias prácticas trascendentales, algunas buenas, otras malas. En primer lugar, la cultura es más maleable que la biología. Esto significa, por un lado, que los culturistas de hoy en día podrían ser más tolerantes que los racistas tradicionales: si los «otros» adoptan nuestra cultura, los aceptaremos como nuestros iguales. Asimismo, podría dar pie a presiones mucho más fuertes en los «otros» para que se integren y una crítica mucho más severa si no lo consiguen.

No puede acusarse a una persona de piel oscura de no blanquear su piel, pero la gente puede acusar, y lo hace, a africanos y musulmanes de no adoptar las normas y los valores de la cultura occidental. Lo que no significa que dichas acusaciones estén necesariamente justificadas. En muchos casos, hay pocas razones para adoptar la cultura dominante y en muchos otros se trata de una misión casi imposible. Los afroamericanos de un suburbio azotado por la pobreza que intenten con honestidad encajar en la cultura norteamericana hegemónica para empezar podrían hallar su camino bloqueado por la discriminación institucional, solo para ser acusados después de que no hicieron el esfuerzo suficiente y de que, por tanto, solo deben culparse a sí mismos de sus problemas.

Una segunda diferencia clave entre hablar de biología y hablar de cultura es que, a diferencia de la intolerancia racista tradicional, los argumentos culturistas podrían en ocasiones tener sentido, como en el caso de Calidostán y Friolandia. Calidostanos y friolandeses tienen en verdad culturas diferentes, caracterizadas por distintos estilos de relaciones humanas. Puesto que las relaciones humanas son fundamentales para algunos empleos, ¿es poco ético que una empresa calidostana penalice a los friolandeses por comportarse según su herencia cultural?

Antropólogos, sociólogos e historiadores se sienten muy incómodos con esta cuestión. Por un lado, todo ello parece rozar peligrosamente el racismo. Por otro, el culturismo tiene una base científica mucho más firme que el racismo, y en particular los expertos en humanidades y ciencias sociales no pueden negar la existencia y la importancia de las diferencias culturales.

Desde luego, aunque aceptemos la validez de algunas afirmaciones culturistas, no tenemos que aceptarlas todas. Muchas adolecen de tres errores comunes. Primero, los culturistas suelen confundir la superioridad local con la superioridad objetiva. Así, en el contexto de Calidostán, el método calidostano de resolución de conflictos podría muy bien ser superior al método friolandés, en cuyo caso una empresa calidostana que opere en Calidostán tiene una buena razón para discriminar a los empleados introvertidos (lo que penalizará de manera desproporcionada a los inmigrantes friolandeses). Sin embargo, esto no significa que el método calidostano sea objetivamente mejor. Los calidostanos podrían quizá aprender un par de cosas de los friolandeses, y si las circunstancias cambian (por ejemplo, si la empresa calidostana se hace global y abre sucursales en muchos países), la diversidad podría convertirse de repente en un activo.

En segundo lugar, cuando se define con claridad un criterio, una época y un lugar, las declaraciones culturistas bien pueden ser sensatas desde el punto de vista empírico. Pero con demasiada frecuencia la gente adopta afirmaciones culturistas muy generales, lo que tiene poco sentido. Así, decir que «la cultura friolandesa es menos tolerante con los arrebatos públicos de cólera que la cultura calidostana» es una afirmación razonable, pero resulta mucho menos razonable decir que «la cultura musulmana es muy intolerante». Esta última afirmación es sumamente vaga. ¿Qué queremos decir con «intolerante»? ¿Intolerante con quién o con qué? Una cultura puede ser intolerante con las minorías religiosas y las opiniones políticas insólitas, mientras que a la vez puede ser muy tolerante con las personas obesas o los ancianos. ¿Y qué queremos decir con «cultura musulmana»? ¿Estamos hablando de la península Arábiga en el siglo vii? ¿Del Imperio otomano en el siglo XVI? ¿De Pakistán a principios del siglo XXI? Por último, ¿cuál es el estándar de comparación? Si nos ocupamos de la tolerancia hacia las minorías religiosas y comparamos el Imperio otomano en el siglo XVIcon Europa occidental en el siglo XVI, podemos llegar a la conclusión de que la cultura musulmana es muy tolerante. Si comparamos el Afganistán de los talibanes con la Dinamarca contemporánea, llegaremos a una conclusión muy diferente.

Pero el peor problema de las afirmaciones culturistas es que, a pesar de su naturaleza estadística, suelen utilizarse demasiado a menudo para prejuzgar a individuos. Cuando un nativo calidostano y un inmigrante friolandés solicitan el mismo puesto en una empresa calidostana, el gerente puede preferir contratar al calidostano porque «los friolandeses son fríos e insociables». Incluso si eso es cierto estadísticamente, quizá ese friolandés concreto sea en realidad mucho más cálido y extravertido que ese calidostano en concreto. Aunque la cultura es importante, las personas son también modeladas por sus genes y su historia personal única. Los individuos desafían a menudo los estereotipos estadísticos. Tiene sentido que una empresa prefiera a empleados sociables y no a impávidos, pero no lo tiene preferir antes a calidostanos que a friolandeses.

Sin embargo, todo esto modifica las aseveraciones culturistas concretas sin desacreditar al culturismo en su conjunto. A diferencia del racismo, que es un prejuicio acientífico, los argumentos culturistas a veces resultan muy fiables. Si consultamos las estadísticas y descubrimos que las empresas calidostanas tienen a pocos friolandeses en puestos importantes, esto puede ser el resultado no de una discriminación racista, sino de decisiones acertadas. ¿Tendrían que albergar los inmigrantes friolandeses resentimiento ante esta situación, y afirmar que Calidostán reniega del pacto de inmigración? ¿Tendríamos que obligar a las empresas calidostanas a contratar a más gerentes friolandeses mediante medidas a favor de las minorías con la esperanza de enfriar la cultura empresarial exaltada de Calidostán? ¿O quizá el problema radique en los inmigrantes friolandeses que no consiguen integrarse en la cultura local y, por tanto, deberíamos hacer un esfuerzo mayor y más enérgico para inculcar a los niños friolandeses las normas y valores calidostanos?

Volviendo del ámbito de la ficción al de los hechos, vemos que el debate europeo sobre la inmigración está lejos de ser una batalla bien delimitada entre el bien y el mal. Sería erróneo considerar a todos los antiinmigracionistas «fascistas», del mismo modo que lo sería presentar a todos los proinmigracionistas como personas comprometidas con el «suicidio cultural». Por tanto, el debate sobre la inmigración no debiera desarrollarse como una lucha sin cuartel acerca de algún imperativo moral no negociable. Se trata de una discusión entre dos posiciones políticas legítimas, que habrá que dilucidar mediante procedimientos democráticos estándar.

En la actualidad no está en absoluto claro si Europa encontrará una vía intermedia que le permita mantener las puertas abiertas a los extranjeros sin que se vea desestabilizada por gente que no comparte sus valores. Si Europa consigue encontrar dicha vía, quizá su fórmula pueda copiarse al nivel global. Sin embargo, si el proyecto europeo fracasara, implicaría que la creencia en los valores liberales de la libertad y la tolerancia no bastan para resolver los conflictos culturales del mundo y para unir a la humanidad ante la guerra nuclear, el colapso ecológico y la disrupción tecnológica. Si griegos y alemanes no logran ponerse de acuerdo sobre un destino común, y si 500 millones de europeos ricos no son capaces de acoger a unos pocos millones de refugiados pobres, ¿qué probabilidades tiene la humanidad de superar los conflictos de mucha más enjundia que acosan a nuestra civilización global?

Algo que puede ayudar a Europa y al mundo en su conjunto a integrar mejor y a mantener abiertas las fronteras y las mentes es restar importancia a la histeria en relación con el terrorismo. Sería muy lamentable que el experimento europeo de libertad y tolerancia se desintegrara debido a un temor exagerado a los terroristas. Esto no solo cumpliría los objetivos de los propios terroristas, sino que también concedería a ese puñado de locos una influencia demasiado grande sobre el futuro de la humanidad. El terrorismo es el arma de un segmento marginal y débil de la humanidad. ¿Cómo ha llegado a dominar la política global?

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Autor: Yuval Noah Harari. Título: 21 lecciones para el siglo XXI. Editorial: Debate. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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