El año que acaba de terminar no ha sido el mejor para la industria editorial mexicana. Sin duda, no es debido a la vitalidad y fortaleza de una literatura que a base de tesón, esfuerzo y creatividad ha seguido ofreciendo a los lectores la belleza y hondura de un arte que se caracteriza por penetrar en las capas más profundas de la consciencia humana, un arte que de una forma u otra nos transforma porque ante todo nos abre los ojos y la mente, y nos permite desarrollar esa capacidad que nos equipara con los dioses: la imaginación. La literatura, también, suele hacernos reflexionar, suele hacernos preguntarnos cosas, suele hacernos críticos. Pero en México no son buenos tiempos para la crítica, para la duda, para la reflexión: no son buenos tiempos para la imaginación. ¿Cómo pueden serlo cuando tan a menudo y de forma sistemática, desde las más altas instancias gubernamentales, se ataca a quien discierne, a quien opina distinto, a quien critica, a quien imagina? No es extraño entonces que el debate se confunda con la riña, y que los argumentos acaben siendo violencia pura y dura. Lo que en un país debería ser fomento a la lectura, fomento a la creatividad y la imaginación, ha sido diseñado como adoctrinamiento, cartilla moral, elogio de la ingenuidad y un rancio populismo que pretende comprender el gusto y el trabajo literario de los 15 millones de mexicanos mayores de 18 años de los cuales apenas un 40 por ciento lee un libro al año. Empeñado en una cruzada contra quienes pueden no estar de acuerdo con sus políticas —es decir, todo aquel que exprese o imagine una idea que no se ajuste a su forma de entender e imaginar el mundo—, el actual presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ha optado por hacer luz de gas a las industrias culturales y, con ellas, a buena parte del mundo del libro, cuyo sector editorial ha tenido que sortear los avatares de una crisis de dimensiones mundiales rascándose con sus propias uñas, sin el menor apoyo estatal e incluso recibiendo su abierto desprecio y el señalamiento acusador por el amplio rango de expresión intrínseco a su naturaleza. ¿Qué es lo que quiere el señor presidente? El señor presidente quiere un rebaño al que guiar por los senderos que su trasnochada imaginación considera que lo llevarán a la gloria eterna. Y esa es la única literatura que le interesa. Pero la verdadera literatura ha estado, está y estará siempre por encima de cualquier patán que pretenda colgarle sambenitos; de políticos y mesías aferrados a un viejo estilo de gobernar donde el servilismo y la falta de autocrítica son la norma; de ideologías superpuestas para ignorar la auténtica potencia transformadora de la literatura que en México se ha hecho y se seguirá haciendo a pesar de sus detractores, una literatura cuyo empuje ni los años ni las desventuras ni los vientos en contra podrán frenar. Y que en 2023 seguirá expulsando su ardiente magma desde las entrañas del volcán.
ADIÓS, DISTRITO FEDERAL
En la última versión del Diccionario de la lengua española se ha suprimido la referencia al «Distrito Federal» como parte de la acepción que designaba a los oriundos de la capital de México. En su lugar se ha sustituido por «Ciudad de México» y, por lo tanto, en la entrada “chilango/a” ya no indica que es “natural” o “perteneciente al Distrito Federal” o «De Efe», como se solía expresar. Vamos, que los que nacimos ahí hemos dejado de ser «defectuosos». Menos mal.
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