Jorge no tardó más de 5 minutos en apuntarse. Normalmente, nunca lo hacía. Todos esos concursos, en los que tenías que realizar mil pruebas, compartir en no sé cuántas redes sociales para obtener mil retuits y likes, para solo conseguir un patinete de color fucsia fabricado en China por dos escasos euros, o un lote de yogures de sabores excéntricos que no le gustaban a nadie, o una noche en una casa rural, que debería de llevar cerrada ya varias temporada por el bien de los huéspedes y también de sus dueños, le producían mucha pereza. Pero este era diferente: ¡2.000 euros al mes para toda tu vida! Este sí que era un concurso en condiciones; ¡coño!
Sentado —más bien esparcido cuán era de ancho y largo— en el sofá del salón, fantaseaba con las posibles utilidades que le daría a ese potosí que le iba a caer del cielo cada 30 días. Ahora, que estaba en el paro, ese dinero era toda una fortuna para él, pese a que, a buen seguro, Montoro querría llevarse una buena tajada. Y su mujer, no debía olvidarse de su mujer. Seguro que Milagros, Milagritos, tenía en la cabeza un montón de lámparas que no necesitaban comprar, una ingente colección de ropa que nunca se pondría y lo que es peor: el dinero podría reactivar su obsesión por realizar “cambios” en la casa, obras de ingeniería faraónica que terminaban con la consabida frase: <<No me gusta cómo ha quedado>. No contarle nada era una opción, buscarse una amante, joven y divertida con la que dilapidar sus 2.000 eurazos del ala por los madriles cada madrugada, otra posibilidad no excluyente de la primera.
Jorge gastaba a diario el tiempo, que supuestamente estaba dedicando a reciclarse con varios cursos online, a tragarse enterito el programa de Ana Rosa, masturbarse viendo porno checoslovaco en el ordenador y comer chocolate de forma compulsiva. A veces, era capaz de hacer las tres cosas a la vez.
Y así siguió gastando sus días hasta que llegó la gran fecha. La marca había anunciado que publicaría el ganador en su cuenta de Twitter. Puntual como un reloj suizo, el CM de la empresa escribió el nombre del afortunado: Jorge Pérez Olite. J-O-R-G-E P-É-R-E-Z O-L-I-T-E. Ese era él, ¡había ganado! A los pocos minutos, sonó su teléfono móvil. El Director Comercial para España le ratificaba su condición de paniaguado vitaliceo, y le emplazaba a una ceremonia, con pastitas gratis y vino español, que tendría lugar en un céntrico hotel de la capital, en la que le harían entrega del premio.
Habían pasado ya tres meses desde que se alzó victorioso con el galardón, pero la vida de Jorge no había cambiado demasiado: seguía aficionado a AR, el vicio centroeuropeo y los bombones de Ferrero Roché. Todavía seguía pensando en qué gastar su nuevo sustento. Milagros había diseñado varios planes para fundir los nuevos ingresos, pero Jorge había conseguido parar de momento la ofensiva. Hábilmente había abierto una cuenta solo a su nombre para recibir allí los dos mil mensuales.
Las mañanas las pasaba en casa, aunque ahora no tenía que mentir simulando estar realizando curso alguno, pero las tardes se había obligado a bajar hasta el centro para pensar en posibles formas de darle utilidad a su nuevo sueldo, y por qué no, para buscar a esa joven amorosa con la que lanzarse a la <<bon vivant>>.
En uno de esos paseos vespertinos por la Gran Vía fue cuando descubrió que le seguían. Dos hombres vestidos de negro, como en las películas, le observaban desde la otra acera. Era la tercera vez en apenas media hora que los descubría. Y lo peor todo era que a uno de ellos lo conocía, no sabía de qué, pero lo conocía.
A la tarde siguiente, repitió su rutial y otra vez, volvió a verlos. Cambió el recorrido para ver si le seguían, y, efectivamente, así lo hicieron. En el vagón del metro, de regreso a su apartamento, recordó dónde había visto antes esa cara: en la fiesta en la que le dieron su premio. Era uno de los hombres que estaba con el Director Comercial.
Se pasó toda la noche sin dormir, urdiendo un plan para desenmascarar a sus perseguidores. Bajaría al centro como todas las tardes, y les conduciría a la boca del lobo, la comisaría de Huertas. Allí daría la voz de alarma y una vez arrestados sus acosadores, descubriría sus oscuras intenciones.
Desgraciadamente para Jorge su plan se vino abajo como un mal suflé. En cuanto sacó un pie de casa, los hombres de negros lo noquearon e introdujeron en una forguneta, también negra, por supuesto.
Le llevó un buen rato espabilar y tomar conciencia de su situación. Atado a una silla en el centro de una habitación que por toda iluminación tenía una bombilla cuya luz caía perpendicular a su generosa calva.
De las sombras, salió el Director Comercial de la compañía. Con sonrisa pérfida y malévola empezó a rajar.
—Pues ya estamos aquí, Jorge. No se puede quejar. Hemos tenido a otros concursantes que ni siquiera han cobrado un trimestre.
—Pero qué está diciendo. Sácame de aquí ahora mismo. Se lo exijo. Mi mujer está movilizando a todas las fuerzas de seguridad del estado.
—Su mujer está trabajando en la mercería como todos los días. Y aunque supiese lo que vamos a hacer con Usted, la verdad, no creo que le importase demasiado.
—Están muy equivocados. Seguro que está enterado hasta le Ministro de la Gobernación de este atropello.
—¡Ay, Jorge, Jorge! Pero cómo pueden ser tan ingenuos. ¿Acaso piensan que una empresa como la nuestra, que está despidiendo gente un día sí y otra también, cerrando plantas y reduciendo la calidad de sus productos, le iba a dar 2.000 euros al mes para toda su vida? ¿Pero en qué mundo vive? ¡Por Dios!
—Pero todo el mundo la sabe y lo pusieron en Twitter y en Facebook…
—La gente no se acuerda ni de lo que publican ellos mismos. No les exija tanto, Jorge.
—Lo he entendido, lo he entendido… Podemos hacer un trato.
—No hay trato que valga, Jorge. En cinco minutos, hemos terminado con Usted. Relájase y todo irá bien.
Jorge comenzó a llorar de forma desconsolada.
—¿Por qué me eligieron a mí? —gritó.
—Muy sencillo. Solo tiene 30 amigos en Facebook, 25 seguidores en Twitter, poca familia, y la que tiene no le aprecia demasiado, tampoco tiene amigos en la vida real; nadie le quiere, Jorge. Media hora después de estar muerto nadie se acordará de Usted.
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