Hernán Bravo Varela es un poeta, ensayista y aforista nacido en Ciudad de México en 1979. Es autor de seis libros de poemas, de tres ensayos literarios y de diversas traducciones de poesía en lengua inglesa. Desde 2018 es editor del Periódico de Poesía de la UNAM. Recientemente publicó Modelo centinela (La Castalia y La Línea Imaginaria, 2021) libro de varia invención coeditado en Ecuador y Venezuela, y de descarga digital gratuita en www.lacastalia.com.ve.
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CON DEDICATORIA
Poetas iconoclastas que aplauden el lirismo de sus amigos narradores, pero aborrecen el de sus colegas.
Narradores líricos que desairan a otros narradores porque estos saben, simple y llanamente, narrar.
Poetas iconoclastas que celebran la prosa de los narradores líricos.
Narradores líricos que no leen poesía, salvo la de sus amigos poetas iconoclastas.
Poetas iconoclastas que no leen narrativa, ni siquiera la de sus amigos narradores líricos.
Lectores que no leen y no se enteran de nada.
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El narrador pasó por todas las etapas e ideologías. Quemó todas las naves sin haber subido a alguna.
Decidió emprender un último gran proyecto, el que le ganaría una reputación mayor que sus innumerables travestismos: escribir. Pero ya no sabía qué figura imitar para hacerlo.
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“Cuando Dios nos da un don, también nos da un látigo”, dijo Truman Capote en una frase citada por el inseguro narrador —el mismo que, tiempo después, devino consumado masoquista.
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La poeta quiso decir “vaso de agua” pero escribió: “Cuerpo, alma de paso, a la mitad”.
La narradora quiso decir “espíritu” pero escribió, ruborizada, “una suerte de espíritu”.
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El joven narrador nunca leyó a quien lo critica furibundamente. Pero no le exijamos tanto: tampoco fue capaz de leer lo que él mismo ha escrito.
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En una sola cuartilla, la joven y versátil narradora logró conjugar cuarenta veces el verbo “ser”. Lo que “hubiera podido haber hecho” con unos cuantos verbos más… El primer párrafo de una segunda cuartilla, digamos.
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El joven narrador se jactaba de no haber leído a Mann, Joyce, Woolf, Proust, Kafka, Borges, Rulfo y Yourcenar. Nomás leía puro siglo XX.
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Érase una poeta tan pobre en efectos y defectos que fue menester su virtuosismo.
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Salvo por su talento, nunca se anduvo con pequeñeces. Fue, desde el principio, un poeta mayor: no supo jubilarse por anticipado.
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Ese autor sepultado por sus contemporáneos pensaba que una novela de zombis lo resucitaría. Pero, en vez de pasar por la mesa de novedades, acabó en el estante de memorias y autobiografías.
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Pasó del verso a la prosa: de ser sordo a no tener olfato.
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En vez de trama, había una metáfora extendida; en lugar de personajes y capítulos, máscaras y cantos. La prosa no era sino un largo verso que chocaba a ciegas con los límites de la página. Alguien, pensando en Stendhal, definió la obra como un espejo empañado que se paseaba en una cristalería. Más modesto pero no menos errado, el autor se refería a ella simplemente como “novela de poeta”.
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Todo estaba ahí: las mejores causas y las más destacadas minorías; una prometedora superioridad moral, una descollante falta de talento. La novelista había terminado el primer borrador de su obra maestra: la coyuntura.
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Demoró tanto en publicar poemas que, cuando al fin lo hizo, se había convertido en su propio precursor, en la influencia más palpable de su producción fantasma.
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—¿Qué es, para usted, la literatura?
—Una larga pregunta cuya respuesta es otra pregunta.
—Pero ¿cómo la definiría?
—Como una larga pregunta cuya respuesta es otra pregunta.
—¿Así responde todo?
—¿Así pregunta todo?
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