La comitiva funeraria, la familia y los prohombres de la ciudad acuden al número 10 de la calle North Frederick de Gibsville. Van a rendir tributo, a despedir a uno de los mejores hombres de la ciudad, a una de las columnas de la vida social y política, al abogado Joseph Chapin. Hablarán, solemnes y retóricos, todos esos prohombres, algunos de los cuales odiaron o temieron a Chapin, algunos de los que le chantajearon con oscuros secretos de vida privada cuando el abogado aparecía como una brillante estrella naciente de la política impulsado por la figura macbethiana de su esposa Edith, la peligrosa esfinge helada hasta los mismos huesos de la moral y los sentimientos, el hada de la venganza que se despacha fría. De esas filas fariseas hablarán gentes como Mike Slattery, un broker de las carreras políticas, de esas que se hacen en seseantes conciliábulos de comidas, pasillos, cenas y reuniones que se niegan siempre. O el Fiscal del Distrito Lloyd Williams, un aliado viperino de Slattery, capaz de destruir fama y carreras, vida privada y pública, cuando median sobornos, acuerdos que no se pueden rechazar y felicidad imposible de comprar en algún mercado persa.
Allí, en los recuerdos y las palabras de todos, está el hombre público y privado, Joe Chapin para muchos de ellos, cuyos últimos años fueron devastados por la culpa, la infelicidad y el alcohol, el hombre que apenas atisbó esas pizcas de paraíso, de esas que tanto conocía Scott Fitzgerald, antes de que llegue otra estación existencial fitzgeraldiana, el crack-up, el derrumbe total.
Allí también están sus hijos, a los que el torrente de la vida acercó y alejó de su padre. Su rebelde hijo Joby, vagabundo en sus sueños, derrotado ante su padre por las exigencias de éste, expulsado de todas las escuelas, al que su madre Edith niega una carrera musical, una vida entre gente del jazz, horrorizada por que esa mancha desdiga de la fama y honor de la familia Chapin. Joby alzará la voz ante los fariseos para que nadie desconozca las raíces de la destrucción planeada de su padre. Allí está también su hija Ann, que recuerda la fiesta, amarga, ceremoniosa, retórica, del 50 cumpleaños de su padre, cinco años antes. Ann, el corazón de los secretos de su padre, la vida que él jamás permitiría que se perdiese en el laberinto de un matrimonio, apasionado, errado, violento, desgraciado, con un trompetista, el peligroso seductor de Charley Bongiorno.
Hay un fantasma en esa celebración funeraria. Un fantasma envuelto en la niebla de un momento de felicidad. Se llama Kate Drummond. La amiga de Ann, a la que conoce en un viaje de negocios. La mujer que le hace feliz, que rompe los esquemas de todos sus amigos, que provoca un maremoto de desprecio y venganza en Edith Chapin, un amor mayo-diciembre, como los suele calificar José Luis Garci. Un amor intenso, romántico, de los que abre las puertas contenidas de una pasión lejanamente desaparecidas, de los que hacen revivir en un hombre o en una mujer primaveras pasadas u otoños suaves y lentos. Un amor profundo de los que no se olvidan, como descubrirá Ann con un objeto cuando ayude a su amiga a preparar su equipaje camino de una boda con otro hombre.
Todo eso y mucho más está en Ten North Frederick, 10 Calle Frederick en título patrio, un intenso y elegante melodrama Fox en blanco y negro, cortesía de Joe MacDonald, uno de los grandes de la fotografía de estudio, y scope, escrita y dirigida por Philip Dunne. Dunne hizo toda su carrera como guionista con Joe Mankiewicz y bajo la égida de Darryl Zanuck, un gran hombre de cine que durante treinta años convirtió a la 20th Century Fox en un estudio respetado por sus películas de todo tipo, pero sobre todo bien escritas, producida y dirigidas que fue la casa madre de John Ford durante veinte años. Zanuck, que en su juventud fue guionista, privilegiaba esa fase de la producción, al igual que supervisaba personalmente el montaje de todas las películas, una tarea en la que era un maestro. De todo ello, lo que se deduce es que la Fox, si podía, compraba buen material literario, y Ten North Frederick es la obra de John O’Hara, un escritor que sale poco en las antologías y eulogios canónicos. O’Hara (Cita en Samarra, Pal Joey, Butterfield 8) es un novelista excepcional, y su acerada mirada sobre las ciudades all american del Este y del Medio Oeste, ejemplificada en esta ficticia Gibbsville, es tan brillante como demoledora. Fariseísmo, puritanismo, hipocresía, privados y públicos se alían con el desbordamiento de las pasiones, los pecados capitales del cuerpo y el alma, mezclándose con notable estilo y sofisticación con los secretos ocultos de una vida, de un suceso imprevistamente casual. Ten North Fredrick se publicó en 1955 y se convirtió de inmediato en un best seller crítico y de público.
Posiblemente a la película le falte algo del fulgor estilístico, de la sofisticación de la novela, que hace muchos años me regaló Garci, un devoto de O’Hara, en un asendereado libro de bolsillo creo que editado por Plaza y Janés. Dunne nunca fue un cineasta con esas características, pero a cambio posee una sólida estructura narrativa, una clara comprensión del dibujo de los personajes y de la comprensión sintética que exige una novela como la de O’Hara. Además, la elección de Gary Cooper como Joe Chapin, en ese momento final de su carrera y vida, una figura elegante ya tocada por el paso del tiempo, una mirada melancólica que no olvida nada, dota al personaje del aura necesaria de quien ha perdido todo porque ya nada le importaba. Geraldine Fitzgerald aporta una convincente y venenosa respetabilidad representada desde un distanciamiento letal. Como con su juventud, sus fracasos y sueños rotos lo hacen Diane Varsi y Ray Stricklyn, como los chicos Chapin. Y dejo para el final a la fascinante Suzy Parker, una Kate Drummond perfecta en la armonía de su belleza tranquila, el amor que sabe que perderá para no olvidarlo, es tipo de actriz capaz de infundir al espectador el mismo recuerdo que dejó en la vida de Joe Chapin.
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The North Frederick (10, calle Frederick, 1958). Producida por Charles Brackett. Dirigida y escrita por Philip Dunne, adaptando la novela homónima de John O’Hara. Fotografía de Joseph MacDonald, en blanco y negro y scope. Música, Leigh Harline. Montaje, David Bretherton. Vestuario, Charles Le Maire. Intepretada por Gary Cooper, Geraldine Fitzgerald, Diane Varsi, Suzy Parker, Ray Stricklyn, Barbara Nichols, Stuart Whitman, Tom Tully, Philip Ober, Linda Watkins. Duración: 102 minutos.
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