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'2001': Kubrick-Clarke. Dos genios creando a pachas - Zenda
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‘2001’: Kubrick-Clarke. Dos genios creando a pachas

(Como ya se dijo en la entrada inaugural de este blog, este espacio está abierto a recibir colaboraciones de otros autores sobre el tema de libros adaptados al cine o la televisión. Esperamos que pronto se pueda organizar la forma de participar, pero de momento estrena la nómina de invitados David Bowman, «prisionero» de Zenda...

(Como ya se dijo en la entrada inaugural de este blog, este espacio está abierto a recibir colaboraciones de otros autores sobre el tema de libros adaptados al cine o la televisión. Esperamos que pronto se pueda organizar la forma de participar, pero de momento estrena la nómina de invitados David Bowman, «prisionero» de Zenda él también desde el blog Circunvoluciones, y que nos habla, como resulta muy apropiado, de 2001: Una odisea del espacio)

Un grupo de australopitecos pre-homínidos vaga por las sabanas africanas hace millones de años. Una mañana aparece en la puerta de su madriguera un artefacto que cambia su vida. Tanto que, andando el tiempo, el grupo se convierte en humano y hasta sale al espacio exterior. En el año del Señor de 2001, uno de estos humanos (un australopiteco evolucionado) viaja de la Tierra a la Luna. Su viaje da que pensar, pues tiene a su disposición enormes naves de pasajeros con toda su tripulación, pero en ellas viaja él solo. Y es lógico: se dirige en misión especial a una base ubicada en el cráter Clavius, en la que pasan cosas muy raras: en un cráter vecino, Tycho, ha aparecido un artefacto indescriptible… exactamente igual al que millones de años atrás cambió la vida de los homínidos. Semejante información se mantiene en secreto, pero en las altas esferas hay una conmoción. Dado que el extraño artefacto emitió al ser descubierto una señal de radio hacia Júpiter, se organiza con cualquier excusa un osado viaje a la órbita de Júpiter que, por diversos azares argumentales, acaba en el otro lado del Universo. Este viaje, paseo experimental, inefable y psicodélico por los límites del conocimiento, deja el periplo del viejo Ulises en crucero por las islas griegas (y al espectador, hecho un verdadero lío).

Cuando vi esta película por primera vez tenía catorce años. Hay que ponerse en 1969, en una capital de provincia española y en un cinazo de estreno de los de antes. Acomodadores con librea, butacones, pantallona kilométrica, «stereophonic sound» y proyección de un positivo nuevecito de 70 mm. Incluso hoy, con todo lo que hemos visto, una proyección así te dejaría turulato. Y si la película es 2001, más aún. Hace cuarenta y siete años me dejó tres días sin habla. Naturalmente, no entendí nada, pero me dio igual. Aquella sesión de cine me cambió la orientación de las neuronas. Y al Cine, con mayúsculas, le cambió la fe en sus posibilidades. No hay más que leer las críticas de la época. «La última película antigua y la primera moderna». «Un desafío a las posibilidades técnicas y expresivas del arte (o lenguaje) cinematográfico». «La película underground más cara de la Historia del Cine». Y cosas así. Vista con la perspectiva del tiempo, 2001 adelantó el lenguaje visual que hoy usamos con naturalidad y que va mucho más allá del Cine: en esencia, y para resumir, es el lenguaje del videoclip. 2001 bien puede definirse como un encadenado de videoclips, aunque entonces no existiesen la palabra ni el concepto, con una potencia expresiva que aún no se ha alcanzado (ni se alcanzará, tal como vamos, así pasen mil años).

Esto se debe a que su creador, el hoy fallecido, hiperconocido y supermitificado Stanley Kubrick, se buscó al mejor y más caro guionista que se podía encontrar entonces, Arthur C. Clarke, que era el más reputado escritor de ciencia ficción de la época (Bradbury y Asimov aparte). En plena Segunda Guerra Mundial, Clarke había tenido la humorada de escribir un ensayito especulando con la posibilidad de poner repetidores de ondas hertzianas en órbita terrestre para disponer de un sistema mundial de telecomunicaciones. La ocurrencia se acogió con benévolas sonrisas de agradecimiento: había cosas más urgentes en qué pensar (el desembarco de Normandía, por ejemplo), sin contar el pequeño detalle de que las posibilidades técnicas de probar la ocurrencia eran tan nulas como caminar sobre el agua. Pero a mediados de los sesenta, el sistema de telecomunicaciones Telstar hizo realidad la llamada «mundovisión» con una base teórica calcada de la propuesta por el visionario Clarke veintitantos años atrás, así que el escritor británico se convirtió de la noche a la mañana en una solicitada y prestigiosa celebridad mundial. Vamos, que antes incluso de su parto, 2001 ya empezó a gestarse con una costosa inversión. Para disponer del mejor guión del mundo no se reparó en gastos. Muchos han soñado con oír las conversaciones entre Clarke y Kubrick encerrados en la cafetería del Hotel Plaza, en Nueva York, frente al jardincillo ese que sale en tantas películas. Y muchos esforzados Lucas Corsos «revuelve-papeles» han buscado durante décadas las hipotéticas servilletas de papel con el mítico sello del hotel… y los garabatos de los dos creadores. Pero nasti de plasti. Se sabe que esos papeles no son nada hipotéticos, pues Clarke y Kubrick reconocieron su existencia muchas veces, pero de su trabajo de aquellos laboriosos meses sólo se conserva un guión definitivo pulcramente mecanografiado en papel -ya amarillento- de la MGM, patrocinadora del invento. Y nada más. Un «guión de hierro», como el que preconizan los clásicos (Billy Wilder o Alfred Hitchcock), con una historia clara y perfectamente ensamblada que narra un viaje a lo incomprensible, al límite del Universo y más allá del conocimiento humano. Tan clara estaba la historia que Clarke trabó, paralelamente a la redacción del guión, una novela. Acabado el trabajo, se preguntaba qué clase de película podría salir de todo aquello. Sólo acertaba a imaginar una película más o menos audaz en el planteamiento, que él conocía bien, pero convencional en su puesta en escena. Su sorpresa fue total cuando Kubrick, su «patrón» al fin y al cabo, le prohibió publicar su novela hasta después del estreno de la peli.

Kubrick tenía en mente una película como no se había visto otra. Construida sólo con imágenes y sin explicaciones literarias o mecánicas. Es decir, con imágenes que se explicaran por sí mismas y se expresaran a sí mismas. Kubrick, en suma, quería una película que hablase exclusivamente a los sentimientos y a las emociones. La razón lógica del espectador debía quedar tan en blanco como la de los desconcertados personajes del relato, enfrentados a lo inexplicable. Ante realidades inaccesibles a la experiencia y el conocimiento humanos, tanto los homínidos como sus evolucionados herederos deben conformarse con constatar que no entienden nada de lo que sucede. Y si ellos no lo entienden, ¿por qué va a entenderlo el espectador? Clarke fue la única persona del mundo que tuvo noticia de las malévolas intenciones de Kubrick antes de que la película se estrenase y de que a los ejecutivos de la MGM les diera un siroco. Durante meses y años, Kubrick fue levantando su película más o menos en secreto, sin tolerar intromisiones y ciñéndose con tozudez al hilo que le dictaba aquel oneroso guión tan laboriosamente gestado. Pero lo hizo eliminando meticulosamente en la puesta en escena, y después en el montaje (o «edición», que dicen ahora) cualquier posibilidad de entender lo que se estaba viendo en la pantalla.

En su brutal decisión de desconcertar al espectador, asesinó sin miramientos la bellísima partitura de su colaborador Alex North. En su lugar concibió el alucinado y nada convencional apareamiento de la música más clásica con las imágenes más innovadoras vistas hasta entonces en una sala de cine. La aleación del hiperconocido y supersobado vals del Danubio azul, que en 1968 no valía más que para evocar los rancios y decimonónicos salones vieneses del emperador Francisco José, con las futuristas imágenes de una órbita terrestre poblada por miles de satélites artificiales tuvo un efecto demoledor en los virginales ojos de los espectadores de finales de los sesenta. O el uso de la épica obertura, con resonancias primitivas, del Zaratustra, obra del Strauss contemporáneo, para subrayar los momentos decisivos de la trama: la entrada en acción del «artefacto», el mítico y catalizador monolito desencadenante de los acontecimientos, sobrecogía y desconcertaba, a la vez, a unos espectadores acostumbrados al previsible cine del oeste y a las convencionales comedias de Rock Hudson y Doris Day. Con aquellos trompetazos, el patio de butacas de las las salas cinematográficas de todo el mundo quedaba deslumbrado e incapacitado para pensar en nada de lo que pasaba en la pantalla. Algunos, los más bestias, los más «intelectuales» y los menos inocentes, se levantaban y se iban.

2001, tal y como Kubrick pretendía, fue un mazazo. Los viejos John Ford, Alfred Hitchcock y Luis Buñuel se revolvieron airados contra aquella ridícula película que se ciscaba en la «gramática» cinematográfica que ellos habían levantado. Los ejecutivos de la MGM, recuperados del estupor, debieron debatir, incluso, la posibilidad de enviar matones a Inglaterra a asesinar a aquel chiflado desleal. Ellos se habían entregado a él con armas y bagajes, a él habían confiado el futuro de la MGM y para él habían vaciado las arcas del estudio. Por su parte, los críticos, airados, se tiraron los trastos a la cabeza tratando de encasillar aquel engendro desestructurado y premioso que sin duda era una película. Hubo quien habló de epígono de Jean Luc Godard, quien citó a Murnau y quien, directamente, habló de mamarrachada. Y mientras tanto, los espectadores discutían como locos en la puerta de las salas, nada más terminar la proyección, sobre si el enigmático monolito era un símbolo de Dios o si, simplemente, se les había tomado el pelo y tenían derecho a exigir en taquilla la devolución del importe de las entradas. Todos erraban, salvo los ejecutivos de la MGM: Kubrick, en efecto, les había birlado la cartera. Pero nada de dios ni de Godard ni de falta de orden o de estructura. Y nada, tampoco, de tomadura de pelo. Kubrick había vislumbrado los medios audiovisuales del futuro, la imagen pura del siglo XXI y, en cualquier caso, le había salido una película simétrica, ordenada y perfectamente estructurada.

La supuesta división en tres partes (‘El amanecer del Hombre’, ‘Misión Júpiter’, ‘Jupiter y más allá del infinito’) sólo es una convención narrativa derivada del guión. La película consta, en realidad, de cinco partes. Los australopitecos, el doctor Heywood Floyd en Clavius, los sucesos en la nave Discovery rumbo a Júpiter, el «viaje» del comandante más allá del Infinito y, por último, la «cárcel» espacio-temporal. De todas ellas, la tercera, la central, los sucesos en la Discovery, es la más larga. Las dos primeras, el planteamiento. Y las dos últimas, la alucinada conclusión y el cerrojazo al largo viaje con destino al Conocimiento absoluto iniciado antes de que hubiese seres humanos sobre la Tierra. A Kubrick no le bastó con mandar a la porra el siempre engorroso momento de las explicaciones, que tanto irritaba a Hitchcock, según confesó a Truffaut en El cine según Hitchcock, sino que administró los tiempos, esencia del cine, como le dio la gana. O sea, como nunca nadie había osado hacer hasta entonces. En 2001 conviven la desmesurada y expresiva elipsis que sirve para pasar de la primera parte a la segunda, el famoso plano del hueso volador, con la pormenorizada exhibición de las interminables actividades que tienen lugar a bordo de la Discovery: preparar la cena, jugar al ajedrez o reemplazar una pieza defectuosa en la antena. Y tenía motivos para hacerlo. Kubrick, que con la escenografía y las transparencias crea espacios irreales y ajenos a cualquier referencia, distorsiona también la percepción del tiempo y obliga al espectador a salirse de los parámetros más habituales para sumergirse en esa suerte de presente continuo que es el transcurso del tiempo en una nave espacial: sin amaneceres ni atardeceres, sin día ni noche, igual de extraño que el espacio de la nave, carente de arriba y abajo, de suelo y techo.

2001 es una locura, en efecto, la última película antigua y la primera moderna. Sin ella no habría existido la trivialización de los numerosos hallazgos de 2001. O sea, La guerra de las galaxias, la película que abrió camino a la infantilización, el merchandising y la “frikez» que definen el cine actual. Sin 2001 no se habría puesto de moda en los setenta John Alcott, su director de fotografía (con permiso de Kubrick, cuya formación era la de fotógrafo). Aún hoy, casi cincuenta años después, el look, el aspecto, de 2001 es sorprendentemente actual. Tanto su dirección de fotografía como de escenografía y ambientación podrían ser las de una película de hoy. Piénsese que en 1968 se rodaron el primer Planeta de los simios, Bullitt, El león en invierno, Funny Girl, La noche de los muertos vivientes, Las sandalias del pescador, el musical Oliver y El guateque, que desde un punto de vista estrictamente “aspectual” están bastante más envejecidas, vamos a decir. Pero hay un detalle que emparenta 2001 con todas las películas de su época y la aleja decisivamente del cine actual. Y es que todo lo que se ve en pantalla sucedió realmente en algún momento (o se escenificó) delante de una cámara. Algo que hoy día no se puede ni plantear y que probablemente ya no se podrá nunca.

Si quieren disfrutar de una experiencia realmente sensorial e incomparable, si quieren salir del tiempo y del espacio y viajar a otra dimensión a bordo de las emociones, cuelguen todos sus prejuicios y expectativas en el perchero del pasillo, desconecten los teléfonos, abróchense los cinturones y apaguen la luz. Bienvenidos a bordo. Y que tengan muy feliz viaje.

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David Bowman

Autor de una novela, Juana La Maliciosa, y de otra en fase de preparación que, Dios mediante, se titulará Libre, David Bowman es, sobre todo, un personaje de las novelas que él mismo escribe. Nacido en Edimburgo hace ya una porción de años, aunque ni él mismo sabe cuántos, ejerce de profesor en la Cahill University. El astronauta de su mismo nombre, desparecido en el espacio en 2001, era primo suyo.

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